Ursula Le Guin - Los desposeídos

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Los desposeídos: краткое содержание, описание и аннотация

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Shevek, un físico brillante, originario de Antares, un planeta aislado y “anarquista”, decide emprender un insólito viaje al planeta madre Urras, en el que impera un extraño sistema llamado el “propietariado”. Shevek cree por encima de todo que los muros del odio, la desconfianza y las ideologías, que separan su planeta del resto del universo civilizado, deben ser derribados. En este contexto la autora explora algunos de los problemas de nuestro tiempo: la posición de la mujer en la estructura social, la complejidad de las relaciones humanas, los méritos y las promesas de las ideologías, las perspectivas del idealismo político en el mundo actual.

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Shevek nunca recibió esta carta. Se había marchado de Levante del Sur antes de que llegara a la estafeta de Saltos Colorados.

Había unas dos mil quinientas millas desde Saltos Colorados a Abbenay. Lo natural hubiera sido viajar con quien quisiera llevarlo, ya que todos los vehículos de transporte estaban disponibles como vehículos de pasajeros para tantas personas como cupieran; pero como había que devolver cuatrocientas cincuenta personas a los puestos regulares que habían tenido en el Noroeste, se les facilitó un tren. Era un tren de vagones de pasajeros, o al menos de vagones que momentáneamente se utilizaban para pasajeros. El menos popular era el furgón, que en un viaje reciente había transportado un cargamento de pescado ahumado.

Al cabo de un año de sequía las líneas normales de transporte eran insuficientes, aunque los trabajadores se esforzaban por atender todas las necesidades. Era la federación más numerosa de la sociedad odoniana, y ella misma, por supuesto, se había organizado en sindicatos regionales coordinados por representantes que se reunían y colaboraban con la CPD local y central. La red mantenida por la Federación de Transportes funcionaba bien en tiempos normales y en situaciones de moderada emergencia: era flexible, se adaptaba a las circunstancias, y los síndicos del Transporte tenían fuerza y orgullo profesional. Bautizaban a sus máquinas y dirigibles con nombres como Indomable, Resistencia, Devora-los-Vientos; tenían lemas: Nunca Fallamos, ¡Nada es Excesivo! Pero ahora, cuando la hambruna amenazaba a regiones enteras del planeta, cuando había que trasladar grandes levas de trabajadores de una región a otra, las demandas eran excesivas. No había vehículos suficientes; no había gente suficiente para manejarlos. La flota íntegra de la Federación, en alas o sobre ruedas, estaba consignada al servicio, y los aprendices, los trabajadores jubilados, los voluntarios, los reclutas de emergencia, todos estaban ayudando en los camiones, los trenes, los barcos, las estaciones y los puertos.

El tren en que viajaba Shevek avanzaba lentamente, con pausas prolongadas, pues tenía que dar paso a todos los trenes de víveres. De pronto se detuvo durante veinte horas consecutivas. Un señalero sobrecargado de trabajo o falto de experiencia había cometido un error, y había habido un accidente en la línea.

El pequeño poblado en que el tren se detuvo no tenía reservas de alimentos ni en los comedores ni en los depósitos. No era una comunidad agrícola sino una población industrial, que fabricaba hormigón y piedra espuma, merced a la afortunada coincidencia de algunos yacimientos de cal y un río navegable. Había camiones-huertos, pero los pobladores dependían del transporte para abastecerse de víveres. Si daban de comer a los cuatrocientos cincuenta pasajeros del tren, los ciento cincuenta lugareños se quedarían sin nada. Idealmente, tendrían que haber compartido lo que había, comer todos a medias, o pasar hambre a medias, unos y otros. Si los del tren hubieran sido cincuenta, o hasta un centenar, probablemente la comunidad les habría cedido por lo menos una horneada de pan. ¿Pero cuatrocientos cincuenta? Si a cada uno le daban algo quedarían sin provisiones durante varios días. Y luego, ¿cuándo llegaría el próximo tren de provisiones? ¿Y cuánto grano traería? No dieron nada.

Los viajeros, que ese día no habían podido desayunar, ayunaron durante sesenta horas. No probaron bocado hasta que la vía quedó despejada, y el tren, luego de recorrer ciento cincuenta millas, llegó a una estación con un refectorio aprovisionado para pasajeros.

Aquella fue para Shevek la primera vez que pasó hambre. Había ayunado a veces cuando trabajaba porque no quería perder tiempo en ir a comer; siempre había tenido a su disposición dos comidas completas diarias: constantes como el amanecer y el crepúsculo. Nunca se le había ocurrido pensar cómo sería tener que prescindir de esas comidas. Nadie en su sociedad, nadie en el mundo, tenía que prescindir de esas comidas.

Mientras el hambre lo atormentaba más y más, mientras el tren seguía detenido hora tras hora en el desvío entre una cantera escarificada y polvorienta y una fábrica paralizada, tuvo pensamientos sombríos acerca de la realidad del hambre, y de la posible inadecuación de la sociedad para sobrellevar una hambruna sin perder la solidaridad que constituía su fuerza. Era fácil compartir cuando había comida suficiente, o apenas la suficiente, para seguir viviendo. ¿Pero cuando no la había? Entonces entraba en juego la fuerza; la fuerza se convertía en derecho; en poder, y la herramienta del poder era la violencia, y su aliado más devoto, el ojo que no quiere ver.

El resentimiento de los pasajeros era amargo, pero menos ominoso que la actitud de la gente del pueblo, el modo en que se escondían detrás de «sus» muros con «sus» posesiones, e ignoraban la presencia del tren, nunca lo miraban. Shevek no era el único pasajero de humor melancólico; una larga conversación iba y venía serpenteando al costado de los vagones detenidos, la gente opinaba, argumentando y asintiendo, siempre en torno del mismo tema que angustiaba a Shevek. Una incursión a los camiones-huertos fue propuesta seriamente, y discutida con amargura, y quizá la hubieran llevado a la práctica si el silbato del tren no hubiese anunciado la partida.

Pero cuando por fin entró arrastrándose en la estación siguiente, y pudieron comer —media hogaza de pan de holum y un tazón de sopa-, la melancolía se transformó en exaltación. Cuando se llegaba al fondo del tazón se descubría que la sopa era bastante chirle, pero el primer sabor, el primer sabor había sido maravilloso, valía la pena el ayuno. Todos estuvieron de acuerdo. Volvieron al tren riendo y bromeando juntos. Habían salido del paso.

Un tren de carga recogió a los pasajeros de Abbenay en la Colina Ecuador y los llevó las últimas quinientas millas. Llegaron tarde a la ciudad, en una noche ventosa de principios del otoño. Era casi medianoche; las calles estaban desiertas. El viento corría por las calles como un río seco y turbulento. Arriba, por encima de los débiles faroles, las estrellas brillaban con una luz clara y trémula. La tormenta seca del otoño y de la pasión arrastró a Shevek por las calles, casi corriendo, tres millas hasta el sector norte, solo en la ciudad oscura. Subió de un salto los tres peldaños del portal, corrió a través del vestíbulo, llegó a la puerta, la abrió. La habitación estaba a oscuras. Las estrenas ardían en las ventanas.

—¡Takver! —dijo, y oyó el silencio. Antes de encender la lámpara, allí en la oscuridad, en el silencio, supo de pronto lo que era la separación.

Nada faltaba allí. Nada había que pudiese faltar. Sólo Sadik y Takver. Los Ocupantes del Espacio Deshabitado giraban lentamente, con un leve centelleo, en la brisa que entraba por la puerta.

Había una carta sobre la mesa. Dos cartas. Una de Takver. Era breve: la habían llamado a un puesto de emergencia en los Laboratorios de Algas Comestibles del Noreste, por un tiempo indeterminado. Decía:

No podía a conciencia negarme ahora. Fui y hablé con ellos en Divtrab y leí además el proyecto presentado a Ecología en la CPD, y es cierto que me necesitan, pues he trabajado exactamente en este ciclo alga-ciliado-camarón-kukuri. Pedí en Divtrab que te destinaran a Roiny pero por supuesto no harán nada hasta que tú también lo pidas, y si no es posible a causa de tu trabajo en el Inst. no lo pedirás. En última instancia, si la cosa se prolonga demasiado les diré que se busquen otra genetista, ¡y volveré! Sadik está muy bien y ya dice ius por luz. No me quedaré mucho tiempo. Todo, de por vida, tu hermana, Takver. Oh por favor ven si puedes.

La otra nota estaba garrapateada en un trocito diminuto de papel: «Shevek: Gab. Física, tan pronto como regreses. Sabul».

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