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Ursula Le Guin: El mundo de Rocannon

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Ursula Le Guin El mundo de Rocannon

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Esta es una novela de viaje, a través de un obsesivo paisaje metafórica, en la que el descubrimiento final concluye un largo y complejo proceso. Gaveral Rocannon comienza su viaje cn el claro propósito de advertir a la Liga de Todos los Mundos que ha sido tricionada. Pero el heroísmo de Rocannon lo llevará a pagar un muy alto precio, pues no sólo llegará a entender los dones que distinguen a Kyo y Mogien; ha de sentir también la agonía simultánea de mil enemigos moribundos. El héroe que concluye el viaje es un hombre destrozado, agotado y solo, que al fin se conoce a sí mismo. Probablemente, la mejor novela de la maestra del género.

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Heliki brillaba en su apogeo cuando Rocannon abandonó la sombra de los hangares. Y estaba en la mitad de su ciclo menguante cuando el etnólogo llegó a su meta: las seis naves hiperlumínicas. Como seis inmensos huevos de ébano descansaban una junto a otra bajo una alta cubierta, una red de camuflaje. A los lados de las naves, como juguetes, se erguían algunos árboles del linde del bosque de Viam.

Ahora tenía que utilizar su telepatía, estuviese o no a seguro. Inmóvil, con extremas precauciones, se detuvo en la sombra de un grupo de árboles, tratando de mantener ojos y oídos alerta; desde allí investigó las naves ovoidales, por fuera y por dentro. En cada una — lo había sabido en Breygna — un piloto estaba presto día y noche para partir, quizá hacia Faraday, en caso de emergencia.

Para los seis pilotos, emergencia significaba una sola cosa: el Centro de Control, a unos siete kilómetros del lugar, en el límite este de la base, había sido saboteado o bombardeado. En tal caso, cada uno de ellos debía poner a salvo su nave, utilizando sus propios controles, ya que aquellas HL tenían controles, como cualquier otro vehículo espacial, independientes de computadoras y fuentes de energía externas y vulnerables. Pero volar en esas naves era un suicidio; ningún ser viviente sobrevivía a un «viaje» a velocidad hiperlumínica. De modo que aquellos pilotos, además de matemáticos de alta especialización, eran fanáticos de la inmolación. Constituían un grupo selecto. Pero aun así, los dominaba el hastío de estar sentados y esperar su improbable halo de gloria. Esa noche Rocannon sintió, en una de las naves, la presencia de dos hombres. Ambos estaban absortos. Entre ellos había una superficie marcada de cuadros. Rocannon había percibido esa misma sensación durante muchas noches anteriores, y su mente racional había inferido tablero de ajedrez; ahora registró la nave contigua. Estaba vacía.

Avanzó rápidamente por el campo gris, entre los árboles talados, hacia la quinta nave de la línea; trepó por su rampa y franqueó el acceso abierto. Por dentro no se parecía a ningún otro vehículo espacial. Era un conjunto abigarrado de hangares para cohetes, rampas de lanzamiento, computadores, reactores, un laberinto apretado y mortal de conductos para misiles. En razón de que la nave no avanzaba en el espaciotiempo común, no tenía proa ni popa, ni lógica ninguna. Tampoco pudo interpretar el lenguaje de los signos. Y no había ninguna mente viva, cercana, para utilizarla como guía. Empleó veinte minutos en la búsqueda del centro de control; lo hizo en forma metódica, reprimiendo su pánico, obligándose a no emplear su telepatía, para que el piloto ausente no se sintiera inquieto.

Sólo por un instante, una vez que hubo hallado el centro de control y el transmisor instantáneo y se sentó frente a él, permitió que su telepatía se deslizara hacia la nave que descansaba al este. Allí captó la vívida sensación de una mano vacilante sobre un alfil blanco. Abandonó inmediatamente esa escena. Tras anotar las coordenadas en que estaba centrado el emisor del aparato, las cambió a las coordenadas de la Base de Estudios Exoetnológicos para el Área Galáctica 8, de la Liga, en Kerguelen, en el planeta Nueva Georgia del Sur: las únicas coordenadas que sabía de memoria. Activó el canal de transmisión y empezó a teclear.

Tan pronto como sus dedos (sólo la mano izquierda, torpemente) tocaban cada tecla, la letra aparecía, en forma simultánea, en una pequeña pantalla negra en un cuarto de una ciudad de un planeta situado a ocho años-luz de distancia:

URGENTE AL PRESIDIUM DE LA LIGA. La base de guerra de naves HL de los rebeldes faradianos está en Fomalhaut II, Continente Sudoeste, 28° 28' norte, 121° 40' oeste, a unos 3 Km. de un río importante. Base oscurecida, pero visibles sus cuatro edificios cuadrangulares, veinticinco grupos de barracas y hangar sobre pista de aterrizaje, Sentido E-O. Las seis HL no están en la base, sino en un claro al SO de la pista, en el límite de un bosque; camufladas con red absorción luz. No atacar indiscriminadamente; aborígenes inocentes. Aquí, Gaverel Rocannon, del Estudio Etnográfico de Fomalhaut, único sobreviviente de la expedición, transmitiendo desde una HL enemiga, en tierra. Quedan cinco horas de oscuridad.

Pensó en añadir: «dadme un par de horas para alejarme», pero no lo hizo. Si lo apresaran al salir, los faradianos podrían tomar precauciones y trasladar las HL. Desconectó el emisor y cambió las coordenadas a su anterior posición. Mientras avanzaba por las pasarelas de los corredores sombríos, estableció contacto telepático con la nave contigua. Los jugadores de ajedrez estaban de pie, se movían. Echó a correr, solo en los penumbrosos cuartos y pasillos desconocidos. Creyó haber errado el camino, pero desembocó en el acceso; se precipitó por la rampa, al aire libre, en loca carrera a lo largo de la interminable longitud de la nave, luego a través de la siguiente nave y, por fin, la oscuridad del bosque.

Ya bajo los árboles, no pudo correr, porque le faltaba el aliento y las negras ramas no permitían el paso de la luz de la luna. Tan velozmente como le era posible, desanduvo su camino en torno a la base, hasta la pista de aterrizaje, luego hacia el sendero que lo había traído, a campo traviesa, ahora con el auxilio del plenilunio de Heliki, y, luego de una hora, con la luz naciente de Feni. Le pareció que no lograba avanzar a través de la campiña oscura y el tiempo corría, vertiginoso. Si bombardeaban la base mientras él estuviese en las cercanías, la onda expansiva o el fuego lo alcanzarían y, entre las sombras, trataba de dominar el temor irreprimible hacia esa luz que podría estallar a sus espaldas y destruirlo. Pero ¿por qué no venían, por qué se demoraban?

No despuntaba aún el día cuando llegó a la colina en que había dejado su montura. La bestia, inquieta por la larga noche de inmovilidad en un lugar de buena caza, lo recibió con un gruñido. Rocannon se apoyó en su lomo tibio, le acarició las orejas, pensando en Kyo.

Tras recuperar el aliento montó y ordenó al animal que caminara. Pero la bestia, echada como una esfinge, se negaba a ponerse en pie. Por último se incorporó, con monótonos maullidos de protesta, y marchó hacia el norte a pasos de exasperante lentitud. Colinas y campos, aldeas abandonadas, árboles quemados se hacían visibles a su alrededor, pero hasta que la luz del sol no se esparció por las colinas del este la bestia alada no se decidió a volar. Por fin se elevó, halló una corriente de aire favorable y sus alas se desplegaron en la clara y brillante luz del amanecer. Una y otra vez Rocannon volvía la mirada. Detrás de él, nada que no fuera la tierra apacible, la niebla en la ribera oeste del río. Su sentido telepático le dio cuenta de los pensamientos y sensaciones, de los sueños y el despertar de sus enemigos; todo se desarrollaba con normalidad.

Había hecho todo lo que estuvo a su alcance. Fue una tontería pensar que podría hacer algo. ¿Qué era un hombre solo contra un pueblo, empeñado en una guerra? Rendido, rumiando su cruda derrota, cabalgaba hacia Breygna, único lugar al que podía ir. Ya no se preguntó por qué la Liga demoraba su ataque. No vendrían. Habrían pensado que su mensaje era un engaño, una trampa. O, quizá, no había utilizado las coordenadas correctas; un solo signo errado y su mensaje se habría perdido en el vacío donde no existía tiempo ni espacio. Y para eso había muerto Raho, había muerto Iot, había muerto Mogien: para que se enviara un mensaje a ninguna parte. Y él estaba exiliado allí por el resto de su vida, inútil, un extranjero en un mundo ajeno.

No era importante, después de todo. El no era más que un hombre. El destino de un hombre no tiene importancia.

«Si es así, ¿qué es lo importante?»

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