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Ursula Le Guin: El mundo de Rocannon

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Ursula Le Guin El mundo de Rocannon

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Esta es una novela de viaje, a través de un obsesivo paisaje metafórica, en la que el descubrimiento final concluye un largo y complejo proceso. Gaveral Rocannon comienza su viaje cn el claro propósito de advertir a la Liga de Todos los Mundos que ha sido tricionada. Pero el heroísmo de Rocannon lo llevará a pagar un muy alto precio, pues no sólo llegará a entender los dones que distinguen a Kyo y Mogien; ha de sentir también la agonía simultánea de mil enemigos moribundos. El héroe que concluye el viaje es un hombre destrozado, agotado y solo, que al fin se conoce a sí mismo. Probablemente, la mejor novela de la maestra del género.

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En el término de veinte minutos una gran sombra se proyectó sobre la cúpula, en su torno y se lanzó hacia el norte para regresar al cabo de unos pocos minutos más, pero esta vez con un compañero. Ambos animales se dejaron caer en el patio, entre un despliegue de alas: la montura rayada y la gris de Mogien; la blanca, en cambio, no llegaría jamás. Debía de ser la que Rocannon hallara en la rampa entre la rancia y polvorienta atmósfera dorada de la cúpula, alimento para las larvas de los ángeles.

Los Kiemhrir estaban aterrorizados con la presencia de las bestias aladas. La gentileza, la mesurada cortesía de Caranegra se habían diluido en un pánico apenas controlado cuando Rocannon quiso agradecerle y darle su adiós.

— ¡Oh, vuela, Señor! — decía con una mueca lastimera, manteniéndose a buena distancia de las garras de las monturas; de modo que no demoraron la partida.

A una hora de camino de la ciudad-colmena, todas sus ropas y pieles utilizadas como camas y el resto de su equipo estaba aún esparcido por tierra, junto a las cenizas frías del fuego. Al otro lado de la colina yacían tres seres alados muertos y junto a ellos las dos espadas de Mogien, una, quebrado el acero cerca de la empuñadura. Mogien se había despertado en el momento en que los alados se inclinaban sobre Yahan y Kyo. Uno lo había mordido.

— Ya no pude hablar — relató. Pero se había resistido y dado muerte a tres antes de que la parálisis lo abatiese —. Oí la voz de Raho, llamándome. Por tres veces me llamó y no pude brindarle ayuda.

Y se quedó allí, sentado entre las ruinas cubiertas de hierba, aquellas que habían sobrevivido a nombres y leyendas; la espada rota descansaba sobre sus rodillas y ya no habló más.

Alzaron una pira de ramas y pajas, sobre la que pusieron el cadáver de Raho, traído desde la ciudad, y a su costado su arco de caza y las flechas. Yahan preparó la lumbre y Mogien pegó fuego al túmulo funerario. Montaron en las bestias aladas y se elevaron, Mogien con Kyo a la grupa, Rocannon con Yahan, confundidos en el humo y el calor del fuego que ardía a la luz del mediodía en la cima de una colina de una tierra extraña.

Por largo rato siguieron divisando la débil columna de humo, delgada a sus espaldas, mientras volaban.

Los Kiemhrir les habían explicado con claridad que debían alejarse y que debían ocultarse durante la noche, porque de lo contrario los alados les darían caza en la oscuridad. Hacia el atardecer descendieron junto a un arroyo en un profundo desfiladero boscoso y acamparon cerca de una caída de agua. Había humedad, pero el aire era fragante y musical y aligeraba sus espíritus. Para la cena hallaron un bocado delicioso, un animal con caparazón, acuático, que se movía con lentitud, de exquisito sabor. Pero Rocannon no pudo comer: en las articulaciones y en la cola había trazas de pelo. Eran ovovivíparos, como muchos de los animales de aquella tierra, como los Kiemhrir quizá.

— Cómetelos tú, Yahan. No puedo devorar algo que tal vez llegaría a hablarme — dijo, colérico y hambriento, y fue a sentarse cerca de Kyo.

El Fian sonrió, en tanto que se frotaba la punzada del hombro.

— Si pudieras llegar a oír a todas las cosas…

— Yo, por lo menos, moriría de hambre.

— Bien, las criaturas verdes son mudas — dijo el Fian, acariciando el tronco rugoso de un árbol que se inclinaba sobre el arroyo. En esa zona los árboles, coníferas en su totalidad, estaban a punto de florecer y el bosque se cubría con el suave polen disperso en el viento. Todas las flores se valían del viento para la polinización, tanto las de los prados como las de los árboles: no había insectos ni corolas de pétalos variopintos. La primavera de aquel mundo innominado era verde, toda verdes profundos y verdes pálidos con grandes nubes de polen dorado.

Mogien y Yahan se echaron a dormir cuando llegó la oscuridad, tendidos junto a las cenizas tibias. No dejaron lumbre encendida por temor a que atrajese a los alados. Como Rocannon había supuesto, Kyo era más resistente que los hombres y ya estaba por completo repuesto de los efectos del paralizante; ambos se sentaron en la orilla del arroyo, entre la oscuridad, y hablaron.

— Te he oído saludar a los Kiemhrir como si los conocieras — observó Rocannon.

Y el Fian repuso:

— Lo que uno de nosotros recordaba en mi aldea, Olhor, todos lo recordaban. Así es como tantas historias y murmuraciones y mentiras y verdades nos son conocidas; y nadie sabe cuán grande es la antigüedad de muchas de esas cosas…

— ¿Pero nada sabías de los alados?

En un primer instante pareció que Kyo Ignoraría la pregunta, pero finalmente dijo:

— Los Fiia no tienen memoria para el temor, Olhor. ¿Para qué? Hemos elegido. La noche, las cuevas y las espadas de metal se las hemos dejado a los gredosos cuando nuestro camino se apartó del de ellos y escogimos los verdes valles, la luz del sol, el cuenco de madera. Y por eso somos una media-raza. Y hemos olvidado, ¡hemos olvidado mucho! — Más que en ocasiones anteriores, aquella noche la voz del Fian era firme, urgente, y resonaba clara entre el rumor del arroyo que corría debajo de ellos y entre el ruido de los saltos de agua al fondo del desfiladero —. En cada día de viaje hacia el sur he cabalgado por los relatos que mi gente aprende en la niñez, en los valles de Angien. Y he hallado que todos esos relatos eran verdaderos. Los pequeños devoradores de palabras, los Kiemhrir, poblaban las canciones que nos hemos transmitido de mente en mente; pero no los alados. Los amigos, pero no los enemigos. La luz del sol, no la oscuridad. Y yo soy compañero de Olhor, quien marcha hacia el sur, hacia la leyenda, sin llevar espada. He cabalgado con Olhor, que busca oír la voz de su enemigo, que ha viajado a través de la gran oscuridad, que ha visto el mundo suspendido como una piedra azul en la oscuridad. Sólo soy una media-persona. No puedo ir más allá de las colinas. ¡No iré a los lugares elevados contigo, Olhor!

El etnólogo apoyó su mano con delicadeza sobre el hombro de Kyo. El Fian quedó en silencio. Permanecieron allí, sentados, escuchando el sonido del arroyuelo, la caída de agua en la noche, viendo el brillo gris de las estrellas sobre la corriente, bajo ráfagas arremolinadas de polen, en el helado frío de las montañas del sur.

Al día siguiente, durante el vuelo, vieron por dos veces, hacia el este, las cúpulas y las calles radiales de ciudades-colmena. Esa noche montaron doble guardia; a la noche siguiente ya se hallaban muy arriba, en las colinas; una lluvia fría los azotó durante toda la noche y durante el vuelo del día siguiente. Cuando las nubes de lluvia se abrieron, había montañas dominando las colinas, a ambos lados. Otra noche de inquieta guardia y fría los sorprendió en una elevación, entre las ruinas de una torre antigua. A la mañana siguiente, temprano, atravesaron un desfiladero que los condujo hacia la luz del sol y a un valle amplio que se extendía hacia el sur, en medio de cordones montañosos, alejados en la bruma.

A su derecha ahora, mientras volaban sobre el valle, como si fuese una verde carretera, se erguían los picos elevados en hileras remotas y sombrías. El viento era penetrante y dorado y las monturas se deslizaban en él como hojas a la luz del sol. Sobre la verde concavidad aterciopelado, por debajo de ellos, en la que parecían esmaltados pequeños grupos de arbustos y algunos bosquecillos, flotaba un velo estrecho y gris. La montura de Mogien giró en el instante en que Kyo señaló hacia abajo y, en el viento dorado, descendieron hacia la aldea extendida entre una colina y un arroyo, bañada por el sol, con sus pequeñas chimeneas arrojando humo. Un rebaño pastaba en los alcores cercanos. En el centro del irregular círculo de casas, todas abiertas, con grandes ventanas y patios soleados, se alzaban cinco árboles altos; junto a ellos tocaron tierra los viajeros, y los Fiia les salieron al encuentro, tímidos y sonrientes. Aquellos aldeanos casi no hablaban Lengua Común y, lo que es más, casi no tenían costumbre de hablar en voz alta. Pero, con todo, fue como un regreso al hogar penetrar en sus casas aireadas, comer en cuencos de madera pulida, refugiarse por una noche de la intemperie en aquella gozosa hospitalidad. Un Pueblo extraño, tangencial, gracioso, evasivo: media-raza había llamado Kyo a su propia gente. Pero era evidente que Kyo no era ya uno más entre ellos; aunque con las ropas que le habían dado se movía y gesticulaba como los aldeanos, en todo momento sobresalía por completo de entre ellos. ¿Sería porque como extranjero no podía dialogar en la mente con libertad, o quizá porque, tras su relación con Rocannon, había cambiado, se había convertido en un ser distinto, más solitario, doliente y completo?

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