Ursula Le Guin - Los desposeídos

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Shevek, un físico brillante, originario de Antares, un planeta aislado y “anarquista”, decide emprender un insólito viaje al planeta madre Urras, en el que impera un extraño sistema llamado el “propietariado”. Shevek cree por encima de todo que los muros del odio, la desconfianza y las ideologías, que separan su planeta del resto del universo civilizado, deben ser derribados. En este contexto la autora explora algunos de los problemas de nuestro tiempo: la posición de la mujer en la estructura social, la complejidad de las relaciones humanas, los méritos y las promesas de las ideologías, las perspectivas del idealismo político en el mundo actual.

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—Existe —dijo Shevek abriendo las manos—. Es real. Quiero decir que es un malentendido, pero no pretendo decir que no exista, o que dejará de existir alguna vez. El sufrimiento es la condición propia de la vida. Y cuando sobreviene, uno lo reconoce. Lo reconoce como la verdad. Es bueno, desde luego, curar las enfermedades, prevenir el hambre y la injusticia, como lo hace el organismo social. Pero ninguna sociedad puede modificar la naturaleza de la existencia. No podemos evitar el sufrimiento. Este dolor y aquel dolor, sí, mas no el Dolor. Una sociedad sólo puede aliviar el sufrimiento social, el sufrimiento innecesario. El resto subsiste. La raíz, la realidad. Todos nosotros, los que estamos aquí, vamos a conocer el dolor; si vivimos cincuenta años, serán cincuenta años de dolor. Y al final moriremos. Esa es la condición en la que hemos nacido. ¡Me da miedo la vida! Hay momentos en que… en que me da mucho miedo. Toda felicidad parece trivial. Y sin embargo, me pregunto si en todo esto no hay un malentendido, en este querer correr en pos de la felicidad, en este miedo al dolor… Si en vez de temerlo y huir de él, uno pudiera ir más allá del dolor, trascenderlo. Porque hay algo más allá del dolor. El que sufre es el yo, y hay un lugar, un momento en que el yo… deja de ser. No sé cómo decirlo. Pero creo que la realidad, la verdad que reconozco en el sufrimiento y no en el consuelo y en la felicidad… que la realidad del dolor no es dolor. Si uno es capaz de ir más allá. De soportarlo hasta el fin.

—La realidad de nuestra vida está en el amor, en la solidaridad —dijo una chica alta, de mirada dulce—. El amor es la verdadera condición de la vida humana.

Bedap meneó la cabeza.

—No, Shev tiene razón —dijo—. El amor no es más que uno de los caminos, y puede desviarse, no llegar a la meta. El dolor nunca falla. Pero si es así, no podemos decidir que lo soportaremos. Lo soportaremos, lo queramos o no.

La muchacha de cabellos cortos sacudió la cabeza con vehemencia.

—Pero no, ¡no lo soportaremos! Uno de cada cien, uno de cada mil hace todo el camino, llega hasta el final. Los demás seguimos pretendiendo que somos felices, o nos idiotizamos. Sufrimos, sí, pero no lo bastante. Y de ese modo sufrimos en vano.

—¿Qué tenemos que hacer, entonces? —dijo Tirin—. ¿Martillearnos la cabeza una hora por día para estar seguros de que sufrimos bastante?

—Tú haces un culto del dolor —dijo otro—. Una meta odoniana no puede ser negativa, siempre es positiva. El sufrimiento no es funcional sino como advertencia física ante un peligro. Desde un punto de vista psicológico y social es meramente destructivo.

—¿Qué fue lo que impulsó a Odo sino una sensibilidad excepcional para el sufrimiento… el de ella misma y el de los demás? —replicó Bedap.

—¡Pero si el principio mismo de ayuda mutua es prevenir el sufrimiento!

Shevek, sentado sobre la mesa, balanceaba las largas piernas; tenía el rostro tenso y quieto.

—¿Habéis visto alguna vez morir a alguien? —les preguntó. Casi todos habían presenciado una muerte en un domicilio o en el hospital, durante un turno voluntario. Todos menos uno habían ayudado en una u otra ocasión a sepultar al muerto.

—Cuando yo estaba en el campamento del Sudeste había un hombre. Fue la primera vez que vi una cosa así. Hubo un desperfecto en el motor del coche aéreo, se estrelló al despegar y se incendió. Cuando lo sacaron estaba totalmente quemado. Vivió unas dos horas. No era posible salvarlo; no había ninguna razón para que viviera todo ese tiempo, nada que pudiera justificar esas dos horas. Estábamos allí, esperando a que un avión trajera anestésicos desde la costa. Yo me había quedado con él, junto con un par de chicas. Habíamos ido allí a cargar el aeroplano. No había un médico. Uno no podía hacer nada por él, salvo estar allí, acompañarlo. Había tenido una conmoción cerebral, pero estaba consciente. Los dolores eran atroces. No creo que supiera que tenía carbonizado el resto del cuerpo, lo sentía sobre todo en las manos. Y uno no podía ni acariciarlo para consolarlo, la piel y la carne se deshacían si uno las tocaba, y él aullaba de dolor. No se podía hacer nada por él. No había ayuda posible. Quizá supiera que estábamos allí, no lo sé. No éramos ninguna ayuda. No se podía hacer nada por él. Entonces comprendí… comprendí que no se puede hacer nada por nadie. No podemos salvarnos unos a otros. Ni tampoco a nosotros mismos.

—¿Qué nos queda, entonces? ¿El aislamiento y la desesperación? ¡Estás renegando de la fraternidad, Shevek! —gritó la muchacha alta.

—No… no, no reniego. Estoy tratando de decir lo que a mí entender es realmente la fraternidad. Empieza… empieza con el dolor compartido.

—¿Y dónde termina, entonces?

—No lo sé. Todavía no lo sé.

3

Urras

Cuando Shevek despertó, luego de dormir sin interrupción toda esa primera mañana en Urras, tenía la nariz tapada, la garganta irritada y tosía con frecuencia. Supuso que se había resfriado —ni siquiera la higiene odoniana había logrado vencer el resfrío común-, pero el médico que ya lo esperaba para examinarlo, un hombre de edad, de aire solemne, dijo que más parecía un fuerte ataque de fiebre de heno, una reacción alérgica a los polvos y pólenes extraños de Urras. Le recetó unas pastillas y una inyección, que Shevek aceptó con paciencia, y una bandeja de almuerzo, que Shevek aceptó con un hambre voraz. Luego de pedirle que no saliera del apartamento, el médico se marchó. Apenas terminó de comer, Shevek emprendió, cuarto por cuarto, la exploración de Urras.

El lecho, pesado y de cuatro patas, con un colchón mucho más blando que la litera del Alerta, y ropas de cama complicadas, algunas sedosas y otras gruesas y abrigadas, y un montón de almohadas que parecían nubes de cúmulos, ocupaba todo un aposento. El suelo estaba cubierto por una alfombra mullida; había una cómoda de madera magníficamente tallada y pulida y un armario bastante grande como para guardar las ropas de un dormitorio de diez hombres. Luego examinó la espaciosa sala común de la chimenea que ya había visto la noche anterior; y un tercer cuarto que contenía una bañera, un lavabo y una letrina complicada. Este último cuarto era, evidentemente, para uso exclusivo de Shevek, pues comunicaba con la alcoba, y contenía sólo un artefacto de cada clase; cada uno de ellos era de una fastuosidad sensual que iba mucho más allá de lo meramente erótico y constituía, a los ojos de Shevek, una especie de apoteosis suprema de lo excrementicio. Estuvo casi una hora en ese tercer cuarto, y mientras probaba uno tras otro los diversos artefactos, quedó perfectamente limpio. El despilfarro de agua era prodigioso. Los grifos la vertían en un chorro continuo hasta que se los cerraba, la bañera podía contener unos sesenta litros, y el dispositivo de la letrina arrojaba en cada descarga un mínimo de cinco litros. Lo cual no era sorprendente. Cinco sextas partes de la superficie de Urras eran agua. Hasta los desiertos eran desiertos de hielo, en los polos. No había por qué economizarla; allí no se conocía la sequía… Pero ¿a dónde iba a parar la mierda? Shevek lo pensó un rato, de rodillas junto al asiento, luego de investigar el mecanismo. Probablemente la filtraban en una fábrica de abonos industriales. En algunas comunidades anarresti de la costa marítima utilizaban un sistema de recuperación parecido. Hubo muchas preguntas que nunca llegó a hacer en Urras.

No obstante la cargazón de la cabeza, se sentía bien, e impaciente. Hacía tanto calor allí dentro, que decidió no vestirse en seguida, y se paseó desnudo por las habitaciones. Fue hasta las ventanas de la sala grande y se puso a mirar. La habitación estaba a gran altura. AI principio se alarmó y dio un paso atrás, pues nunca se había encontrado en un edificio de más de una planta. Era como mirar hacia abajo desde un dirigible; se sentía aislado del suelo, dominante, ajeno a todo. Desde las ventanas, y del otro lado de un bosquecillo, se veía un edificio que culminaba en una grácil torre cuadrada. Más allá del edificio el terreno descendía hacia un ancho valle, todo cultivado, pues las innumerables manchas de verdor que lo coloreaban eran rectangulares. Aun donde el verde se perdía en la lontananza azul eran todavía visibles las líneas oscuras de los senderos, los cercos o los árboles, una red tan sutil como el sistema nervioso de un cuerpo vivo. Y en el fondo, en sucesivos repliegues azules se alzaban las colinas, onduladas y oscuras bajo el gris pálido y uniforme del cielo.

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