Permanecieron tendidos en la oscuridad; habían tenido que opacificar la ventana para expulsar al incansable sol. Lona estaba tendida de espaldas, junto a él, respirando lentamente, su flanco tocando el de Burris. Acabó quedándose dormida, y un sueño nervioso y poco profundo se apoderó de ella. Sus propios fantasmas la visitaron pasado un tiempo. Despertó sudando, para encontrarse desnuda en una habitación extraña, con un hombre desconocido junto a ella. Su corazón latía con fuerza. Se llevó las manos a los pechos y recordó dónde estaba. Burris se agitó y gimió.
Ráfagas de viento golpeaban el edificio. Estamos en verano, se recordó Lona. El frío la había penetrado hasta los huesos. Oyó un distante sonido de risas. Pero no se apartó de Burris, y no intentó volver a quedarse dormida. Sus ojos, acostumbrados a la oscuridad, escrutaron su rostro. La boca resultaba expresiva dentro de su peculiar construcción de goznes, abriéndose, cerrándose, abriéndose de nuevo. En una ocasión sus ojos hicieron lo mismo, pero no vio nada, ni tan siquiera cuando los párpados se apartaron. Ha vuelto a Manipool, comprendió Lona. Acaban de aterrizar; él y… y los que tienen nombres italianos. Y dentro de poco las Cosas vendrán a buscarle.
Lona intentó visualizar Manipool. El suelo reseco y enrojecido, las plantas retorcidas y llenas de espinas. ¿Cómo eran las ciudades? ¿Tenían carreteras, coches, pantallas? Burris nunca se lo había contado. Cuanto sabía es que era un mundo seco, un mundo viejo, un mundo donde los cirujanos eran muy hábiles. Y Burris gritó.
El sonido empezó en lo más hondo de su garganta, un grito incoherente, como un gorgoteo, y luego fue subiendo de timbre y de volumen a medida que iba abriéndose camino. Lona se dio la vuelta y le abrazó, apretándose con fuerza contra su cuerpo. ¿Tenía la piel cubierta de transpiración? No; imposible; debía ser la suya. Burris se debatió y dio patadas, mandando la colcha al suelo. Notó enroscarse sus músculos, formando bultos bajo su lisa piel. Podría partirme en dos con uno de esos movimientos, pensó.
—Todo va bien, Minner. Estoy aquí. Estoy aquí. ¡Todo va bien!
—Los cuchillos… Prolisse… ¡Santo Dios, los cuchillos!
—¡ Minner!
No le soltó. Ahora su brazo izquierdo colgaba fláccido, y daba la impresión de doblarse por el codo en una dirección equivocada. Se estaba calmando. Su ronca respiración hacía tanto ruido como el batir de los cascos de un caballo. Lona se inclinó sobre él y encendió la luz.
Su rostro volvía a estar moteado, lleno de manchas. Pestañeó tres o cuatro veces, de esa espantosa manera especial suya, hacia los lados, y se llevó una mano a los labios. Lona le soltó y se echó hacia atrás, temblando levemente. La explosión de esta noche había sido más violenta que la de la noche anterior.
—¿Un vaso de agua? —le preguntó. Burris asintió con la cabeza. Estaba agarrando el colchón con tal fuerza que Lona pensó que iba a romperlo. Burris tragó saliva.
—¿Ha sido muy malo esta noche? ¿Te estaban haciendo daño?
—Soñé que les estaba viendo operar. Primero Prolisse, y murió. Después hicieron pedazos a Malcondotto. Murió. Y luego…
—¿Te tocó el turno?
—No —dijo él, asombrado—. No, pusieron a Elise sobre la mesa de operaciones. La abrieron, justo por entre los… los pechos. Y levantaron una parte de su tórax, y vi las costillas y su corazón. Y hurgaron dentro.
—Pobre Minner. —Tenía que interrumpirle antes de que derramara sobre ella toda esa suciedad. ¿Por qué había soñado con Elise? ¿Era buena señal el que viera cómo la mutilaban? O, pensó Lona, quizá habría sido mejor si hubiese soñado que era ella la que… Yo, siendo convertida en algo como él.
Le cogió la mano y dejó que reposara sobre el calor de su cuerpo. Sólo se le ocurría un método para calmar su dolor, y lo empleó. Burris respondió incorporándose, cubriéndola con su cuerpo. Se movieron con anhelo, armoniosamente.
Después de eso pareció quedarse dormido. Lona, más nerviosa que antes, se apartó de él y esperó hasta que volvió a quedar sumida en un sopor no muy profundo. Sueños amargos lo mancharon. Al parecer, un navegante estelar había vuelto trayendo consigo una criatura pestilente, una especie de vampiro obeso, y ese vampiro estaba pegado a su cuerpo, chupándola, dejándola seca…, vaciándola. Era un sueño desagradable, aunque no lo bastante desagradable como para despertarla, y un tiempo después acabó hundiéndose en un sueño más profundo y reposado.
Cuando despertaron había círculos oscuros bajo los ojos de Lona, y su rostro estaba tenso y cansado. Burris no mostraba ningún efecto de su agitada noche; su piel no era capaz de reaccionar tan gráficamente a efectos catabólicos de corto alcance. Mientras se preparaban para el nuevo día, casi parecía animado.
—¿Con ganas de ver los pingüinos? —preguntó.
¿Había olvidado su profunda depresión de la tarde y sus gritos aterrados de la noche? ¿O, sencillamente, intentaba apartarlos allí donde ella no pudiese verlos?
Y, de todas formas, se preguntó Lona, ¿hasta qué punto es humano?
—Sí —dijo con frialdad—. Nos lo pasaremos estupendamente, Minner. Apenas si puedo esperar para verlos.
23 — La música de las esferas
—Ya están empezando a odiarse mutuamente—dijo Chalk con placidez.
Estaba solo, pero eso no le parecía una razón suficiente como para dejar de proclamar en voz alta sus pensamientos. Hablaba muy a menudo consigo mismo. En una ocasión, un médico le había dicho que existían unos auténticos beneficios neuropsíquicos en la vocalización, incluso estando solo.
Flotaba en un baño de sales aromáticas. La bañera tenía tres metros de profundidad, seis de longitud y casi cuatro de anchura: había espacio suficiente incluso para la mole de un Duncan Chalk. Sus lados de mármol estaban rematados con ribetes de alabastro, y la rodeaban baldosas de reluciente porcelana color rojo sangre, con el conjunto del baño cubierto por una gruesa cúpula transparente que le proporcionaba a Chalk una visión completa del cielo. Alguien del exterior no habría obtenido una visión recíproca de Chalk; un astuto ingeniero óptico se había ocupado de ello. Desde fuera la cúpula presentaba una superficie lechosa veteada por remolinos de luz rosada.
Chalk flotaba perezosamente, libre de la gravedad, pensando en sus amantis que sufrían. La noche ya había llegado pero no se veían estrellas, sólo el resplandor rojizo de nubes invisibles. Estaba nevando otra vez. Los copos ejecutaban intrincados arabescos a medida que iban cayendo en espirales hacia la superficie de la cúpula. —Está aburrido de ella —dijo Chalk—. Ella le tiene miedo. Para sus gustos, a ella le falta intensidad. Para los de ella, el voltaje es demasiado alto. Pero viajan juntos. Comen juntos. Duermen juntos. Y pronto se pelearán acerbamente.
Las cintas eran muy buenas. Tanto Aoudad como Nikolaides se mantenían disimuladamente detrás de ellos, recogiendo dispersas imágenes alegres de la pareja para transmitirlas al público que aguardaba. Esa pelea con bolas de nieve: una obra maestra. Y el viaje en el trineo a motor. Minner y Lona en el Polo Sur. El público lo estaba devorando ansiosamente.
Chalk, a su manera, también lo devoraba.
Cerró los ojos, opacificó su cúpula y siguió flotando tranquilamente en la cálida y fragante bañera. Sensaciones de inquietud dispersas y fragmentadas iban llegando a él.
…tener articulaciones que no se portan como deberían hacerlo unas articulaciones humanas…
…sentirse despreciado, apartado de la humanidad… …maternidad sin hijos…
…relucientes destellos de dolor, tan brillantes como los hongos termoluminiscentes que desprenden su resplandor amarillo en las paredes de su oficina… …el dolor de su cuerpo y el dolor de su alma… …¡sola!
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