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Ursula Le Guin: El mundo de Rocannon

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Ursula Le Guin El mundo de Rocannon

El mundo de Rocannon: краткое содержание, описание и аннотация

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Esta es una novela de viaje, a través de un obsesivo paisaje metafórica, en la que el descubrimiento final concluye un largo y complejo proceso. Gaveral Rocannon comienza su viaje cn el claro propósito de advertir a la Liga de Todos los Mundos que ha sido tricionada. Pero el heroísmo de Rocannon lo llevará a pagar un muy alto precio, pues no sólo llegará a entender los dones que distinguen a Kyo y Mogien; ha de sentir también la agonía simultánea de mil enemigos moribundos. El héroe que concluye el viaje es un hombre destrozado, agotado y solo, que al fin se conoce a sí mismo. Probablemente, la mejor novela de la maestra del género.

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— Esta es la más hermosa tierra que he visto en mi vida — dijo. Aún pensaba en Mogien, quien no vería ya aquel paisaje.

— Para mí no es tan hermosa hoy como lo fuera en otro tiempo.

— ¿Por qué, Señora Ganye?

— ¡Por los Extranjeros!

— Háblame de ellos, Señora.

— Llegaron cuando ya moría el último invierno, muchos, cabalgando por el viento en grandes naves, blandiendo armas que queman. Nadie puede decir de qué tierra vienen; no hay leyendas sobre ellos. Ahora toda la tierra entre el río Viam y el mar les pertenece. Han echado de sus campos y asesinado a las gentes de ocho dominios. En estas colinas nosotros somos prisioneros; no nos atrevemos ni siquiera a llegar a nuestros antiguos pastos con el ganado. En un comienzo hemos luchado contra los Extranjeros. Ganhing, mi marido, ha muerto bajo sus armas que queman. — Por un segundo su mirada se desvió hasta la mano quemada e inútil del etnólogo; por un segundo calló —. En… en el tiempo del primer deshielo fue muerto y aún no ha tenido su venganza. Nosotros hemos inclinado la cabeza y hemos evitado esos campos. ¡Nosotros, los Señores de la Tierra! Y no hay un hombre que haga pagar a esos Extranjeros por la muerte de Ganhing.

Magnífica ira, pensó Rocannon, que volvía a oír las trompetas perdidas de Hallan en aquella voz.

— Pagarán, Señora Ganye; pagarán un alto precio. Aun cuando sabías que no soy un dios, ¿me has considerado un hombre por entero común?

— No, Señor — respondió —. No por entero.

Transcurrieron los días, los largos días del prolongado verano. Las laderas de los picos que dominaban el Castillo de Breygna azulearon; las cosechas, en los campos, llegaron a su sazón, fueron recogidas, hubo otra siembra y volvía a madurar el grano cuando una tarde Rocannon se sentó junto a Yahan, en el patio de la cuadra, donde dos bestias aladas jóvenes recibían entrenamiento.

— Partiré hacia el sur, Yahan. Tú permanecerás aquí.

— ¡No, Olhor! ¡Déjame ir…!

Yahan se interrumpió; quizá recordaba aquella playa neblinosa, donde en su anhelo de aventura había desobedecido a Mogien. Rocannon sonrió:

— Solo lo haré mejor. No llevará mucho tiempo, ocurra lo que ocurra.

— Pero yo soy tu fiel sirviente, Olhor, te he jurado fidelidad. Déjame ir, te lo suplico.

— Los juramentos se quiebran cuando se han perdido los nombres. Has prometido fidelidad a Rokanan, al otro lado de las montañas. En esta tierra no hay siervos y no hay ningún hombre llamado Rokanan. Como amigo te pido, Yahan, que nada más digas, ni a mí ni a ninguna otra persona; sólo ensíllame la bestia de Hallan mañana, al alba.

Lealmente, antes de que despuntara el día, Yahan le aguardaba en la cuadra, sosteniendo las bridas de la única montura de Hallan que había sobrevivido: la gris rayada de negro. El animal había llegado a Breygna unos días después que ellos, semihelado y hambriento. Ahora estaba rozagante, lleno de fuerzas, ronroneando y batiendo su cola listada.

— ¿Llevas tu segunda piel, Olhor? — preguntó Yahan en un murmullo, mientras ligaba los correajes de batalla de la montura —, dicen que los Extranjeros lanzan fuego a quienquiera que cabalgue cerca de sus tierras.

— Sí, la llevo.

— ¿Y ninguna espada?

— No, ninguna espada. Oye, Yahan, si no regreso, busca en la alforja que he dejado en mi cuarto. Hay alguna tela, con… con marcas y pinturas de la tierra. Si alguien de mi gente llegara aquí, se la darás, ¿verdad? También el collar está allí. — Su rostro se ensombreció distante la mirada —. Dáselo a la Señora Ganye. Si no regreso para hacerlo yo mismo. Adiós, Yahan; deséame buena suerte.

— Que tu enemigo muera sin hijos — dijo Yahan, ferozmente, llenos los ojos de lágrimas, Y entregó las riendas. La bestia saltó hacia el cielo tibio y descolorido del alba veraniega, giró con un poderoso batir de sus alas y, penetrando en el viento del norte, se perdió sobre las colinas. Yahan la miró, inmóvil… Desde una alta ventana de la Torre de Breygna, otro rostro, suave y oscuro, también la miró desvanecerse, y seguía allí largo tiempo después, cuando ya el sol se había alzado.

Era un viaje extraño. Rocannon marchaba hacia un lugar que nunca había visto, pero que conocía por dentro y por fuera a través de las distintas impresiones de cientos de mentes distintas. Aun cuando la telepatía no implicaba visión, transmitía sensaciones táctiles, percepción de espacio y de relaciones espaciales, de tiempo, de movimiento y posición. Durante horas y horas había analizado esas sensaciones, en cien días de práctica, mientras permanecía inmóvil en su habitación del Castillo de Breygna. Así había adquirido, aunque no visual ni verbalizado, un conocimiento exacto de cada edificio y de toda la superficie de la base enemiga. Y de la percepción directa y de las extrapolaciones que ésta le permitía efectuar, había deducido qué era la base, por qué estaba allí, cómo entrar en ella y dónde hallar lo que necesitaba.

Pero fue muy difícil, tras la prolongada e intensa práctica, no utilizar su telepatía al acercarse a sus enemigos: cortarla, amordazaría, confiarse sólo a sus ojos, oídos e intelecto. El incidente en la ladera de la montaña le había hecho comprender que, a poca distancia, individuos sensitivos podían llegar a captar su presencia, siquiera en forma vaga, como una premonición indefinible. El había arrastrado al piloto del helicóptero hacia la montaña, aunque probablemente éste jamás había llegado a saber qué lo obligaba a volar en aquella dirección o por qué se sentía forzado a abrir fuego contra los hombres que allí veía. Ahora, al entrar solo en la enorme base, Rocannon no quería atraer la atención de nadie sobre su presencia. No, porque venía como un ladrón en la noche.

A la puesta del sol había atado su montura en un claro, junto a una colina, y luego de varias horas de caminar se acercaba a un grupo de edificios al otro lado de una amplia pista de lanzamiento, el campo de aterrizaje de los cohetes espaciales. Sólo había uno y poco lo utilizaban ahora que todos los hombres y el material requerido estaban allí. No se sostenía una guerra con cohetes de velocidad lumínica cuando el planeta civilizado más cercano estaba a una distancia de ocho años-luz.

La base era enorme, terroríficamente enorme cuando se veía con los ojos, pero el mayor espacio de terreno y edificios estaba destinado al alojamiento de los hombres. Los rebeldes tenían el grueso de su ejército allí. Mientras la Liga perdía el tiempo escudriñando y sometiendo su planeta de origen, ellos apostaban a la muy probable eventualidad de no ser hallados en éste, un mundo sin nombre entre todos los mundos de la galaxia. Rocannon sabía que algunas de las gigantescas barracas estaban vacías otra vez; un contingente de soldados y técnicos habían partido días atrás para tomar posesión — y él lo había adivinado — de un planeta que estaba conquistado o al que habían persuadido para que se les uniese como aliado. Los soldados no arribarían a aquel mundo sino en diez años. Los faradianos se sentían muy seguros de sí mismos; todo debía estar funcionando a la perfección en su guerra. Todo lo que habían necesitado para echar a pique la seguridad de la Liga de todos los Mundos era una base bien oculta y sus seis potentes armas.

Rocannon eligió una noche en la que, de las cuatro lunas, sólo el pequeño asteroide capturado, Heliki, estuviese en el cielo antes de la medianoche. El diminuto satélite brillaba sobre las colinas mientras él se acercaba a una hilera de hangares, como un punto negro en el mar gris de cemento, pero nadie lo vio y no telecaptó a nadie en las cercanías. No había vallas y muy escasos guardias. La vigilancia era cumplida por máquinas que, en extensiones de años-luz, rastreaban el espacio en torno al sistema Fomalhaut. Después de todo, ¿qué podían temer de los aborígenes de la Edad de Bronce de aquel pequeño planeta sin nombre?

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