Robert Silverberg - Espinas

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Minner Burris: un maduro astronauta convertido por los cirujanos alienígenas en un ser que ya no es completamente humano.
Lona Kelvin: cobaya de un experimento genético la madre virgen de un centenar de hijos a los que nunca llegará a ver.
Duncan Chalk: un vampiro psíquico que alimenta a través de su imperio del espectáculo a millones de mirones, al tiempo que se alimenta a sí mismo con el dolor y la desesperación de los demás.
Tres personajes, un amor, un odio, un ansia. Y, por encima de todo, una maravillosa historia de amor en los límites de lo concebible.
Espinas

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—¿Has visto alguna vez la Antártida desde el espacio? —le preguntó Lona.

—Muchas veces.

—¿Qué aspecto tiene?

—Igual que en los mapas. Más o menos redondeada, con un pulgar asomando hacia Sudamérica. Y blanca. Blanca por todas partes. Lo verás cuando vayamos a Titán.

Mientras caminaban Lona se pegó a su cuerpo, cobijándose en el hueco de su brazo. La articulación del brazo era adaptable; Burris lo extendió y creó un refugio cómodo para ella. Este cuerpo tenía sus méritos.

—Quiero volver aquí algún día y verlo todo… —dijo Lona—. El Polo, los museos de los exploradores, los glaciares. Pero quiero venir con mis niños.

Un carámbano atravesó limpiamente la garganta de Burris.

—¿Qué niños, Lona?

—Habrá dos. Un chico y una chica. Dentro de unos ocho años, entonces será el momento adecuado para traerlos aquí.

Los párpados de Burris se movieron incontrolablemente dentro de su capucha térmica. Se estrellaron el uno contra el otro igual que los acantilados móviles de las Simplégadas.

—Lona, deberías saber que no puedo darte niños —dijo en voz baja, controlándose con un salvaje esfuerzo de voluntad—. Los médicos lo descartaron. Sencillamente, los órganos internos no…

—Sí, lo sé. No me refería a los niños que pudiéramos tener, Minner.

Él sintió que sus entrañas se desparramaban por el hielo.

—Me refiero a los que tengo ahora —siguió diciendo ella, con voz tranquila y dulce—. Los que sacaron de mi cuerpo. Voy a conseguir que me devuelvan dos…, ¿no te lo he contado?

Burris se sintió extrañamente aliviado al saber que ella no estaba planeando abandonarle por algún hombre biológicamente completo. Y, simultáneamente, le sorprendió la profundidad de su propio alivio. ¡De qué forma tan estúpida y orgullosa había dado por sentado que cualquier niño mencionado por Lona sería un niño que esperaba tener de él! ¡Qué terrible había sido pensar que ella podía tener hijos de otro!

Pero ella ya tenía una legión de niños. Casi se había olvidado de eso.

—No, no me lo contaste —dijo—. ¿Quieres decir que se ha acordado que vas a recibir alguno de esos niños para educarlo tú misma?

—Más o menos.

—¿Qué quiere decir eso?

—Creo que todavía no se ha llegado realmente a ningún acuerdo. Pero Chalk dijo que se encargaría de conseguirlo. Me lo prometió, me dio su palabra. Y sé que es un hombre lo bastante importante como para ser capaz de conseguirlo. Hay tantos bebés…, pueden prescindir de un par para la madre real si ella los desea. Y los deseo. Los deseo. Chalk dijo que me conseguiría los niños si yo…, si yo…

Se quedó callada. Su boca formó un círculo durante un momento y luego se cerró.

—¿Si tú qué, Lona?

—Nada.

—Habías empezado a decir algo.

—Dije que él me conseguiría los niños, si yo los quería. Burris se volvió hacia ella.

—No es eso lo que ibas a decir. Ya sabemos que quieres tenerlos. ¿Qué le prometiste a Chalk a cambio de que él te los consiguiera?

El espectro de la culpabilidad onduló por el rostro de Lona.

—¿Qué me estás ocultando? —le preguntó.

Lona meneó la cabeza en silencio. Burris le cogió la mano, y ella la apartó de un tirón. Se quedó inmóvil, empequeñeciéndola con su estatura, y, como ocurría siempre cuando sus emociones actuaban sobre su nuevo cuerpo, dentro de él se produjeron extrañas palpitaciones y movimientos.

—¿Qué le prometiste? —preguntó.

—Minner, tienes un aspecto tan extraño… Tienes el rostro lleno de manchas. Rojas, y púrpura en tus mejillas…

—¿Qué fue, Lona?

—Nada. Nada. Lo único que le dije… Sólo accedí a…

—¿Qué fue?

—Que sería amable contigo. —Con una voz casi inaudible—. Le prometí que te haría feliz. Y él me conseguiría un par de bebés para mí sola. ¿Hice mal, Minner?

Burris sintió que el aire escapaba por un gigantesco agujero de su pecho. ¿Era Chalk quien había dispuesto todo aquello? ¿Chalk la había sobornado para que cuidara de él? ¿Chalk? ¿Chalk?

—Minner, ¿qué pasa?

En su interior soplaban vendavales de tormenta. El planeta estaba oscilando sobre su eje, desplazándose, aplastándole, los continentes se soltaban y empezaban a resbalar en una inmensa cascada sobre él.

—No me mires de esa forma —le suplicó ella.

—Si Chalk no te hubiera ofrecido los bebés, ¿te habrías acercado a mí? —le preguntó secamente—. ¿Habrías llegado a tocarme alguna vez, Lona?

Ahora los ojos de ella estaban congelados de lágrimas.

—Te vi en el jardín del hospital. Sentí tanta pena por ti… Ni tan siquiera sabía quién eras. Pensé que habías estado en un incendio o algo parecido. Después te conocí. Te amo, Minner. Chalk no podía hacer que te amara. Lo único que podía hacer es que me portara bien contigo. Pero eso no es amor.

Burris tuvo la sensación de ser un estúpido, alguien ridículo, torpe, un montón de fango animado. La miró, boquiabierto. Ella parecía desconcertada. Un instante después se inclinó, cogió un poco de nieve, hizo una bola con ella y se la arrojó a la cara, riendo.

—Deja de poner esa cara tan extraña—dijo—. Persígueme, Minner. ¡Persígueme!

Echó a correr, apartándose de él. En un momento se encontró inesperadamente lejos. Se detuvo, un punto oscuro sobre la blancura, y cogió más nieve. Él la vio hacer otra bola. La arrojó torpemente, con el codo, como haría una chica, pero incluso así recorrió una buena distancia y cayó a unos diez metros de sus pies.

Burris salió del estupor en que le habían sumido las palabras de Lona.

—¡No puedes cogerme! —chilló ella, y Burris empezó a correr, corrió por primera vez desde que había salido de Manipool, dando largas zancadas sobre la alfombra de nieve. Y Lona corrió también, agitando los brazos como si fueran un molino de viento, los codos acuchillando la tenue y fría atmósfera. Burris sintió cómo el poder inundaba sus miembros. Sus piernas, que le habían parecido tan imposibles de dominar con sus articulaciones múltiples, se movían ahora igual que pistones en una coordinación perfecta, impulsándole de forma rápida y segura. Su corazón apenas si latía un poco más deprisa.

Siguiendo un impulso, se echó la capucha hacia atrás y dejó que el aire casi helado fluyera sobre sus mejillas.

Sólo le hicieron falta unos cuantos minutos de veloz carrera para alcanzarla. Lona, jadeante a causa de la risa, sin aliento, giró sobre sí misma al acercársele él y se arrojó en sus brazos. El impulso de Burris le arrastró cinco pasos más antes de que cayeran. Rodaron sobre sí mismos, una y otra vez, golpeando la nieve con sus manos enguantadas, y Burris le quitó la capucha y se llenó la mano de hielo y se lo aplastó en la cara. El hielo empezó a derretirse y a gotear por su garganta, metiéndose en su mono, bajo su ropa, bajando por sus pechos y su vientre. Lona lanzó un chillido de indignación y salvaje placer.

—¡Minner! ¡No, Minner! ¡No!

Le puso más nieve en la cara. Y ella hizo lo mismo. Sacudida por la risa, se la metió por el cuello del mono. Estaba tan fría que parecía arder. Lucharon por entre la nieve, agitándose y pataleando. Y un instante después Lona estuvo en sus brazos, y él la estrechó con fuerza, clavándola al suelo del continente sin vida. Pasó un poco antes de que se levantaran.

22 — Por eso, la aborrecida melancolía

Esa noche volvió a despertar gritando.

Lona lo había estado esperando. Durante la mayor parte de la noche había permanecido despierta, tendida junto a él en la oscuridad, aguardando a que los inevitables demonios tomaran posesión de él. Durante casi toda la tarde y antes de acostarse él había estado callado y pensativo.

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