Ursula Le Guin - Los desposeídos

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Shevek, un físico brillante, originario de Antares, un planeta aislado y “anarquista”, decide emprender un insólito viaje al planeta madre Urras, en el que impera un extraño sistema llamado el “propietariado”. Shevek cree por encima de todo que los muros del odio, la desconfianza y las ideologías, que separan su planeta del resto del universo civilizado, deben ser derribados. En este contexto la autora explora algunos de los problemas de nuestro tiempo: la posición de la mujer en la estructura social, la complejidad de las relaciones humanas, los méritos y las promesas de las ideologías, las perspectivas del idealismo político en el mundo actual.

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Encontró el cuarto 46 en un corredor largo de puertas cerradas. Las habitaciones, evidentemente, eran individuales, y se preguntó por qué la bedel lo habría mandado allí. Desde sus dos años de edad siempre había vivido en dormitorios, en habitaciones de cuatro a diez camas. Llamó a la puerta del 46. Silencio. La abrió. Era un cuarto pequeño, escasamente iluminado por la luz del corredor, y no había nadie en él. Encendió la lámpara. Dos sillas, un escritorio, una gastada regla de cálculo, unos cuantos libros, y prolijamente doblada sobre la plataforma de la cama, una manta anaranjada tejida a mano. Alguien vivía allí; la bedel se había equivocado. Cerró la puerta. La abrió otra vez y apagó la lámpara. Sobre el escritorio debajo de la lámpara había una nota, garrapateada en un trozo de papel: «Shevek, Gab. Física, mañana 2-4-1-154. Sabul».

Puso el gabán sobre una silla, las botas en el suelo. Se detuvo un momento a leer los títulos de los libros, manuales clásicos de física y matemáticas, encuadernados en verde, con el Círculo de la Vida estampado en las cubiertas. Colgó el gabán en el armario y guardó las botas. Corrió con cuidado la cortina del armario. Cruzó la habitación hasta la puerta: cuatro pasos. Allí se detuvo, vacilante, un minuto más, y entonces, por primera vez en su vida, cerró la puerta de su propio cuarto.

Sabul era un hombre pequeño, rechoncho y desaliñado, de unos cuarenta años. El vello facial era en él más oscuro e hirsuto que en el común de la gente, y se alargaba en el mentón en una barba espesa. Vestía una túnica de abrigo, que quizás venía usando desde el invierno anterior: los bordes de las mangas estaban negros de suciedad. Parecía estar siempre de malhumor. Y así como escribía sus mensajes en pedazos de papel, se expresaba también en pedazos. Y gruñía al hablar.

—Tienes que aprender iótico —le gruñó a Shevek.

—¿Aprender iótico?

—Dije aprender iótico.

—¿Para qué?

—¡Para poder leer a los físicos urrasti! Atro, To, Baisk, esos hombres. Nadie los ha traducido al právico, nadie podría. Seis personas tal vez, en Anarres, son capaces de comprenderlos. En cualquier lengua.

—¿Cómo puedo aprender iótico?

—¡Con un diccionario y una gramática!

Shevek no se inmutó.

—¿Dónde puedo encontrarlos?

—Aquí —gruñó Sabul. Revolvió los desordenados estantes de libros pequeños, encuadernados en verde. Se movía con brusquedad, como irritado. En uno de los estantes inferiores encontró dos gruesos volúmenes sin encuadernar y los dejó caer de golpe sobre la mesa.

—Avísame cuando estés en condiciones de leer a Atro en iótico. No puedo hacer nada contigo hasta entonces.

—¿Qué clase de matemáticas usan esos urrasti?

—Ninguna que tú no puedas manejar.

—¿Hay alguien aquí trabajando en cronotopología?

—Sí, Turet. Puedes consultarlo. No necesitas asistir a los cursos.

—Pensaba asistir a las clases de Gvarab.

—¿Para qué?

—Los trabajos de ella en frecuencia y ciclo…

Sabul se sentó y se incorporó otra vez. Estaba insoportablemente agitado, agitado y sin embargo tieso, una escofina de hombre.

—No pierdas tiempo. En la teoría de las secuencias estás mucho más adelantado que la vieja, y el resto de lo que vomita es pura basura.

—Estoy interesado en los principios de la simultaneidad.

—¿Simultaneidad? ¿Qué clase de basura os está ofreciendo Mitis? —El físico echaba fuego por los ojos; las venas de las sienes se le abultaban bajo los cabellos cortos e hirsutos.

—Yo mismo organicé un curso colectivo sobre el tema.

—Crece. Crece. Es tiempo de que crezcas. Ahora estás aquí. Y aquí estamos trabajando en física, no en religión. Larga todo ese misticismo y crece. ¿Cuánto tiempo tardarás en aprender iótico?

—Tardé varios años en aprender právico —dijo Shevek. Sabul no advirtió esta leve ironía.

—A mí me llevó diez décadas. Lo suficiente para leer la Introducción de To. Oh, mierda, necesitas un texto para practicar. Bien puede ser ése. A ver. Espera. —Revolvió en el interior de un cajón desbordante y al cabo logró encontrar un libro, un libro raro, encuadernado en azul, sin el Círculo de la Vida en la cubierta. El título estaba grabado en letras de oro y parecía decir Poilea Áfioite, lo que no tenía ningún significado, y las formas de algunas de las letras eran desconocidas. Shevek lo miró con sorpresa; lo tomó, pero no lo abrió. Lo sostuvo en la mano, el objeto que había querido ver, el artefacto extraño, el mensaje de otro mundo.

Se acordó del libro que Palat le había mostrado, el libro de los números.

—Vuelve cuando puedas leerlo —gruñó Sabul.

Shevek dio media vuelta dispuesto a marcharse. El gruñido de Sabul subió de tono:

—¡Guarda en secreto esos libros! No son para el consumo general.

El joven se detuvo, se volvió, y luego de un momento, con una voz serena, un poco tímida dijo:

—No entiendo.

—¡No dejes que ningún otro los lea!

Shevek no respondió.

Sabul se incorporó y se acercó a Shevek.

—Escucha. Ahora eres un miembro del Instituto Central de Ciencias, un síndico en Física, y trabajas conmigo, Sabul. ¿Lo entiendes? Privilegio es responsabilidad. ¿De acuerdo?

—Tengo que aprender cosas que no puedo compartir —dijo Shevek luego de una breve pausa, enunciando la frase como si fuera una proposición lógica.

—Si encuentras en la calle un montón de cápsulas explosivas ¿las querrías «compartir» con cada chiquillo que pasa? Estos libros son explosivos. ¿Me entiendes ahora?

—Sí.

—Bien.

Sabul se apartó, refunfuñando. Al parecer esta furia era endémica, no específica. Shevek se marchó, llevando la dinamita con cuidado, con repulsión, y con una curiosidad devoradora.

Se puso a trabajar con empeño en el estudio del iótico. Trabajaba a solas en el cuarto 46, a causa de la advertencia de Sabul, y porque era natural en él trabajar solo.

Había sabido desde muy niño que en cienos aspectos era distinto de todas las personas que conocía. Para un niño la conciencia de esa diferencia es muy penosa, ya que, no habiendo hecho nada aún y siendo incapaz de nacer nada, no encuentra justificación posible. La presencia de adultos veraces y afectuosos que también sean, a su manera, diferentes, es lo único que puede dar apoyo y seguridad a uno de estos niños; y Shevek no la había tenido. Palat había sido sin duda un padre enteramente veraz y afectuoso. Aprobaba todo cuanto Shevek hacía, y era leal. Pero Palat no había conocido esa maldición de la diferencia. Nada lo distinguía de los demás, de todos los otros, para quienes la vida comunitaria era un hecho natural. Quería a Shevek, pero no podía enseñarle qué es la liberna, ese reconocimiento de la soledad de cada individuo, que sólo la libertad puede trascender.

Shevek estaba pues acostumbrado a un aislamiento interior, un aislamiento enmascarado por los contactos fortuitos y los incidentes cotidianos de la vida comunitaria, y por la camaradería de unos pocos amigos. Demasiado consciente, a los veinte años, de sus propias peculiaridades, se mostraba retraído y reservado; y sus compañeros de estudios, adivinando que esa reserva era genuina, no trataban de acercarse a él.

Pronto se aficionó a la intimidad del cuarto. Le complacía aquella independencia total. Sólo salía de la habitación para ir al refectorio a la hora del desayuno y la comida, y para una rápida caminata diaria por las calles de la ciudad con el propósito de distender los músculos, acostumbrados desde nacía tiempo al ejercicio; y luego de vuelta al cuarto 46 y a la gramática iótica. Una vez en cada década o dos tenía la obligación de cooperar en las tareas rotativas comunitarias del «décimo día», pero la gente con quien trabajaba eran desconocidos, no personas con tas que tuviera alguna relación más o menos cercana como habría sido el caso en una comunidad pequeña, y aquellos días de trabajo manual no significaban una interrupción psicológica del aislamiento en que vivía, ni de sus progresos en iótico.

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