No había nada oculto.
Las plazas, las calles austeras, los edificios bajos, los talleres sin muros, estaban colmados de vitalidad y actividad. Mientras caminaba, Shevek sentía la presencia de otra gente, gente caminando, trabajando, conversando, rostros que pasaban, voces que llamaban, cuchicheaban, cantaban, gente viva, gente que hacía cosas, gente en movimiento. Las fachadas de las fábricas y talleres daban a las plazas o a los patios, y las puertas estaban abiertas. Cuando pasó por una fábrica de vidrio, el operario estaba sacando del horno una gran burbuja derretida, con la misma naturalidad con que un cocinero sirve la sopa. Al lado de la vidriería había un taller abierto donde fundían piedra espuma para la construcción. La capataz de la cuadrilla, una mujer corpulenta que vestía un blusón de trabajo, blanco de polvo, observaba la preparación de una tirada con un torrente de palabras turbulento y espléndido. Luego venía una pequeña fábrica de alambre, una lavandería de barrio, el taller de un violero donde se construían y reparaban instrumentos de música, la distribuidora de artículos menudos del distrito, un teatro, una fábrica de tejas. La actividad que se desplegaba en cada lugar era fascinante, y la mayor parte a la vista de todos. Los niños iban y venían, algunos participando del trabajo junto con los adultos, otros éntrelos pies de los transeúntes modelando pasteles de barro, o jugando en la calle; una niña encaramada en el tejado de un centro de aprendizaje hundía la nariz en un libro. El fabricante de alambre había ornamentado la fachada del establecimiento con unas enredaderas de alambre pintado, alegre y decorativo. Las ráfagas de vapor y de conversación que exhalaban las puertas abiertas de la lavandería eran anonadantes. Ninguna puerta tenía llave, pocas estaban cerradas. No había disfraces ni anuncios. Todo estaba allí, todo el trabajo, toda la vida de la ciudad, al alcance de la vista y de la mano. Y de tanto en tanto un artefacto descendía a la carrera por la Calle de los Apeaderos, haciendo sonar una campana, un vehículo atiborrado de gente, gente colgada todo alrededor, mujeres viejas que maldecían enérgicamente cuando no aminoraba la marcha en algún apeadero para que pudieran descender, un niñito montado en un triciclo de fabricación casera que perseguía al vehículo frenéticamente, chispas eléctricas que derramaban una lluvia azul desde lo alto en los cruces de los cables: como si de tanto en tanto aquella serena e intensa vitalidad de las calles se sobrecargara, y saltara el vacío con un estallido, un chisporroteo azul y el olor del ozono. Aquellos eran los autobuses de Abbenay, y cuando pasaban uno sentía deseos de aplaudir.
La Calle de los Apeaderos terminaba en una plaza espaciosa y abierta, y allí otras cinco calles confluían en un parque triangular de césped y árboles. La mayoría de los parques de Anarres eran patios de tierra o arena, con alguna plantación de arbustos y árboles holum. Este era diferente. Shevek cruzó el pavimento y entró en el parque. Lo había visto a menudo en imágenes, y quería observar de cerca aquellos árboles de otro mundo, los árboles urrasti, de verdor multitudinario. Caía el sol, el cielo ancho y abierto se ensombrecía de púrpura en el cenit, y la oscuridad del espacio aparecía ya a través de la atmósfera ligera. Alerta, cauteloso, se internó bajo los árboles. ¿No era un despilfarro esas hojas apretadas? El holum, el árbol, crecía y prosperaba con espinas y agujas, nunca excesivas. Toda esta extravagante profusión de hojas ¿no era mero exceso, excremento? Estos árboles no podían crecer y florecer sin un suelo rico, sin un riego constante y cuidados extremos. Toda esa lujuria, tanto derroche le pareció ofensivo. Caminó entre los árboles, a la sombra de los árboles. El césped extraño era elástico bajo los pies. Era como caminar sobre carne viva. Con un sobresalto, retrocedió al sendero. Los brazos oscuros de los árboles se alargaban hacia él, agitaban por encima una multitud de manos anchas y verdes. Un temor reverente lo sobrecogió. Adivinó que había sido bendecido, aunque él no había pedido esa bendición.
Un poco más adelante, en la penumbra crepuscular del sendero, alguien leía sentado en un banco de piedra.
Shevek se aproximó con lentitud. Llegó hasta el banco y se detuvo a contemplar la figura sentada, con la cabeza inclinada sobre el libro en la dorada media luz del sendero, bajo los árboles. Era una mujer de cincuenta o sesenta años, vestida de una manera extraña, el pelo tirante recogido en la nuca. La mano izquierda sobre la barbilla le ocultaba casi por completo la boca severa, la derecha sujetaba los papeles que tenía en el regazo. Eran pesados, aquellos papeles; pesada era también la mano que los sostenía. La luz se extinguía rápidamente, pero ella no levantaba la cabeza. Seguía leyendo las pruebas de El Organismo Social.
Shevek contempló a Odo durante un rato, y luego se sentó en el banco junto a ella. No sabía nada de prioridades jerárquicas, y en el banco había sitio de sobra. Sólo buscaba un poco de compañía.
Observó el perfil fuerte, triste, y las manos, las manos de una mujer anciana. Alzó los ojos y miró el ramaje umbrío. Por primera vez comprendía que Odo, cuyo rostro había conocido desde la infancia, cuyas ideas ocupaban un sitio central y permanente en los pensamientos de él mismo y de todos sus amigos, que Odo nunca había puesto los pies en Anarres: que había vivido, y había muerto, y había sido enterrada a la sombra de los árboles verdes, en ciudades inimaginables, entre gentes que hablaban lenguas desconocidas, en otro mundo. Odo era una extraña: una exiliada.
Permaneció sentado junto a la estatua en el crepúsculo, casi tan inmóvil como ella.
Por fin, al advertir que oscurecía, se levantó y se internó otra vez en las calles, y preguntó la dirección del Instituto Central de Ciencias.
No quedaba lejos; llegó a él poco después de que se encendieran las luces. En la pequeña oficina de la entrada había una bedel, o una portera, leyendo. Shevek tuvo que golpear la puerta abierta para atraer la atención de la mujer.
—Shevek —dijo.
Era costumbre en Anarres que al entablar conversación con un desconocido se le ofreciera el nombre de uno como una especie de mango, para que se aferrase a él. No había muchos otros mangos disponibles. No había rangos, ni términos de jerarquía, ni fórmulas convencionales y respetuosas de salutación.
—Kokvan —respondió la mujer—. ¿No tenía que haber llegado ayer?
—Hubo un cambio en el itinerario del dirigible-carguero. ¿Hay alguna cama libre en alguno de los dormitorios?
—La número 46. Cruzando el patio, el edificio de la izquierda. Aquí hay una nota de Sabul. Dice que vaya a verlo por la mañana en el Gabinete de Física.
—¡Gracias! —dijo Shevek, y cruzó a paso largo el ancho patio pavimentado balanceando en una mano el equipaje: un gabán de invierno y un par de botas de repuesto. Alrededor del patio cuadrangular las luces de los cuartos estaban todas encendidas. Había un murmullo, una presencia humana en esa quietud. Algo se movía en el aire límpido, sutil de la noche ciudadana, una impresión de drama, de promesas.
El horario de la cena no había terminado aún, y fue a dar una vuelta por el refectorio del Instituto a ver si encontraba algo que comer. Descubrió que ya habían incluido su nombre en la lista regular, y la comida le pareció excelente. Hasta postre había, compota de frutas en conserva. A Shevek le encantaban los dulces, y como era uno de los últimos comensales y quedaba fruta en abundancia, se sirvió un segundo plato. Comía solo en una mesa pequeña. En otras próximas, más grandes, grupos de jóvenes en charlas de sobremesa; oyó discusiones sobre el comportamiento del argón a temperaturas muy bajas, el comportamiento de un profesor de química en un coloquio, las curvaturas putativas del tiempo. Algunos lo miraban de reojo; no se acercaban a hablarle como lo haría la gente de una comunidad pequeña con un desconocido; y sin embargo las miradas no eran hostiles, un poco desafiantes, quizá.
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