Robert Silverberg - Espinas

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Minner Burris: un maduro astronauta convertido por los cirujanos alienígenas en un ser que ya no es completamente humano.
Lona Kelvin: cobaya de un experimento genético la madre virgen de un centenar de hijos a los que nunca llegará a ver.
Duncan Chalk: un vampiro psíquico que alimenta a través de su imperio del espectáculo a millones de mirones, al tiempo que se alimenta a sí mismo con el dolor y la desesperación de los demás.
Tres personajes, un amor, un odio, un ansia. Y, por encima de todo, una maravillosa historia de amor en los límites de lo concebible.
Espinas

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…¡repugnante!

Chalk dio un respingo, como si una corriente de poco voltaje estuviera atravesando su cuerpo. Un dedo de su mano se alzó formando ángulo y permaneció un instante en esa posición. Un sabueso con las fauces babeantes saltó a través de su lóbulo frontal. Bajo la fláccida carne de su pecho, los gruesos haces de músculos se contrajeron rítmicamente y volvieron a relajarse.

…demonios que me visitan durante el sueño…

…un bosque de ojos observando, ojos brillantes que brotan de tallos…

…un mundo de sequedad… espinas… espinas…

…los crujidos y chasquidos de bestias extrañas moviéndose en las paredes… la carcoma del espíritu… toda la poesía convertida en cenizas, todo el amor marchito…

…ojos de piedra alzándose hacia el universo… y el universo devolviéndoles la mirada…

Chalk agitó el agua con los pies, en éxtasis, enviando hacia lo alto cascadas de espuma. La palma de su mano golpeó la superficie líquida. ¡Por allí resopla! ¡Ahí está! ¡Adelante, adelante!

El placer le sumergió y le consumió.

Y esto, se dijo satisfecho unos minutos después, era meramente el comienzo.

24 — Así en el cielo como en la tierra

Partieron hacia el Tívoli de la Luna en un día de sol llameante, entrando en la siguiente etapa de su paso a través de los reinos del placer de Chalk. El día estaba despejado, pero seguía siendo invierno; huían del auténtico invierno del norte y del ventoso verano del sur para ir hacia el invierno sin clima del vacío. En el espacio puerto se les dio todo el tratamiento de las celebridades: fotos y cintas en la terminal, luego el pequeño vehículo de morro chato llevándoles rápidamente a través de la pista mientras la gente normal les contemplaba con asombro, vitoreando sin demasiado entusiasmo a los famosos, fueran quienes fueran.

Burris lo odió. Ahora, cada mirada que se posaba en él parecía un nuevo acto de cirugía efectuado en su alma.

—Entonces, ¿por qué te has dejado meter en esto? —quiso saber Lona—. Si no quieres que la gente te vea, ¿cómo has permitido que Chalk te mandara a hacer este viaje?

—Como penitencia. Como una forma deliberadamente escogida de compensar mi retirada del mundo. Para disciplinarme.

La ristra de abstracciones no logró convencerla. Quizá ninguna de ellas había logrado ni tan siquiera acercarse al blanco gigante durante casi tres años antes de que se completara la operación de recogida.

Alguien a quien Burris amó se encontraba en la Rueda cuando ésta murió. Pero estaba allí con otra persona, saboreando los juegos de mesa, los espectáculos sensoriales, la alta cocina y la atmósfera de el mañana nunca llegará. El mañana había llegado inesperadamente.

Cuando rompió con él, Burris había pensado que en todo el resto de sus días nunca podría sucederle algo peor. La fantasía romántica de un joven, pues muy poco tiempo después ella estaba muerta, y eso fue mucho peor para él que cuando le rechazó. Muerta, se encontraba más allá de toda esperanza de recuperarla, y durante cierto tiempo él también estuvo muerto, aunque siguiera caminando. Y, después de eso, curiosamente, el dolor se fue debilitando hasta esfumarse. ¿Lo peor que le podía suceder, perder una chica ante un rival, y luego perderla en una catástrofe? Difícilmente. Difícilmente. Diez años después, Burris se había perdido a sí mismo. Ahora creía saber qué podía ser realmente lo peor.

—Damas y caballeros, bienvenidos a bordo del Aristarco IV. En nombre del capitán Villeparisis quiero ofrecerles nuestros mejores deseos de que tengan un viaje agradable. Debemos pedirles que permanezcan en sus cunas protectoras hasta que haya terminado el período de máxima aceleración. Una vez hayamos escapado de la Tierra, estarán en libertad de estirar un poco las piernas y gozar con las vistas del espacio.

La nave contenía cuatrocientos pasajeros, carga y correo. A lo largo de sus flancos había veinte camarotes privados, y uno de ellos había sido asignado a Burris y Lona. Los demás pasajeros estaban sentados en una vasta congregación, luchando por obtener una buena posición ante la mirilla más cercana.

—Ahí vamos —dijo Burris en voz baja. Sintió cómo se encendían los reactores con una patada contra el suelo, sintió cómo se ponían en marcha los cohetes, sintió cómo la nave se alzaba sin esfuerzo alguno. Un triple sistema de gravitrones protegía a los pasajeros de los peores efectos del despegue, pero resultaba imposible eliminar completamente la gravedad en una nave tan enorme, tal y como había sido capaz de hacer Chalk en su pequeña embarcación de recreo.

La Tierra, cada vez más encogida, colgaba igual que una ciruela verde justo delante de la mirilla. Burris se dio cuenta de que Lona no estaba mirándola, sino que le observaba atentamente a él.

—¿Cómo te sientes? —le preguntó.

—Estupendamente. Estupendamente.

—No pareces relajado.

—Es el tirón de la gravedad. ¿Crees que estoy nervioso por salir al espacio?

Un encogimiento de hombros.

—Es la primera vez que estás aquí arriba desde…, desde Manipool, ¿no?

—Hice ese viaje en la nave de Chalk, ¿recuerdas?

—Eso fue diferente. Fue un viaje subatmosférico.

—¿Crees que me voy a quedar helado de terror sólo porque estoy haciendo un viaje espacial? —preguntó él—. ¿Crees que me imagino que este transbordador es un expreso sin paradas que me devolverá a Manipool?

—Estás deformando mis palabras.

—¿Sí? Dije que me encontraba estupendamente. Y tú empezaste a construir una enorme y elaborada fantasía de malestar para mí. Tú…

—Basta, Minner.

Tenía los ojos opacos, apagados. Sus palabras sonaron secas, quebradizas, con un filo aguzado en el tono. Burris pegó sus hombros a la cuna e intentó hacer que sus tentáculos se desenroscaran. Lona lo había conseguido: había estado relajado, pero ella había hecho que se pusiera tenso. ¿Por qué tenía que actuar de esta forma, haciéndole de madre? No era ningún lisiado. No necesitaba que le tranquilizaran durante un despegue. Había estado despegando años antes de que ella naciera. Entonces, ¿qué le asustaba ahora? ¿Cómo era posible que sus palabras hubieran minado tan fácilmente su confianza? Detuvieron la discusión igual que si hubieran cortado una cinta, pero los bordes rotos seguían existiendo.

—No te pierdas la vista, Lona —dijo, tan amablemente como le fue posible—. Nunca has contemplado la Tierra desde aquí arriba, ¿verdad?

Ahora el planeta se encontraba lejos de ellos. Todo su perfil era visible. El hemisferio occidental les daba la cara envuelto en el fulgor del sol. De la Antártida, donde habían estado hacía tan sólo unas horas, no se veía nada excepto el largo dedo de la Península haciéndole una mueca burlona al Cabo de Hornos.

Con un esfuerzo por no parecer didáctico, Burris le mostró cómo la luz solar daba oblicuamente en el planeta, calentando el sur en esta época del año, sin iluminar apenas el norte. Habló de la eclíptica y de su plano, de la rotación y la revolución del planeta, de la procesión de las estaciones. Lona le escuchó gravemente, asintiendo a menudo con la cabeza, emitiendo corteses sonidos afirmativos cada vez que él hacía una pausa, esperándolos. Burris sospechó que seguía sin comprender nada. Pero en ese momento estaba dispuesto a conformarse con una mera sombra de comprensión, si es que no podía conseguir la sustancia de ella, y Lona le dio esa sombra.

Salieron de su camarote y dieron una vuelta por la nave. Vieron la Tierra desde varios ángulos. Bebieron un par de copas. Les dieron de comer. Aoudad les sonrió desde su asiento en la sección turista. Recibieron una considerable cantidad de miradas. Durmieron, de vuelta al camarote. Pasaron dormidos por el momento místico del cambio, cuando por fin se vieron transferidos de la atracción de la Tierra a la de la Luna. Burris se despertó sobresaltado, miró a la chica dormida, parpadeó en la oscuridad. Le parecía estar viendo las vigas calcinadas de la Rueda hecha pedazos flotar allá fuera. No, no; imposible. Pero las había visto, en un viaje de hacía una década. Se decía que algunos de los cuerpos que habían escapado de la Rueda al partirse ésta aún seguían en órbita, moviéndose en enormes parábolas cercanas al Sol. Que Burris supiera, nadie había llegado a ver en todos aquellos años a ninguno de tales viajeros; la mayor parte de los cadáveres, quizá casi todos, habían sido decentemente recogidos por las naves antorcha que se los llevaron y el resto, o eso le gustaría creer, a estas alturas ya habrían llegado al sol para tener el más soberbio de todos los funerales. Uno de sus viejos terrores privados era ver el rostro contorsionado de aquella chica flotando en el vacío cuando pasara por esta zona.

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