La primera reacción de Shevek cuando le dieron un cuarto separado, fue pues mitad de rechazo y mitad de vergüenza. ¿Por qué lo habían metido allí? Pronto descubrió por qué. Era el lugar adecuado para el tipo de trabajo que estaba haciendo. Si las ideas le acudían a medianoche, podía encender la luz y escribirlas; sí le venían al amanecer, no se le iban a escapar de la cabeza a causa de la charla y el bullicio de cuatro o cinco compañeros de cuarto que se levantaban juntos; y si no le acudían y tenía que pasar días enteros sentado frente al escritorio con la mirada fija en la ventana, nadie se le acercaría por la espalda a preguntarle por qué estaba holgazaneando. Tener un cuarto propio era en verdad casi tan deseable para la física como para el sexo. Pero aun así, ¿era necesario?
Siempre había postre en el refectorio del Instituto a la hora de la cena. Shevek lo saboreaba con fruición, y cuando había de sobra, lo repetía. Y la conciencia, la conciencia orgánico-social se le indigestaba. ¿Acaso todo el mundo en cada uno de los refectorios del planeta, desde Abbenay hasta las regiones más distantes, no recibía lo mismo, no compartía lo mismo? Eso era lo que siempre le habían dicho, y lo que siempre había observado. Había, desde luego, variantes locales, especialidades regionales, escaseces, excedentes, sustituciones de personal, como ocurría en los Campamentos de Planificación, malos y buenos cocineros, en suma una variedad infinita dentro del esquema inalterable. Pero ningún cocinero era tan ingenioso como para poder preparar un postre sin los ingredientes necesarios. La mayoría de los refectorios servían postre una o dos veces en cada década. Aquí lo servían noche tras noche. ¿Por qué? ¿Acaso los miembros del Instituto Central de Ciencias eran mejores que otra gente?
Shevek no le hacía a nadie estas preguntas. La conciencia social, la opinión ajena, era la fuerza moral más poderosa en el comportamiento de casi todos los anarresti, pero en Shevek era un poco menos poderosa que en los demás. Le preocupaban tantos problemas incomprensibles para otra gente, que se había habituado a trabajar en ellos a solas y en silencio. Así resolvió también estos problemas, que en algún aspecto eran para él mucho más difíciles que los de la física temporal. No solicitó la opinión de nadie. Dejó de comer el postre en el refectorio.
Sin embargo, no se mudó a un dormitorio. Comparó el malestar moral con las ventajas prácticas, y descubrió que estas últimas eran más importantes. Trabajaba mejor en la habitación privada. El trabajo valía la pena y estaba haciéndolo bien. Era funcional y decisivo. La responsabilidad justificaba el privilegio.
Y así trabajaba.
Perdió peso; caminaba pisando apenas el suelo. La falta de actividad física, la falta de diversificación en el trabajo, la falta de relaciones sociales y sexuales, no las sentía como faltas sino como libertad. Era el hombre libre: libre de hacer lo que quisiera cuando y donde quisiera. Y lo hacía. Trabajaba. Trabajaba-jugaba.
Estaba bosquejando ahora una serie de hipótesis de las que podía derivarse una teoría coherente de la simultaneidad. Pero esta meta empezaba a parecerle insignificante; había otra mucho más ambiciosa, más difícil de alcanzar, una teoría unificada del tiempo. Tenía la impresión de estar recluido en un cuarto cerrado con llave, en medio de una vasta campiña desierta: allí, alrededor de él, estaba todo, si sabía encontrar la salida, el verdadero camino. La intuición se transformó en obsesión. Durante aquel otoño y aquel invierno empezó a dormir cada vez menos. Un par de ñoras por la noche y una o dos en algún momento del día parecían bastarle, y estaban tan pobladas de sueños que no eran el reposo profundo que siempre había conocido, sino casi una vigilia, en otro nivel. Tenía sueños muy vividos, y los sueños eran parte del trabajo. Veía cómo el tiempo retrocedía, un río fluyendo cauce arriba hacia el manantial. Tenía en la mano izquierda y la derecha la contemporaneidad de dos momentos; cuando apartaba las manos veía sonriendo los dos momentos que se separaban fragmentándose como pompas de jabón. Saltaba de la cama, y sin despertarse del todo escribía frenéticamente la fórmula que había estado esquivándolo durante untos días. Veía que el espacio se encogía alrededor como las paredes de una esfera que se cierran y cierran hacia un vacío central, hasta que despertaba con un grito de auxilio ahogado en la garganta, luchando en silencio por escapar del conocimiento de su propia y eterna vacuidad.
Una tarde fría del final del invierno, cuando volvía al domicilio desde la biblioteca, pasó por el gabinete de física a ver si había alguna carta para él. No tenía por qué esperarla, pues nunca había escrito a ninguno de sus amigos del Regional de Poniente del Norte, pero desde hacía unos días no se sentía bien, había desechado algunas de sus más atractivas hipótesis y se encontraba, al cabo de medio año de trabajo, poco menos que en el punto de partida; el modelo físico era demasiado vago para ser útil, le dolía la garganta, y deseaba que hubiese una carta de alguien que conocía, o alguien quizá en el Gabinete de Física, a quien decirle hola, al menos. Pero no había nadie excepto Sabul.
—Mira esto, Shevek.
Miró el libro que el viejo le tendía: un libro delgado, encuadernado en verde, con el Círculo de la Vida en la cubierta. Lo tomó y miró la portada: «Crítica de la Hipótesis de la Secuencia Infinita de Atro». Era el ensayo que él había escrito, y la defensa y la réplica de Atro. Todo había sido traducido o retraducido al právico, e impreso en las prensas de la CPD de Abbenay. Llevaba los nombres de dos autores: Sabul, Shevek.
Sabul estiró el cuello por encima del ejemplar que Shevek tenía en la mano, y lo miró con una expresión de alegría maligna. El gruñido se le transformó en una risa contenida y gutural.
—¡Lo hemos liquidado! ¡Hemos liquidado a Atro, a ese aprovechado maldito! ¡Que hablen ahora de «imprecisión pueril»! —Sabul había alimentado diez años de resentimiento contra la Revista de Física de la Universidad de Ieu Eun, que había calificado su obra teórica de «viciada por el provincialismo y la imprecisión pueril con que el dogma odoniano contamina todos los ámbitos del pensamiento»—. ¡Ahora verán quién es el provinciano! —dijo, sonriendo. En casi un año de contacto diario Shevek no recordaba haberlo visto sonreír.
Para poder sentarse del otro lado del cuarto, Shevek tuvo que retirar de un banco una pila de papeles; el gabinete de física era comunal, naturalmente, pero Sabul mantenía este cuarto trasero abarrotado de materiales, de manera que nunca pareciera haber sitio suficiente para nadie más. Shevek miró el libro que aún tenía en las manos, y luego miró por la ventana. Se sentía, y parecía, enfermo. También se sentía tenso, pero con Sabul nunca había sido tímido ni torpe, como lo era a menudo con gente que le hubiera gustado conocer mejor.
—No supe que estabas traduciéndolo —dijo.
—Traducido, y editado. He pulido algunos de los pasajes más escabrosos, llenando las lagunas que dejaste, y todo eso. Un par de décadas de trabajo. Tendrías que sentirte orgulloso, tus ideas constituyen en gran parte la base de la obra. No había otras ideas en el libro que las de Shevek y las de Atro.
—Sí —dijo Shevek. Se miró las manos. Luego de una pausa dijo—: Me gustaría publicar el trabajo sobre reversibilidad que escribí en el último trimestre. Habría que mandárselo a Atro. Podría interesarle. Él sigue aferrado a la causalidad.
—¿Publicarlo? ¿Dónde?
—En iótico, quise decir… en Urras. Enviárselo a Atro, como este otro, para que él lo publique allí, en una de las revistas.
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