Pero a veces el trabajo la extenuaba, o se quedaba con hambre, pues habían reducido un poco las raciones. Las mujeres embarazadas, lo mismo que los niños y los viejos, tenían derecho a una comida extra diaria, un refrigerio a las once, pero Takver los omitía a menudo a causa de las exigencias del trabajo. Ella podía prescindir de una comida, pero no los peces del laboratorio. Los amigos solían llevarle una parte de sus propias raciones, o de las sobras del comedor, un bollo relleno o una fruta. Takver lo comía todo agradecida, pero tenía una desesperada necesidad de cosas dulces, y los dulces escaseaban. Cuando estaba cansada perdía la paciencia y se irritaba con facilidad, y bastaba una palabra para que estallase. .
Al final de otoño Shevek completó el manuscrito de los Principios de la Simultaneidad. Se lo entregó a Sabul para que lo aprobara y lo hiciera imprimir. Sabul lo retuvo una década, dos décadas, tres décadas, y no decía nada. Shevek preguntó. Sabul respondió que aún no había tenido tiempo de leerlo, que estaba demasiado ocupado. Shevek esperó. Mediaba el invierno. El viento seco soplaba día tras día; el suelo estaba escarchado. Todo parecía haberse detenido, en una pausa sin sosiego, en espera de la lluvia, del nacimiento.
El cuarto estaba a oscuras. En la ciudad acababan de encenderse las luces; parecían débiles bajo el cielo alto, de un gris sombrío. Takver entró, encendió la lámpara y se arrebujó en el abrigo junto a la reja del calefactor.
—¡Oh, qué frío! ¡Qué frío terrible! Siento los pies como si hubiera estado caminando sobre glaciares, casi lloro en el camino, tanto me dolían. ¡Estas podridas botas de propietario! ¿Por qué no somos capaces de hacer un par de Dotas decentes? ¿Por qué estás sentado ahí, en la oscuridad?
—No sé.
—¿Fuiste al comedor? Yo comí un bocado camino a casa, en Excedentes. Tuve que quedarme, las crías de los kukuri estaban a punto de romper el cascarón, y tuvimos que sacar los peces del estanque antes que los adultos se los comieran. ¿Comiste?
—No.
—No te pongas lúgubre. Por favor no te pongas lúgubre esta noche. Si una sola cosa más anda mal, me echaré a llorar. ¡Estoy harta de llorar! ¡Estas estúpidas hormonas! Ojalá pudiera tener bebés como los peces, poner los huevos y alejarme nadando. A menos que nadara de vuelta y me los comiera… No te quedes así, inmóvil como una estatua. No lo puedo soportar. —Gimoteaba cuando se agachó para recibir el soplo cálido de la reja, mientras trataba de aflojarse las botas con los dedos entumecidos.
Shevek no dijo nada.
—¿Qué te pasa? ¡No te quedarás así inmóvil todo el tiempo!
—Sabul me citó hoy. No va a recomendar que se publiquen los Principios ni que se exporten.
Takver dejó de forcejear con los cordones de las botas y se quedó muy quieta. Miró a Shevek por encima del nombro.
—¿Qué dijo, exactamente? —preguntó al fin.
—La crítica está sobre la mesa.
Ella se levantó, y arrastrando los píes con una bota todavía puesta llegó hasta la mesa, y leyó el papel, inclinándose, las manos en los bolsillos del abrigo.
—«El principio de que la física secuencial fundamenta la filosofía del tiempo ha sido reconocido y aceptado de común acuerdo en la sociedad odoniana desde la colonización de Anarres. Toda desviación egoísta de esta solidaridad primaria sólo puede conducir a devaneos estériles, hipótesis impracticables e inútiles para el organismo social, o a la reiteración de las especulaciones supersticiosas de irresponsables científicos a sueldo, en los Estados explotadores de Urras…» ¡Ese aprovechado! ¡Ese farsante miserable y envidioso, predicando a Odo! ¿Mandará esta crítica a la prensa?
Takver se arrodilló para tratar de sacarse la bota. Le echó alguna mirada a Shevek, pero no se le acercó ni trató de tocarlo, y durante un rato no dijo nada. Habló con una voz que no era fuerte y tensa como un momento antes; ahora tenía otra vez aquella calidad natural propia, grave y aterciopelada.
—¿Qué vas a hacer, Shev?
—No hay nada que hacer.
—Nosotros imprimiremos el libro. Fundaremos un sindicato de prensa y aprenderemos tipografía.
—El papel está racionado al mínimo. Nada de impresiones no esenciales. Sólo las publicaciones de la CPD, hasta que las plantaciones de árboles holum estén a salvo.
—Entonces ¿no podrías alterar de algún modo la presentación? Disfrazar lo que dices. Decorarlo con galones secuenciales. Para que lo acepte.
—No puedes disfrazar lo negro de blanco.
Ella no preguntó si no podía eludir el control de Sabul, o pasar por encima de él. Nadie en Anarres pasaba por encima de nadie. No había subterfugios. Si uno no podía trabajar en solidaridad con los síndicos, trabajaba solo.
—Y si… —Se interrumpió. Se incorporó y puso las botas a secar cerca del calefactor. Se quitó el abrigo, lo colgó, se echó sobre los hombros un grueso chal tejido a mano. Luego se sentó en la cama, que rechinó ligeramente al hundirse. Miró a Shevek, que seguía sentado de perfil entre ella y la ventana.
—¿Y si le propusieras que lo firme como coautor? Como el primer trabajo que escribiste.
—Sabul no prestará su nombre para «especulaciones supersticiosas».
—¿Estás seguro? ¿Estás seguro de que no es justamente eso lo que quiere? Él sabe de qué se trata lo que tú has hecho. Siempre dijiste que era astuto. Sabe que tu libro lo echaría a él y a toda la escuela secuencial en el recipiente de reciclaje. ¿Pero si lo pudiera compartir contigo, compartir el mérito? Es un ego puro, eso es lo que es. Si pudiera decir que es su libro…
Shevek dijo amargamente:
—Compartir con él el libro sería como compartirte a ti.
—No lo tomes de esa manera, Shev. Es el libro lo que importa… las ideas. Escúchame. Nosotros queremos conservar a este niño, a este bebé que va a nacer, queremos amarlo. Pero si por alguna razón tuviera que morir si se quedara con nosotros, si sólo pudiera vivir en un hogar de niños, si nunca pudiéramos verlo ni saber cómo lo llaman… si tuviéramos esa opción, ¿qué elegiríamos? ¿Conservar al niño? ¿O darle la vida?
—No sé —dijo él. Hundió la cara entre las manos y se frotó la frente con angustia—. Sí, desde luego. Sí. Pero esto… pero yo…
—Hermano, corazón amado —dijo Takver. Cruzó las manos por delante del regazo, pero no las tendió hacia él—. No importa el nombre que figure en el libro. La gente sabrá. La verdad es el libro.
—Yo soy ese libro —dijo él. Cerró los ojos y se quedó muy quieto. Takver se le acercó, tímidamente, y lo tocó con cuidado, como si tocara una herida.
A principios del año 164 se imprimió en Abbenay la primera versión incompleta, drásticamente abreviada de los Principios de la Simultaneidad, firmada por Sabul y Shevek como coautores. La CPD sólo editaba a la sazón los documentos y las directivas esenciales, pero Sabul había influido ante la Prensa y la división de Informaciones de la CPD, y los había convencido del valor propagandístico del libro en el exterior. Urras, dijo, veía con maligno regocijo la sequía y las perspectivas de una hambruna en Anarres; en los periódicos loti llegados en el último embarque abundaban las siniestras profecías sobre el inminente desastre odoniano. Qué mejor desmentido; arguyó Sabul, que la publicación de una obra de pensamiento puro, «un monumento científico», decía en su crítica revisada, «que se eleva por encima de la adversidad material para demostrar la vitalidad inextinguible de la sociedad odoniana y cómo supera al propietariado arquista en todos los ámbitos del pensamiento».
De modo que la obra fue editada; y quince de los trescientos ejemplares viajaron a través del espacio en el carguero ioti Alerta. Shevek nunca abrió un ejemplar del libro impreso. Sin embargo, en el paquete destinado a la exportación agregó una copia del original completo, escrita a mano. Una nota en la cubierta rogaba que se lo entregaran al doctor Airo del Colegio de la Ciencia Noble en la Universidad de Ieu Eun, con saludos del autor. No cabía duda que Sabul, que daría la aprobación final al paquete, notaría la adición. Si sacó el manuscrito o lo dejó, Shevek no lo supo. Quizá lo confiscó, por despecho; o lo dejó salir, convencido de que la versión que él había abreviado y mutilado no impresionaría a los físicos urrasti. No le dijo nada a Shevek sobre el manuscrito. Shevek no preguntó.
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