Robert Silverberg - Espinas

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Minner Burris: un maduro astronauta convertido por los cirujanos alienígenas en un ser que ya no es completamente humano.
Lona Kelvin: cobaya de un experimento genético la madre virgen de un centenar de hijos a los que nunca llegará a ver.
Duncan Chalk: un vampiro psíquico que alimenta a través de su imperio del espectáculo a millones de mirones, al tiempo que se alimenta a sí mismo con el dolor y la desesperación de los demás.
Tres personajes, un amor, un odio, un ansia. Y, por encima de todo, una maravillosa historia de amor en los límites de lo concebible.
Espinas

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El día había sido bastante agradable…, dejando aparte ese horrible momento justo al empezar. Lona deseaba que le fuese posible borrar lo que había admitido: que era Chalk quien la había hecho acercarse a él por primera vez. Al menos había logrado callarse lo peor de todo: que era Nikolaides quien había pensado en regalarle el cactus, que Nikolaides había llegado incluso a dictarle su breve nota. Ahora sabía el efecto que tal conocimiento habría tenido sobre Burris. Pero incluso el mencionar la promesa hecha por Chalk de conseguirle los bebés había sido una estupidez. Ahora Lona lo veía claramente. Pero ya era demasiado tarde para eliminar esas palabras.

Burris se había recobrado de ese tenso instante y luego se habían divertido. Una pelea con bolas de nieve, una excursión por la desolada extensión sin caminos del hielo. Lona se asustó al darse cuenta de pronto de que el hotel ya no era visible. Sólo veía llanura blanca por todas partes. Ningún árbol que arrojara sombra, ningún movimiento del sol para indicar direcciones, ninguna brújula. Habían caminado kilómetros y kilómetros a través de un paisaje inmutable.

—¿Podemos regresar? —había preguntado, y Burris asintió—. Estoy cansada. Me gustaría volver. —La verdad es que no estaba cansada, pero le asustaba pensar en perderse aquí. Dieron la vuelta, o eso dijo Burris que habían hecho. Esta nueva dirección parecía exactamente igual que la antigua. En un punto determinado del hielo, debajo de su blanca capa, había algo oscuro que tenía poco más de un metro de largo. Un pingüino muerto, le dijo Burris, y ella se estremeció, pero entonces el hotel apareció milagrosamente. Lona le preguntó por qué se había desvanecido el hotel si aquí el mundo era plano. Y Burris le explicó, tal y como le había explicado muchas otras cosas (pero ahora en un tono más paciente), que aquí el mundo no era realmente plano, de tal forma que sólo necesitaban caminar unos cuantos kilómetros para que las señales familiares se ocultaran detrás del horizonte. Como había hecho el hotel.

Pero el hotel había vuelto, y los dos tenían un apetito enorme, y consumieron un copioso almuerzo que hicieron bajar con una jarra tras otra de cerveza. Aquí nadie bebía cócteles verdes con criaturas vivas nadando en ellos. Cerveza, queso, carne…, ésa era la comida adecuada para esta tierra de eterno invierno.

Esa tarde hicieron excursiones en trineo a motor. Primero fueron al Polo Sur.

—Parece exactamente igual que todos los demás sitios —dijo Lona.

—¿Qué esperabas? —le preguntó él—. ¿Un palo pintado a rayas sobresaliendo de la nieve?

Así que estaba volviendo a mostrarse sarcástico. Lona vio en sus ojos el dolor que siguió a su seco comentario y se dijo que no había tenido intención de herirla. Era algo natural en Burris, nada más. Quizá sufría tal dolor —dolor auténtico— que necesitaba liberar continuamente esos latigazos verbales.

Pero lo cierto es que el Polo era distinto del vacío de la llanura polar que lo rodeaba. Allí había edificios. Una zona circular que rodeaba el final del mundo, de unos veinte metros de diámetro, era sacrosanta e intocable. Cerca de ella se encontraba la tienda, restaurada o reproducida, del noruego Roald Amundsen, el hombre que había llegado a este sitio en trineo tirado por perros hacía uno o dos siglos. Una bandera a rayas ondeaba sobre la oscura tienda. Miraron dentro de ella: nada.

Cerca de la tienda había un pequeño edificio de troncos.

—¿Por qué troncos? —preguntó Lona—. En la Antártida no hay árboles, ¿verdad? — Por una vez, su pregunta demostraba inteligencia. Burris se rió.

El edificio estaba consagrado a la memoria de Robert Falcon Scott, que había seguido a Roald Amundsen hasta el Polo y que, a diferencia del noruego, había muerto en el camino de regreso. Dentro había diarios, sacos de dormir, los objetos dispersos de los exploradores. Lona leyó la placa. Scott y sus hombres no habían muerto aquí, sino a muchos kilómetros de distancia, atrapados por el cansancio y las tempestades invernales mientras caminaban hacia su base. Todo esto había sido concebido estrictamente como espectáculo. Tanta falsedad irritó a Lona, y creyó que también irritaba a Burris.

Pero resultaba impresionante encontrarse justo en el Polo Sur.

—Ahora el mundo entero queda al norte de nosotros.

—le dijo Burris—. Estamos colgando del final del planeta. A partir de aquí todo se encuentra sobre nosotros. Pero no nos caeremos.

Lona se rió. Sin embargo, el mundo no le parecía nada extraño en ese momento. La tierra que les rodeaba se extendía en todas direcciones, no hacia arriba y hacia abajo. Intentó imaginarse el mundo tal y como se vería desde un transbordador espacial, una bola suspendida en el cielo, y ella misma, más pequeña que una hormiga, en la punta del globo, con sus pies hacia el centro y su cabeza señalando hacia las estrellas. No estaba muy segura de por qué, pero le pareció algo carente de sentido. Cerca del Polo había un puesto para tomar algo. Lo mantenían cubierto de nieve para que no destacara mucho. Burris y Lona tomaron dos humeantes tazones de chocolate caliente.

No visitaron la base científica subterránea que se encontraba a unos centenares de metros de distancia. Los visitantes eran bienvenidos; allí había científicos de densas barbas que se pasaban el año entero estudiando el magnetismo, el clima y ese tipo de cosas. Pero Lona no deseaba volver a entrar en un laboratorio. Intercambió una mirada con Burris, él asintió, y el guía volvió a llevarles hacia el trineo a motor.

Ya era demasiado tarde para hacer todo el trayecto hasta el Banco de Ross. Pero estuvieron viajando durante más de una hora en dirección noroeste desde el Polo, hacia una cadena de montañas que nunca se aproximaba, y llegaron a un misterioso punto cálido donde no había nieve, sólo tierra de color marrón manchada de rojo por una capa de algas, y rocas cubiertas con una delgada costra de liquen amarillo verdoso. Entonces Lona preguntó si se podían ver pingüinos, y se le dijo que en esta época del año no había pingüinos en el interior salvo los que se habían perdido.

—Son pájaros acuáticos —dijo el guía—. Se mantienen cerca de la costa y sólo vienen al interior cuando es tiempo de poner sus huevos.

—Pero aquí es verano. Ahora tendrían que estar andando.

—Hacen sus nidos a mitad del invierno. Los bebés pingüino nacen en junio y en julio. La época más oscura y fría del año. Si quiere ver pingüinos tiene que inscribirse en la gira de la Tierra de Adélie. Allí verá pingüino Burris pareció estar de buen humor durante el largo trayecto de vuelta al hotel en el trineo. Bromeó con Lona, tomándole el pelo amistosamente, y en un momento dado hizo que el guía parase el trineo para que pudieran deslizarse por un banco de nieve tan pulida como el cristal. Pero, a medida que se aproximaban al hotel, Lona detectó el cambio que se estaba produciendo en su interior. Era como la llegada del crepúsculo, pero en el Polo no había crepúsculos dada la estación. Burris se fue oscureciendo. Su rostro se volvió rígido, y dejó de reír y bromear. Cuando franquearon las dobles puertas del refugio parecía algo tallado en hielo.

—¿Qué pasa? —le preguntó.

—¿Quién ha dicho que pase nada?

—¿Te gustaría tomar algo?

Fueron al bar. La sala era muy grande, con paneles de madera y una chimenea auténtica para darle ese aspecto siglo veinte. Había unas dos docenas de personas sentadas en las pesadas mesas de roble, hablando y bebiendo. Lona se fijó en que todo eran parejas. Este lugar estaba prácticamente dedicado a las lunas de miel. Los jóvenes recién casados venían aquí para iniciar sus vidas en la helada pureza del Antártico. Decían que en las montañas de la Tierra de Marie Byrd había lugares excelentes para esquiar.

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