Durante más de veinte años las doce naves cedidas a los Colonos Odonianos por el Consejo de Gobiernos Mundiales fueron de uno a otro mundo a través del abismo seco, hasta que transportaron al millón de almas que habían elegido una nueva vida. A partir de entonces el puerto quedó cerrado a la inmigración, y abierto sólo a las naves de carga bajo el Convenio de Trueque. La ciudad de Anarres tenía a la sazón unos cien mil habitantes, y ahora se llamaba Abbenay, que en la nueva lengua de la nueva sociedad significaba Mente.
La descentralización había sido una cuestión primordial para Odo cuando planeó una nueva sociedad que nunca llegó a ver. Odo no pretendía desurbanizar la civilización. Aunque opinaba que las dimensiones naturales de una comunidad dependían de la cantidad de alimentos y de energía que pudieran proporcionar las regiones contiguas, proponía que las comunidades estuviesen todas conectadas entre sí por redes de comunicaciones y transpones, de modo que los bienes de consumo y las ideas pudiesen llegar a donde fuese necesario con prontitud y facilidad. Pero esa red no estaría administrada desde arriba. No habría centros jerárquicos, ni ciudades capitales, ni organizaciones destinadas a perpetuar el aparato burocrático o a favorecer las ambiciones de quienes aspiraban a convertirse en capitanes, en patronos, en jefes de Estado.
Como quiera que sea, los planes de Odo habían tenido en cuenta el suelo generoso cíe Urras. En el árido Anarres, las comunidades tuvieron que dispersarse en busca de recursos, y eran pocas las que se bastaban a sí mismas, por más que hubieran reducido lo que se entendía por necesidades primarias. En verdad, habían tenido que prescindir de muchas cosas, pero hasta un cierto grado; no estaban dispuestos a recaer en el tribalismo pre-urbano, pre-tecnológico. Sabían que el anarquismo era para ellos el producto de una civilización muy desarrollada, de una cultura y diversificación compleja, de una economía estable y una tecnología altamente industrializada, capaz de mantener un elevado nivel de producción y distribuir con rapidez los bienes de consumo. Por muy vastas que fuesen las distancias que había entre las colonias, todas se consideraban partes de un complejo organismo. Primero construían los caminos, y luego las casas. El intercambio de recursos y productos regionales era constante, en un intrincado proceso de equilibrio: ese equilibrio de la diversidad que es fundamento de la vida, de la ecología natural y social.
Pero, como ellos mismos decían con una imagen analógica, no puede haber un sistema nervioso sin por lo menos un ganglio, y preferentemente un cerebro. Tenía que haber un centro. Las computadoras que coordinaban la administración de las cosas, la división del trabajo y la distribución de los bienes de consumo, y las federaciones centrales de la mayor parte de los sindicatos de trabajadores estuvieron, desde el comienzo mismo, en Abbenay. Y desde el comienzo los Colonos comprendieron que aquella centralización inevitable era una permanente amenaza, que necesitaba de una permanente vigilancia.
Oh hija Anarquía, promesa infinita,
desvelo infinito,
yo escucho, escucho en la noche,
junto a la cuna profunda como la noche,
atiendo a la criatura.
Pío Atean, que había adoptado el nombre právico de Tober, había escrito estos versos en el año catorce de la Colonia. Los primeros intentos de los odonianos por dar a la poesía un nuevo lenguaje, un mundo nuevo, habían sido torpes, desmañados, conmovedores.
Y ahora Abbenay, la mente y el centro de Anarres, estaba allí, delante del dirigible, sobre la amplia llanura verde.
Aquel verde brillante y profundo de los campos no era obviamente un color natural en Anarres. Sólo aquí y en las costas cálidas del Mar de Keran florecían las semillas del Viejo Mundo. En todo el resto del planeta los granos que predominaban eran el holum rastrero y la hierbamene pálida.
Cuando Shevek tenía nueve años se había ocupado en la escuela, durante varios meses, de cuidar las plantas ornamentales de la comunidad de los Llanos, delicadas y exóticas, y que necesitaban que se las aumentase y les diera el sol, como si fueran bebés. Había ayudado a un anciano en aquella tarea apacible y exigente, y se había encariñado con el hombre y con las plantas, y con la tierra y con el trabajo. Cuando vio el color de la Llanura de Abbenay se acordó del anciano, y del olor del abono de aceite de pescado, y del color de los primeros retoños en las ramas pequeñas y desnudas, aquel verde claro y vigoroso.
Y mientras el dirigible se acercaba vio a la distancia entre el vívido verde de los prados una larga extensión de blancura, que se quebraba en cubos, como sal derramada.
De pronto un racimo de destellos deslumbradores se alzó en la orilla oriental de la ciudad y Shevek parpadeó y durante un momento vio unas manchas oscuras: los grandes espejos parabólicos que proporcionaban calor solar a las refinerías de Abbenay.
El dirigible se posó en una estación de cargas en el extremo sur, y Shevek echó a andar por las calles de la ciudad más grande del mundo.
Eran calles anchas, limpias. No había sombra en ellas, pues Abbenay estaba a menos de treinta grados al norte del ecuador y todos los edificios eran bajos, excepto las torres recias y delgadas de las turbinas de viento. El sol brillaba blanco en un cielo duro, sombrío, de un azul violeta. El aire era limpio y transparente, sin humo ni humedad. Todo era nítido, luminoso, de contornos y ángulos definidos. Las formas se destacaban claramente unas de otras.
Los elementos que componían Abbenay eran los mismos que los de cualquier otra comunidad odoniana, repetidos muchas veces: talleres, fábricas, domicilios, dormitorios, centros de aprendizaje, salas de reuniones, centros de distribución, apeaderos, refectorios. Los edificios más grandes estaban casi siempre agrupados alrededor de manzanas abiertas, que daban a la ciudad una textura celular básica: había una sub-comunidad o un vecindario detrás de otro. La industria pesada y la de alimentos tendían a agruparse en las afueras, y allí se repetía la configuración celular, pues las industrias emparentadas se encontraban a menudo lado a lado en una manzana o una calle determinada. El primero de esos sectores que Shevek atravesó era el distrito textil, con almacenes de fibras de holum, hilanderías y tejedurías, fábricas de tinturas, y distribuidoras de telas y vestidos; en el centro de cada manzana había un pequeño bosque de estacas, empavesadas de arriba abajo con banderines y gallardetes de todos los colores del arte de la tintorería, que proclamaban con orgullo la excelencia de la industria local. Los edificios de la ciudad eran casi todos muy semejantes, sin adornos, sólidamente construidos con piedra o piedra espuma fundida. Algunos de ellos parecían muy grandes a los ojos de Shevek, pero casi todos eran de una sola planta, a causa de los frecuentes terremotos. Por la misma razón las ventanas eran pequeñas, y de un plástico de siliconas resistente e irrompible. Eran pequeñas, pero numerosas, pues desde una hora antes de la salida del sol hasta una hora después del crepúsculo no había luz artificial. Tampoco se suministraba calor cuando la temperatura al aire libre era superior a los once grados centígrados. No porque en Abbenay escasearan las fuentes de energía, con las grandes turbinas de viento y los generadores terrestres de temperatura diferencial, utilizados para la calefacción; pero el principio de economía orgánica era demasiado importante e influía profundamente en la ética y la estética de la sociedad. «Todo exceso es excremento», había escrito Odo en la Analogía. «El excremento retenido envenena el cuerpo.»
Abbenay era una ciudad sin venenos: una ciudad desnuda, luminosa, de colores claros y definidos, y de aire puro. Era una ciudad apacible. Uno podía verla toda, extendida y llana como sal derramada.
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