Ursula Le Guin - Los desposeídos

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Shevek, un físico brillante, originario de Antares, un planeta aislado y “anarquista”, decide emprender un insólito viaje al planeta madre Urras, en el que impera un extraño sistema llamado el “propietariado”. Shevek cree por encima de todo que los muros del odio, la desconfianza y las ideologías, que separan su planeta del resto del universo civilizado, deben ser derribados. En este contexto la autora explora algunos de los problemas de nuestro tiempo: la posición de la mujer en la estructura social, la complejidad de las relaciones humanas, los méritos y las promesas de las ideologías, las perspectivas del idealismo político en el mundo actual.

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Todo era simple ahora, tan simple y hermoso, allá afuera en el polvo cálido, a la luz de las estrellas. Y los días eran largos, y tórridos, y luminosos, y el polvo tenía el olor del cuerpo de Beshum.

Shevek trabajaba en ese entonces en una cuadrilla de plantadores. Los camiones habían llegado del Noreste cargados de árboles diminutos, millares de plantones cultivados en las Montañas Verdes, el cinturón de lluvias, de más de cuarenta pulgadas anuales de agua.

Cuando terminaron, las cincuenta cuadrillas que habían llevado a cabo los trabajos del segundo año, partieron en los camiones de caja chata, y al alejarse, todos volvieron la cabeza para mirar. Y vieron lo que habían hecho. Una bruma, una leve bruma de verdor flotaba sobre las combas blanquecinas y las terrazas desérticas. Un hálito de vida soplaba cruzando los llanos muertos. Y hubo vítores, y cánticos y gritos de camión a camión. En los ojos de Shevek asomaron unas lágrimas. Pensó: «Ella extrae de la piedra la hoja verde…» A Gimar la habían enviado otra vez, hacía ya tiempo, a Levante del Sur.

—¿Por qué haces muecas? —le preguntó Beshum, apretándose contra él mientras el camión traqueteaba, y acariciándole con fuerza el brazo endurecido, blanqueado por el polvo.

—Mujeres —dijo Vokep, en el paradero de camiones de ganga de estaño, en Poniente del Sur—. Las mujeres se creen tus dueñas. Ninguna mujer es capaz de ser realmente odoniana.

—¿Y Odo misma…?

—Teoría. Y ninguna vida sexual después de que mataron a Asieo ¿no? En todo caso, siempre hay excepciones.

Pero para la mayoría de las mujeres la única relación con un hombre es tener. Poseer o ser poseída.

—¿Piensas que en eso son distintas de los hombres?

—Lo sé. Lo que un hombre quiere es libertad. Lo que quiere una mujer es propiedad. Sólo te dejará partir si te puede canjear por otra cosa. Todas las mujeres son propietarias.

—Es abominable decir una cosa semejante de la mitad del género humano —dijo Shevek, preguntándose si el hombre tendría razón. Beshum se había lamentado amargamente cuando lo destinaron otra vez al Noroeste, se había enfurecido y había llorado, tratando de hacerle decir a Shevek que no podía vivir sin ella, e insistiendo en que ella no podía vivir sin él, y en que tendrían que ser compañeros, como sí ella pudiera quedarse con un hombre todo un año.

En el idioma que Shevek hablaba, el único que conocía, no existían expresiones coloquiales posesivas para el acto sexual. En právico no significaba absolutamente nada que un hombre dijese que había «tenido» a una mujer. La palabra de significado más aproximado y que también se empleaba secundariamente como una maldición, era especifica: significaba violar. El verbo usual se conjugaba únicamente con un sujeto plural, y sólo era posible traducirlo a una palabra neutra como copular. Significaba un acto realizado por dos personas, no algo que hacía o tenía una persona. Ninguno de esos referentes verbales podía expresar, ni mejor ni peor que cualquier otro, la totalidad de la experiencia, y aunque Shevek era consciente del área que quedaba fuera, no sabía muy bien en qué consistía. Era indudable que él mismo se había sentido dueño de Beshum, había tenido la impresión de poseerla, en algunas de esas noches estrelladas en la llanura. Y también Beshum había creído poseerlo. Pero se habían equivocado, los dos; y Beshum, a pesar de su sentimentalismo, lo sabía; por último se había despedido de él con un beso y una sonrisa, y lo había dejado partir. Beshum nunca lo había poseído. En aquel primer estallido de pasión sexual adulta, era el cuerpo de Shevek el que los había poseído, a él, y a ella. Pero eso era cosa del pasado. Ya nunca más (pensaba Shevek, a los dieciocho años, sentado a medianoche con un compañero de ruta en el paradero de camiones de ganga de estaño, frente a un vaso de una empalagosa bebida frutal, mientras esperaba incorporarse a alguna caravana que lo llevara al norte), ya nunca más volvería a ocurrir. Aún podían ocurrirle muchas cosas, pero ya no lo tomarían desprevenido por segunda vez, ya no volverían a abatirlo, a derrotarlo. La derrota, la rendición tenía sus propios éxtasis. Quizá Beshum misma no buscara otra cosa. ¿Y por qué habría de buscarla? Ella, libre, lo había liberado.

—No estoy de acuerdo, ¿sabes? —le dijo al carilargo Vokep, un químico agrícola que viajaba a Abbenay—. Creo que la mayoría de los hombres tienen que aprender a ser anarquistas. Las mujeres no necesitan aprender.

Vokep meneó torvamente la cabeza.

—Es por los críos —dijo—. El hecho de tener bebés. Las convierte a todas en propietarias. No te quieren soltar. —Suspiró.— Toca y huye, hermano, ésta es la norma. Nunca dejes que se apoderen de ti.

Shevek bebió el zumo de fruta y sonrió.

—No lo permitiré—dijo.

Volver al Instituto Regional, poder contemplar una vez más aquellas colinas bajas tachonadas de bronce por las hojas de las matas de holum, visitar los domicilios y dormitorios, las aulas, los talleres y laboratorios, todos los lugares en que había vivido hasta los trece años, era una verdadera felicidad. Para Shevek el retorno siempre sería tan importante como la partida. Partir no era suficiente, o lo era sólo a medias: necesitaba volver. En aquélla tendencia asomaba ya, tal vez, la naturaleza de la inmensa exploración que un día habría de emprender hasta más allá de los confines de lo inteligible. De no haber tenido la profunda certeza de que era posible volver (aun cuando no fuese él quien volviera), y de que en verdad, como en un periplo alrededor del globo, el retorno estaba implícito en la naturaleza misma del viaje, tal vez nunca se hubiera embarcado en aquella larga aventura. Nunca navegarás dos veces por el mismo río, ni volverás jamás al mismo punto de partida. Shevek lo sabía bien, ese principio era la base de su concepción del mundo. Más aún, a partir de él, del reconocimiento de la transitoriedad de todas las cosas, había desarrollado una vasta teoría según la cual la eternidad se manifiesta plenamente en aquello que más cambia, y tu relación con el río, y la relación del río contigo y consigo mismo es a la vez más compleja y menos inquietante que una mera carencia de identidad. Puedes volver al punto de partida, postula la Teoría Temporal General, siempre y cuando comprendas que el punto de partida es un fugar en el que nunca has estado.

Se sentía feliz, por lo tanto, de haber regresado a un lugar bastante parecido a aquel del que había partido o a aquel que había deseado encontrar. Pero tenía la impresión de que sus amigos de allí eran un tanto toscos. Shevek había crecido mucho, en aquel último año. Algunas de las chicas habían crecido a la par de él, o más que él quizá: se habían transformado en mujeres. Sin embargo evitaba cualquier contacto con ellas que no fuera meramente fortuito, porque a decir verdad no deseaba todavía verse metido en una nueva desmesura de sexo, tenía muchas otras cosas que hacer. Observó que las más inteligentes, como Rovab, mantenían una actitud a la vez casual y precavida; en los laboratorios y cuadrillas de trabajo se comportaban como buenas camaradas, pero nada más. Parecían deseosas de completar sus estudios para dedicarse a la investigación o para conseguir un trabajo que les gustase, antes de engendrar un hijo; pero la experimentación sexual con adolescentes ya no las satisfacía. Querían una relación madura, no un vínculo estéril; pero todavía no, no todavía.

Aquellas muchachas eran buenas compañeras, afables e independientes. Los muchachos de la edad de Shevek parecían estancados en un infantilismo que tenía algo de enmohecido y reseco. Eran excesivamente intelectuales. Al parecer no querían comprometerse, ni con el trabajo ni con el sexo. Al oír hablar a Tirin, uno habría imaginado que él mismo había inventado la copulación, pero todas sus relaciones eran con chicas de quince o dieciséis, se apartaba intimidado de las muchachas que tenían su misma edad. Bedap, que nunca había sido sexualmente muy activo, se conformaba con aceptar el homenaje de un chico más joven que sentía por él una pasión idealista homosexual. Parecía no tomar nada en serio; se había vuelto irónico y enigmático. Shevek lo sentía distante. No había amistades duraderas; hasta Tirin estaba demasiado concentrado en sí mismo, y en los últimos tiempos demasiado voluble, para poder reanudar el antiguo vínculo… si Shevek lo hubiese deseado. En realidad, no lo deseaba. Aceptó de todo corazón el aislamiento. Nunca se le ocurrió pensar que la reserva de Bedap y Tirin podía ser una reacción; que su carácter, bondadoso pero ya formidablemente hermético podía crear una atmósfera propia, una atmósfera que sólo alguien de una gran fortaleza o que sintiera por él una profunda devoción sería capaz de soportar. Todo cuanto advirtió fue que ahora, por fin, tenía tiempo de sobra para trabajar.

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