Ursula Le Guin - Los desposeídos

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Los desposeídos: краткое содержание, описание и аннотация

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Shevek, un físico brillante, originario de Antares, un planeta aislado y “anarquista”, decide emprender un insólito viaje al planeta madre Urras, en el que impera un extraño sistema llamado el “propietariado”. Shevek cree por encima de todo que los muros del odio, la desconfianza y las ideologías, que separan su planeta del resto del universo civilizado, deben ser derribados. En este contexto la autora explora algunos de los problemas de nuestro tiempo: la posición de la mujer en la estructura social, la complejidad de las relaciones humanas, los méritos y las promesas de las ideologías, las perspectivas del idealismo político en el mundo actual.

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Hicieron fuego contra el hombre muerto que yacía allí cerca, y más tarde, cuando restablecieron el orden en el Directorio, trataron de borrar la palabra, restregándola con agua y jabón, pero no desapareció: había sido pronunciada: tenía sentido.

El compañero de Shevek se debilitaba, empezaba a tambalearse; Shevek comprendió que no podría ir más lejos. Tampoco había a dónde ir, excepto lejos de la Plaza del Capitolio, ni un sitio en que pudiera quedarse. La muchedumbre se había vuelto a reunir dos veces en la Avenida Mesee, tratando de enfrentar a la policía, pero en pos de la policía llegaron los carros de asalto del ejército, empujando a la gente hacia adelante, hacia la Ciudad Vieja. Los chaquetas negras no habían hecho fuego hasta entonces, pero desde las otras calles llegaba el fragor de la metralla. Los ruidosos helicópteros volaban de uno a otro lado por encima de las calles; imposible escapar.

El compañero de Shevek jadeaba al arrastrarse, hipaba tratando de respirar. Shevek lo había llevado casi en brazos durante un largo trecho, y ahora estaban lejos del cuerpo de la multitud, rezagados. Era inútil que tratasen de alcanzarla.

—A ver, siéntese aquí —dijo, y ayudó al hombre en el escalón superior, a la entrada de un sótano que parecía ser una especie de depósito. Sobre las ventanas tapiadas habían escrito, con grandes trazos de tiza, la palabra HUELGA. Bajó hasta la puerta del sótano y la probó; estaba cerrada con candado. Todas las puertas estaban cerradas. Propiedad privada. Alzó un trozo de piedra que se había desprendido del borde de un escalón y destrozó la aldaba y el candado, trabajando no furtiva ni vengativamente, sino con la seguridad de alguien que abre la puerta de calle de su propia casa. Echó una ojeada adentro. El sótano no contenía otra cosa que cajones de embalaje. Ayudó a su compañero a bajar los peldaños, cerró la puerta, y le dijo—: Siéntese aquí, acuéstese si puede. Yo iré a ver si hay agua.

En el sótano, evidentemente un depósito de productos químicos, había una hilera de artesas y una manguera contra incendios. Cuando Shevek regresó, el hombre se había desmayado. Aprovechó la oportunidad para lavarle la mano con el agua que chorreaba de la manguera y echar un vistazo a la herida. Era peor de lo que había pensado. Sin duda el hombre había recibido más de un proyectil; le faltaban dos dedos y tenía la palma y la muñeca destrozadas. Las astillas de los huesos asomaban por entre la carne como mondadientes. El hombre había estado cerca de Shevek cuando los helicópteros empezaron a disparar, y al sentirse herido se había dejado caer contra Shevek, aferrándose a él. Durante toda la fuga a través del Directorio, Shevek lo había sostenido con un brazo: en medio de una multitud tumultuosa, dos podían mantenerse en pie mejor que uno.

Trató de contenerle la hemorragia con un torniquete y de vendarle la mano destrozada, o cubrírsela al menos, y le trajo un poco de agua y lo ayudó a beber. No sabía cómo se llamaba; por el brazal blanco, era un trabajador socialista; parecía tener más o menos la edad de Shevek, cuarenta, o algo más.

En las fábricas del Sudoeste, Shevek había visto heridos mucho más graves, en accidentes, y había aprendido que la gente tiene una capacidad inverosímil para soportar el sufrimiento y el dolor. Pero atendían a esos heridos. Allí había un cirujano para amputar, plasma para remediar la pérdida de sangre, una cama.

Se sentó en el suelo al lado del hombre, que ahora yacía aletargado, y miró en torno las hileras de cajones, los largos y oscuros pasadizos entre las hileras, el resplandor blancuzco de la luz del día que se filtraba por las rendijas de las ventanas tapiadas a lo largo de la pared del frente, los blancos regueros de salitre en el techo, las huellas de las botas de los obreros y las ruedas de las carretillas en el polvoriento suelo de hormigón. Una hora antes, centenares de miles de personas cantando bajo el cielo abierto; a la siguiente, dos nombres escondidos en un sótano.

—Sois despreciables —le dijo Shevek a su compañero, en právico—. Sois incapaces de dejar las puertas abiertas. Nunca seréis libres. —Tocó con delicadeza la frente del hombre; estaba fría y sudorosa. Le aflojó un rato el torniquete, se levantó, cruzó el sótano lóbrego hasta la puerta, y subió a la calle. La flotilla de los carros de asalto se había alejado. Unos pocos rezagados de la manifestación pasaban, presurosos, las cabezas gachas, en territorio enemigo. Shevek intentó parar a dos; un tercero se detuvo al Fin.

—Necesito un médico, hay un hombre herido. ¿Puede mandar un médico aquí?

—Será mejor que lo saque.

—Ayúdeme a llevarlo.

El hombre apresuró el paso y se alejó.

—Vienen hacia aquí —le gritó a Shevek por encima del hombro—, será mejor que salgan.

No pasó nadie más, y un momento después Shevek vio un poco más lejos, calle abajo, una columna de chaquetas negras. Bajó otra vez al sótano, cerró la puerta, volvió junto al hombre herido, y se sentó junto a él en el suelo polvoriento.

—Infierno —dijo.

Al cabo de un rato sacó del bolsillo de la camisa la pequeña libreta y se puso a estudiarla.

Por la tarde, cuando se asomó con cautela a mirar, vio un carro de asalto estacionado del otro lado de la calle, y otros dos cerrando la esquina. Eso explicaba los gritos que había oído: sin duda los soldados, impartiéndose órdenes unos a otros.

Atro se lo había explicado una vez: cómo los sargentos podían dar órdenes a los soldados rasos, cómo los tenientes podían dar órdenes a los soldados rasos y a los sargentos, cómo los capitanes… y así en escala ascendente hasta los generales, que podían dar órdenes a todos los demás y no tenían que recibirlas de nadie, excepto del comandante en jefe. Shevek había escuchado con incrédula repulsión.

—¿A eso lo llaman ustedes organización? —había preguntado—. ¿Y también lo llaman disciplina? Ni una cosa ni otra. Es un mecanismo coercitivo de extraordinaria ineficacia, ¡una especie de máquina de vapor del Séptimo Milenio! Con una estructura tan rígida y tan frágil, ¿qué cosa que merezca la pena se puede hacer? —Esto había dado pie para que Atro ensalzara las virtudes de la guerra, que da coraje y hombría y elimina a los ineptos, pero los mismos argumentos lo habían obligado a admitir la efectividad de las guerrillas, organizadas desde abajo, auto-disciplinadas—. Pero eso sólo funciona cuando la gente piensa que está peleando por algo propio, el hogar, o alguna idea —había dicho el viejo. Shevek había renunciado a la discusión. Ahora la continuaba, en la oscuridad creciente del sótano, entre las pilas de cajones de productos químicos no rotulados. Le explicaba a Atro que ahora comprendía por qué el ejercito estaba organizado de ese modo. Era sin duda un tipo de organización ineludible. Ninguna organización racional hubiera servido en este caso. Shevek no había comprendido hasta ahora que la finalidad era permitir que unos hombres provistos de ametralladoras matasen a hombres y mujeres inermes, fácilmente y en grandes cantidades, cuando les ordenaban hacerlo. Pero no comprendía aún qué relación tenía todo esto con el coraje, o la hombría, o la aptitud.

De tanto en tanto le hablaba a su compañero, a medida que la oscuridad crecía. El hombre, que ahora yacía con los ojos abiertos, se había quejado en un par de ocasiones, un gemido paciente que conmovió a Shevek. Durante los primeros momentos de pánico, en medio de la multitud que se precipitaba al Directorio, el hombre había tratado de mantenerse en pie, seguir adelante, al principio corriendo, y luego caminando hacia la Ciudad Vieja; con la mano debajo del gabán, apretada contra el costado, había hecho todo lo posible por avanzar, por no retrasar a Shevek. La segunda vez que el hombre se quejó, Shevek le tomó la mano sana, murmurando:

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