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Ursula Le Guin: El mundo de Rocannon

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Ursula Le Guin El mundo de Rocannon

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Esta es una novela de viaje, a través de un obsesivo paisaje metafórica, en la que el descubrimiento final concluye un largo y complejo proceso. Gaveral Rocannon comienza su viaje cn el claro propósito de advertir a la Liga de Todos los Mundos que ha sido tricionada. Pero el heroísmo de Rocannon lo llevará a pagar un muy alto precio, pues no sólo llegará a entender los dones que distinguen a Kyo y Mogien; ha de sentir también la agonía simultánea de mil enemigos moribundos. El héroe que concluye el viaje es un hombre destrozado, agotado y solo, que al fin se conoce a sí mismo. Probablemente, la mejor novela de la maestra del género.

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Los Fiia les hicieron una descripción de aquella tierra. Más allá de la franja que bordeaba el valle por el oeste se extendía el desierto, dijeron; hacia el sur continuaba el valle que se abría al este de las montañas y las acompañaba hasta que el propio cordón montañoso torcía hacía el este.

— ¿Podremos atravesarlo? — preguntó Mogien.

Los pequeños huéspedes respondieron entre sonrisas:

— Sin duda, sin duda.

— ¿Y sabéis qué hay más allá de los pasos?

— Los pasos están a mucha altura, mucho frío — dijo, cortés, un Fian.

Los viajeros permanecieron en la aldea durante dos noches, para descansar, y partieron con sus alforjas llenas de comida que los Fiia les regalaron. Luego de dos días más de viaje llegaron a otra aldea de aquellas diminutas gentes, donde una vez más fueron recibidos con tanta cordialidad que el suyo podría haber sido no el arribo de unos extranjeros, sino un regreso aguardado con largueza. Tan pronto como las monturas descendieron, un grupo de hombres y mujeres se acercó a recibirles, saludando a Rocannon, primero en desmontar, con un «salud, Olhor» que lo dejó maravillado; y la admiración seguía aun después de repetirse a sí mismo que esa palabra significaba «Vagamundo», cosa que él era evidentemente. Pero, claro, había sido Kyo quien le adjudicara ese nombre.

Luego de otro día de viaje tranquilo, más avanzados en el recorrido del valle, preguntó a Kyo:

— ¿No tenías entre tu gente un nombre propio, Kyo?

— Me llamaban «pastor» o «hermano menor» o «corredor». Yo era muy veloz en la carrera.

— Pero ésos son apodos, descripciones, como Olhor O Kiemhrir. Vosotros los Fiia sois muy afectos a poner nombres. A cada uno lo saludáis con un apodo: señor de las estrellas, portador de espadas, el de los cabellos de sol, señor de las palabras… Creo que los Angyar aprendieron de vosotros ese gran amor por el apodo. Y a pesar de todo, vosotros no tenéis nombres.

— Señor de las Estrellas, viajero de lejanías, cabellos de ceniza, portador de la joya — dijo Kyo sonriente —; ¿qué es un nombre, pues?

— ¿Cabellos de ceniza? ¿Es que he encanecido?… No sé muy bien qué es un nombre. El nombre que me dieron al nacer era Gaverel Rocannon. En el momento en que lo digo, no describo nada; sólo he dado mi nombre. Y cuando veo un nuevo tipo de árbol en esta tierra te pregunto, o se lo pregunto a Yahan o a Mogien, ya que tú pocas veces respondes, cuál es su nombre. Siento algo como una molestia, si no sé el nombre.

— Bien, ése es un árbol; como yo soy un Fian, como tú eres un… ¿qué?

— ¡Pero ésas son clasificaciones, Kyo! En las aldeas que hemos visto, he preguntado cómo se llaman las montañas occidentales, el cordón que se yergue sobre sus vidas desde que han nacido hasta que mueren, y me han respondido «ésas son montañas, Olhor».

— Y lo son — dijo Kyo.

— ¡Pero hay otras montañas: el cordón más bajo, al este, a lo largo de este mismo valle! ¿Cómo distingues un cordón de otro, un ser de otro, sin nombres?

El Fian, palmeando rítmicamente sus rodillas, fijó los ojos en las cimas altas que ardían en la profunda luz del poniente. Tras unos instantes, Rocannon comprendió que no habría respuesta.

Los vientos se tornaron más cálidos y los días se prolongaban, pues avanzaba la estación calurosa; entretanto continuó el vuelo hacia el sur. La doble carga que soportaban las monturas les impedía volar con mucha velocidad y a menudo se detuvieron por un día o dos para cazar y permitir que las bestias aladas cazasen. Pero por fin vieron que las montañas torcían en un círculo convergente con el cordón costero por el este, cerrándoles el paso. El valle se detuvo frente a una vastedad de colinas. Más arriba emergían manchas verdes y parduscas, los valles de la montaña; luego el gris de rocas y taludes y, por último, a medio camino entre tierra y cielo, la luminosa blancura de las altas cimas batidas por la borrasca.

Entre las colinas hallaron una aldea Fian. El viento se cernía frío desde las alturas que dominaban el frágil poblado, esparciendo humo azul entre las luces y sombras del lento atardecer. Como otras veces, fueron recibidos con gozosa animación y agasajados con agua y carne fresca y verduras en cuencos de madera, en la tibieza de una casa, en tanto que chiquillos vivaces limpiaban sus capas de polvo y alimentaban y reconfortaban a las bestias aladas. Después de la cena, cuatro muchachas de la aldea bailaron para ellos, sin música. Y sus movimientos eran leves y rápidos, tanto que parecían seres etéreos en aquel juego cambiante y huidizo de brillos y oscuridades frente a las ascuas de la lumbre. Rocannon dirigió una sonrisa complacida hacia Kyo que, como siempre, estaba sentado junto a él. El Fian devolvió la mirada, con seriedad, y dijo:

— Aquí me quedaré, Olhor.

Rocannon contuvo sus palabras de réplica, continuaba la danza con sus pasos ingrávidos, sus formas móviles ante la luz del fuego. Una música de silencios se entretejía entre ellos y un apartamiento entre sus mentes. La luz tembló sobre las paredes de madera y se hizo más débil.

— Se ha dicho que el Vagamundo podrá escoger sus compañeros. Por un tiempo.

No supo si había hablado él, Kyo o su memoria. Las palabras estaban en su mente y en la de Kyo. Esfumadas sus sombras de las paredes, las bailarinas se separaron y el cabello suelto de una de ellas brilló un instante. La danza que no tenía música había finalizado, las bailarinas que no tenían más nombre que luz y sombra estaban inmóviles. Del mismo modo, entre Kyo y él había finalizado una alianza, en la quietud y el silencio.

VIII

Por debajo de las alas de su cabalgadura, que batían pesadamente, Rocannon vio una masa de rocas desprendidas, un declive caótico de piedras que caían; se inclinó hacia adelante y la punta del ala izquierda de su bestia rozó las rocas en el esfuerzo por ascender hacia el frío. Llevaba ceñidas a sus muslos las correas de ataque, porque las corrientes y ráfagas desequilibraban a la montura; del frío se protegía con su traje. Montado detrás de él, envuelto en todas las capas y pieles de que ambos disponían, Yahan había atado sus tobillos a la montura, porque no confiaba en sus fuerzas para mantenerse bien asido. Mogien, cabalgando delante en su bestia menos cargada, soportaba el frío y la altura mucho mejor que Yahan y batallaba contra los picos con un rudo regocijo.

Quince días habían transcurrido desde que abandonaran la última aldea Fian, donde se despidieron de Kyo, e iniciaron la travesía de las colinas y los cordones montañosos menores en busca de algún paso bajo. Los Fiia no les habían indicado ninguna dirección. Ante las alusiones al cruce de las montañas, habían callado con actitud cohibida.

En los primeros días todo se presentó favorable, pero en cuanto comenzaron a ascender las monturas dieron rápidas muestras de cansancio, pues el aire enrarecido no les aportaba la gran cantidad de oxígeno que quemaban durante el vuelo. Al subir más aún, hallaron el frío y las traicioneras tormentas de las alturas. En los últimos tres días no habían avanzado más que quince kilómetros y la mayor parte de la distancia la cubrieron a ciegas. Los hombres estaban hambrientos, porque habían dejado a las monturas las mayores raciones de carne; aquella mañana Rocannon les había dejado terminar con los últimos trozos que quedaban en la alforja, porque si no lograban completar la travesía de las montañas tendrían que retornar hacia los bosques, donde hallarían caza y reposo y, luego, todo volvería a comenzar. Creían ahora estar en el camino adecuado para el paso, pero desde las cimas, hacia el este, soplaba un viento helado y el cielo se tornaba blanco y amenazante. Mogien volaba delante y Rocannon obligaba a su montura a seguirlo. Porque en aquella cruel etapa final de la travesía de las grandes montañas, Mogien era el jefe y él su seguidor. Había olvidado la razón por la que quisiera cruzar aquellas montañas; sólo recordaba que debía hacerlo, que debía ir hacia el sur. Pero en cuanto a la energía y el valor para hacerlo, dependía de Mogien.

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