Cuando entraron, bastantes cabezas se volvieron hacia Burris y Lona. Y se apartaron con igual rapidez, en una veloz desviación refleja. Oh, cómo lo siento. No pretendía mirarles así. Un hombre con una cara como la suya…, probablemente no le gusta que le observen. Sólo estábamos mirando para ver si nuestros amigos los Smith habían bajado a tomar una copa.
—El demonio en el banquete de bodas —murmuró Burris.
Lona no estuvo segura de haber entendido correctamente lo que dijo. No le pidió que lo repitiera.
Un servidor robot se encargó de su pedido. Lona bebió cerveza, él un ron de caña. Tomaron asiento en una mesa situada casi al extremo de la habitación. De repente se encontraron sin nada que decirse. Las conversaciones de quienes les rodeaban daban la impresión de sonar extrañamente altas. Charlas sobre futuras vacaciones, deportes, las muchas excursiones disponibles que ofrecía la organización.
Nadie se acercó a ellos para sentarse a su mesa. Burris estaba muy quieto, rígido y con los hombros erguidos, una postura que Lona sabía que le resultaba dolorosa. Terminó rápidamente su bebida y no pidió otra. Fuera, el pálido sol se negaba a ocultarse.
—Sería tan bonito si tuviéramos aquí un crepúsculo romántico —dijo Lona—. Trazos de azul y oro sobre la nieve. Pero no vamos a tener ningún crepúsculo, ¿verdad? Burris sonrió. No le respondió.
En la habitación había un flujo constante de entradas y salidas. La corriente trazaba un amplio desvío alrededor de su mesa. Eran rocas en el arroyo. Intercambio de besos, apretones de manos. Lona oía a la gente presentándose unos a otros. Era el tipo de sitio en el que una pareja podía dirigirse libremente a otros desconocidos y hallar una cálida respuesta. Nadie se acercó a ellos.
—Saben quiénes somos —le dijo Lona a Burris— Piensan que somos celebridades, tan importantes que no queremos ser molestados. Por eso nos dejan en paz. N quieren parecer unos entrometidos.
—Ya.
—¿Por qué no nos acercamos nosotros? Romper hielo, demostrarles que no somos unos estirados.
—No. Quedémonos aquí.
Lona creía saber lo que estaba royéndole por dentro. Estaba convencido de que rehuían su mesa porque él era horrible o, como mínimo, extraño. Nadie quería verse obligado a mirarle a la cara. Y no se podía mantener demasiado bien una conversación cuando tenías que mirar siempre a un lado. Por eso permanecían alejados de ellos. ¿Era eso lo que le estaba molestando? ¿Volvía a ser consciente de sí mismo? No se lo preguntó. Pensó que quizá pudiera hacer algo al respecto.
Aproximadamente una hora antes de la cena volvieron a su habitación. El recinto era muy grande pero sin divisiones, con una falsa apariencia rústica. Las paredes eran de troncos aserrados, ásperos y sin pulir, pero la atmósfera estaba cuidadosamente regulada, y había disponibles todas las comodidades modernas. Burris tomó asiento y siguió callado. Después de un rato, se puso en pie y empezó a examinarse las piernas, moviéndolas hacia delante y hacia atrás. Ahora su estado de ánimo era tan sombrío que la asustó.
—Discúlpame —dijo ella—. Volveré dentro de cinco minutos.
—¿Adonde vas?
—A echarle una mirada a las excursiones que ofrecen para mañana.
La dejó marchar. Lona recorrió el pasillo curvo que llevaba hasta el vestíbulo principal. A mitad del pasillo había una pantalla gigante que producía una aurora austral para un grupo de los invitados. Dibujos cambiantes de verde, rojo y púrpura resaltaban espectacularmente contra un telón gris neutro. Parecía una escena del fin del mundo.
Una vez en el vestíbulo, Lona recogió unos cuantos folletos sobre las excursiones. Después volvió a la sala de la pantalla. Vio a una pareja que había estado en el bar. La mujer no tendría mucho más de veinte años, rubia, con unos cuidados mechones verdes que brotaban del nacimiento de su cabello. Tenía ojos fríos y tranquilos. Su esposo, si era su esposo, tenía bastantes más años que ella, casi cuarenta, y vestía una túnica que parecía bastante cara. En su mano izquierda se retorcía un anillo de movimiento continuo procedente de uno de los mundos exteriores.
Lona se aproximó a ellos, con el cuerpo tenso. Sonrió.
—Hola. Soy Lona Kelvin. Quizá nos hayan visto en el bar.
Consiguió provocar unas sonrisas igual de tensas y nerviosas. Sabía lo que estaban pensando. ¿Qué quiere de nosotros?
Le dieron sus nombres. Lona no se enteró de ellos, pero eso no importaba.
—He pensado que quizá sería agradable que cenáramos los cuatro juntos esta noche —dijo—. Creo que Minner les parecerá muy interesante. Ha estado en tantos planetas…
Ponían cara de sentirse atrapados. La rubia esposa se hallaba casi al borde del pánico. El educado esposo acudió rápidamente al rescate.
—Nos encantaría…, otros compromisos…, amigos de casa…, quizá otra noche…
Las mesas no estaban limitadas a cuatro personas, ni tan siquiera a seis. Siempre había sitio para añadir a quien se quisiera. Lona, rechazada, supo ahora lo que Burris había percibido horas antes. No eran bienvenidos. Burris era el hombre con el mal de ojo, el que hacía llover las calamidades sobre la fiesta. Lona volvió rápidamente a la habitación, con sus folletos apretados en la mano. Burris estaba junto a la ventana, contemplando la nieve.
—Ven a echarles una mirada conmigo, Minner. —Su voz sonaba demasiado aguda, demasiado seca.
—¿Hay alguno que parezca interesante?
—Todos lo parecen. Realmente, no sé cuál es el mejor. Escoge tú.
Tomaron asiento en la cama y fueron repasando e. fajo de folletos multicolores. Estaba la excursión a Tierra de Adélie, medio día, para ver los pingüinos. Un excursión de un día entero al Banco de Ross, incluyendo una visita a Pequeña América y a las otras bases de exploración en McMurdo Sound. Una parada especial.
para ver el volcán activo, el monte Erebus. O una excursión más larga por la Península Antártica para ver focas y leopardos marinos. El viaje para esquiar en la Tierra de Marie Byrd. La excursión a las montañas de la costa a través de la Tierra de Victoria hasta llegar a la lengua glacial de Mertz. Y una docena más. Escogieron la excursión de los pingüinos y, cuando bajaron a cenar, más tarde, pusieron sus nombres en la lista. En la cena estuvieron solos a la mesa.
—Háblame de tus niños, Lona —dijo Burris—. ¿Les has visto alguna vez?
—La verdad es que no. No de forma que pudiera tocarlos, salvo una vez. Sólo en pantallas.
—¿Y Chalk te conseguirá realmente alguno para que lo críes?
—Dijo que lo haría.
—¿Le crees?
—¿Qué otra cosa puedo hacer? —preguntó ella. Su mano cubrió la de Burris—. ¿Te duelen las piernas?
—No mucho.
Ninguno de los dos comió demasiado. Después de la cena pasaron películas: vividas cintas en tres dimensiones de un invierno antártico. La oscuridad era la oscuridad de la muerte, y un viento de muerte azotaba, la llanura, alzando la capa superior de la nieve igual que un millón de cuchillos. Lona vio a los pingüinos sobre sus huevos, dándoles calor. Y después vio a los pingüinos expulsados por la galerna, desfilando sobre la nieve, mientras un tambor cósmico resonaba en los cielos e invisible sabuesos del infierno saltaban sobre sus patas silenciosas de un pico a otro. La película terminaba con la salida del sol; el hielo manchado de un rojo sangre con el amanecer que seguía a una noche de seis meses; los océanos congelados rompiéndose, témpanos gigantes chocando unos con otros y haciéndose pedazos. La mayor parte de los huéspedes del hotel fueron de la sala de proyecciones al bar. Lona y Burris se marcharon a la cama. No hicieron el amor. Lona sentía la tormenta que se estaba desarrollando dentro de él, y supo que haría erupción antes de que llegara la mañana.
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