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Ursula Le Guin: El mundo de Rocannon

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Ursula Le Guin El mundo de Rocannon

El mundo de Rocannon: краткое содержание, описание и аннотация

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Esta es una novela de viaje, a través de un obsesivo paisaje metafórica, en la que el descubrimiento final concluye un largo y complejo proceso. Gaveral Rocannon comienza su viaje cn el claro propósito de advertir a la Liga de Todos los Mundos que ha sido tricionada. Pero el heroísmo de Rocannon lo llevará a pagar un muy alto precio, pues no sólo llegará a entender los dones que distinguen a Kyo y Mogien; ha de sentir también la agonía simultánea de mil enemigos moribundos. El héroe que concluye el viaje es un hombre destrozado, agotado y solo, que al fin se conoce a sí mismo. Probablemente, la mejor novela de la maestra del género.

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A su alrededor la luz inane del sol bañaba las rocas grises. Las cimas de las montañas estaban ocultas por los peñascos cercanos, y la tierras, hacía el sur, embozadas en un manto de nubes. En aquella grisácea cúpula del planeta, nada alentaba, excepto él mismo y una oscura boca entre las peñas.

Transcurrió largo rato antes de que se pusiera en pie y marchara remontando el curso del arroyo envuelto en vapores. Allí, en la naciente, habló a la presencia que lo aguardaba — y bien lo sabía él — dentro del agujero sombrío.

— He venido — dijo.

Algo se agitó en la oscuridad y el morador de la caverna se presentó en la entrada.

Parecía un gredoso, diminuto y pálido; como los Fiia tenía ojos claros y era frágil; se asemejaba a ambos pueblos, a ninguno. El cabello era blanco. Su voz no era voz, porque resonaba en la mente de Rocannon, mientras sus oídos no percibían más que el débil silbido del viento: y no había palabras. Pero aun así le preguntó qué buscaba.

— No lo sé — dijo el hombre, en voz alta, lleno de terror.

Pero su deseo firme respondió en silencio por él:

— Iré hacia el sur en busca de mi enemigo para destruirlo.

El viento elevó sus silbidos; a sus pies el agua tibia gorgoteaba. Rápida, ágilmente, el morador de la caverna se hizo a un lado y Rocannon, inclinándose, penetró en las sombras.

¿Qué entregaras a cambio de lo que te he concedido?

¿Qué debo entregar, Anciano?

Lo que te sea más querido y con mayor esfuerzo entregues.

Nada mío tengo en este mundo. ¿Qué puedo dar?

Una cosa, una vida, una oportunidad; un ojo, una esperanza, un retorno: no es preciso saber el nombre. Pero gritarás su nombre en voz alta cuando haya desaparecido. ¿Lo entregas libremente?

Libremente, Anciano.

Silencio y el soplo del viento. Rocannon inclinó la cabeza y emergió de la oscuridad. Mientras ascendía, una luz roja hirió de lleno sus ojos: un rojo amanecer sobre el mar de nubes, gris y escarlata.

Yahan y Mogien dormían en el hueco, arrebujados en sus capas y sus pieles, inmóviles, cuando Rocannon se inclinó sobre ellos.

— Despertad — les dijo suavemente.

Yahan se incorporó; su cara estaba demacrada, con una expresión infantil, más visible en la patética luz roja del amanecer.

— ¡Olhor! Creímos… te hablas ido… creímos que habrías caído…

Mogien sacudió su cabeza rubia para disipar el sueño y observó a Rocannon durante un largo minuto. Luego le dijo con voz ronca y suave:

— Bienvenido, Señor de las Estrellas, compañero. Hemos esperado por ti aquí mismo. — He descubierto… He hablado con…

Mogien alzó una mano.

— Has regresado, me regocijo con tu llegada. ¿Iremos hacia el sur?

— Sí.

— Bien — dijo Mogien. En ese momento no le resultó extraño a Rocannon que Mogien, quien por tanto tiempo había sido su guía, ahora se dirigiese a él como a un gran señor.

Mogien hizo resonar su silbato, pero a pesar de que aguardaron largos minutos, las cabalgaduras no acudieron al llamado. Comieron el último y duro trozo de pan de los Fiia y se pusieron de pie. El abrigo del traje protector había beneficiado a Yahan, y Rocannon insistió en que el joven lo llevara; aun cuando necesitaba comida y un descanso profundo para recuperar sus fuerzas. Yahan podía ahora moverse y debían hacerlo, pues tras aquel rojo amanecer vendría una borrasca. La marcha no extrañaba peligro, pero sí cansancio. A media mañana vieron llegar a una de las bestias aladas: la gris de Mogien, que volaba desde el bosque lejano, allá abajo. La cargaron con las sillas, arneses y pieles que hasta ese momento habían transportado ellos; el animal voló por debajo, por arriba, siempre cercano, haciendo oír de cuando en cuando un maullido, quizá una llamada a su compañero que aún cazaba o seguía merodeando entre los árboles.

Hacia el mediodía arribaron a un tramo difícil: la cara de una escarpadura que sobresalía como un escudo y sobre la cual tendrían que arrastrarse, ligados con una cuerda.

— Desde el aire podrías descubrir un camino mejor, Mogien — sugirió Rocannon —. Cuánto daría porque la otra bestia hubiese acudido. — Experimentaba un sentimiento de urgencia; ansiaba estar fuera de aquellas laderas grises e imponentes, verse entre los árboles, oculto.

— La bestia estaba muy fatigada cuando la dejamos ir; quizá no haya cazado nada aún. Esta llevaba menos peso al cruzar la montaña. Veré qué extensión tiene la escarpa. Tal vez mi montura pueda llevarnos a los tres si es un trayecto breve.

Al sonido del silbato, la bestia alada, con la ciega obediencia que siempre llenaba de admiración a Rocannon en aquel carnívoro tan enorme y feroz, revoloteó en círculo sobre sus cabezas y aterrizó con gracia elástica sobre las rocas donde su amo la aguardaba. Mogien montó de un salto y dio el grito de partida; en su cabello rubio brillaba el último rayo de sol que se filtraba por entre bancos de nubes espesas.

El viento frío los azotaba sin descanso. Yahan se acuclilló en un ángulo de la roca, con los ojos cerrados. Sentado, Rocannon perdió la vista en la distancia, en el remoto horizonte donde se adivinaba la brillantez menguante del mar. No escudriñaba el inmenso e indefinido paisaje que surgía y se ocultaba entre las nubes veloces, sino que observaba un punto, hacia el sur y apenas al este, un lugar fijo. Cerró los ojos. Escuchó y oyó.

Era un extraño don el que había recibido del morador de la caverna, el guardián del manantial cálido en la montaña sin nombre; un don que no había solicitado. Allá, en la oscuridad junto a la profunda naciente tibia, se le había concedido una habilidad de los sentidos que los hombres de su raza y de la Tierra comprobaron y llegaron a estudiar en otras especies, aunque ellos mismos fueran ciegos y sordos para ella, con excepción de pocos casos y fugaces circunstancias. Al volver a su ámbito normal, pudo medir la totalidad del poder que el morador del manantial poseía y le había otorgado. Había aprendido a escuchar las mentes de una raza, una especie de criaturas; entre todas las voces de todos los mundos, una voz: la de su enemigo.

Con Kyo había habido un inicio de habla mental; pero no quiso conocer las mentes de sus compañeros cuando ellos desconocían la suya. La comprensión debía ser mutua, cuando existían la lealtad y el amor.

Pero podía localizar y en la distancia a aquellos que habían asesinado a sus amigos y quebrantado el pacto de paz. Sentado sobre la estribación granítico de una montaña desconocida, oía los pensamientos de hombres que se movían en edificios situados en colinas lejanas, miles de metros abajo y cientos de kilómetros adelante. No sabía cómo distinguir entre las voces y estaba aturdido por cien distintos lugares y posiciones; escuchaba como un niño, sin discriminación. Todo el que nacía con ojos y oídos debía aprender a ver y a escuchar, a elegir un aspecto o un elemento de entre la complejidad del mundo, a seleccionar significados de entre un tumulto de ruidos. Rocannon, en otros planetas, había tenido noticias de la existencia de ese don que el morador del manantial poseía, el don de abrir el poder telepático; y el Anciano había enseñado a Rocannon cómo dirigir y limitar ese poder, pero no había habido tiempo para practicar, para perfeccionar su utilización. La cabeza del etnólogo giraba con el entrechocarse de pensamientos y sensaciones de miles de extranjeros apiñados en su cráneo. No había palabras. Escuchar con la mente era la expresión que los Angyar marginales al don, empleaban para referirse ese sentido. Lo que Rocannon «oía» no eran frases sino intenciones, deseos, emociones, localizaciones físicas y direccionalidades de los sentidos y el pensamiento de muchísimos hombres mezclados y superpuestos a través de su propio sistema nervioso, terribles ráfagas de miedo y envidia, ramalazos de contento, abismos de sueño, un vértigo torturante y salvaje de semicomprensión, de semipercepción. Y, de pronto, de entre el caos, algo se destacó con nitidez total, como un contacto más definido que el de una mano que se apoyara en su piel desnuda. Alguien se encaminaba hacia él: un hombre que había captado su mente. Junto con esta certeza surgieron impresiones menores de velocidad, de encierro, de curiosidad y de temor.

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