Robert Silverberg - Espinas

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Minner Burris: un maduro astronauta convertido por los cirujanos alienígenas en un ser que ya no es completamente humano.
Lona Kelvin: cobaya de un experimento genético la madre virgen de un centenar de hijos a los que nunca llegará a ver.
Duncan Chalk: un vampiro psíquico que alimenta a través de su imperio del espectáculo a millones de mirones, al tiempo que se alimenta a sí mismo con el dolor y la desesperación de los demás.
Tres personajes, un amor, un odio, un ansia. Y, por encima de todo, una maravillosa historia de amor en los límites de lo concebible.
Espinas

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La nave se sacudió levemente y giró sobre sí misma, y el blanco y amado rostro de la Luna, picado por la viruela, se hizo visible.

Burris tocó a Lona en el brazo. La joven se removió, parpadeó, le miró, luego miró hacia fuera. Burris la observó, captó el asombro que iba difundiéndose por su rostro incluso teniéndola de espaldas a él.

En la superficie lunar se podían distinguir media docena de relucientes cúpulas. —¡El Tívoli! —exclamó ella.

Burris dudaba de que ninguna de las cúpulas fuera realmente el parque de diversiones. La Luna estaba infestada de edificios en forma de cúpula construidos a lo largo de las décadas por toda una variedad de razones bélicas, comerciales o científicas, y ninguna de aquellas cúpulas encajaba con su propia imagen mental del Tívoli. Pero no la corrigió. Estaba aprendiendo.

El transbordador fue frenando y bajó en una espiral hacia la pista donde debía posarse.

Ésta era una época de cúpulas, muchas de ellas obra de Duncan Chalk. En la Tierra tendían a ser cúpulas geodésicas reforzadas, pero no siempre; aquí, bajo una gravedad inferior, normalmente pertenecían a la variedad más sencilla y menos rígida de las cúpulas construidas en una sola pieza. El imperio de los placeres de Chalk se hallaba ceñido y delimitado por las cúpulas, empezando con aquella que cubría su piscina privada y pasando después a la cúpula del Salón Galáctico, el hotel de la Antártida, la cúpula del Tívoli y más, muchas más, extendiéndose hacia las estrellas. El aterrizaje fue muy suave.

—¡Pasémoslo bien aquí, Minner! ¡Siempre he soñado con venir a este sitio!

—Nos divertiremos —prometió él.

A Lona le brillaron los ojos. Era una niña, simplemente eso. Inocente, llena de entusiasmo, sencilla… Burris fue enumerando sus cualidades. Pero estaba llena de calor. Le adoraba, le cuidaba y le nutría, como una madre, sin fallar en nada. Burris sabía que estaba subestimándola. La vida de Lona había conocido tan pocos placeres que no había llegado a cansarse de las pequeñas emociones. Podía responder abiertamente a los parques de Chalk, con todo su corazón. Era joven. Pero no estaba hueca, Burris intentó convencerse de ello. Había sufrido. Llevaba cicatrices, igual que él.

La rampa ya estaba fuera. Lona salió corriendo de la nave hacia la cúpula de espera y él la siguió, teniendo sólo leves dificultades para coordinar sus piernas.

25 — Lágrimas de la Luna

Lona contuvo la respiración mientras veía cómo el cañón retrocedía y el cartucho de fuegos artificiales se deslizaba por el conducto, arriba, a través de la abertura de la cúpula, emergiendo luego por entre la negrura.

La noche se manchó de colores.

Ahí fuera no había aire, nada que pudiera servirle de almohada a las partículas de polvo a medida que iban cayendo. Ni tan siquiera flotaban, sino que más o menos permanecían allí donde habían ido a parar. El dibujo era muy abigarrado. Ahora estaban haciendo animales. Extrañas siluetas de figuras extraterrestres. Burris estaba junto a ella, mirando hacia arriba, tan concentrado como cualquiera de los demás.

—¿Has visto alguna vez uno de ésos? —le preguntó ella.

Era una criatura con zarcillos parecidos a cuerdas, un cuello infinito, aletas achatadas por pies. Algún mundo pantanoso lo había engendrado.

—Nunca.

Un segundo cartucho salió disparado hacia lo alto. Pero éste era solamente el de borrado, que eliminó del espacio a la criatura con aletas por pies y dejó la pizarra celestial vacía y dispuesta para la siguiente imagen.

Otro disparo.

Otro.

Otro.

—Es tan distinto de los fuegos artificiales en la Tierra —dijo ella—. Ningún estallido. Ningún trueno. Y luego todo se queda ahí, sin moverse. Minner, ¿cuánto tiempo perduraría si no lo borrasen?

—Unos cuantos minutos. Aquí también hay gravedad. Las partículas acabarían siendo atraídas hacia abajo. Y los escombros cósmicos las desordenarían. Del espacio cae todo tipo de basura.

Siempre estaba listo para recibir cualquier pregunta, siempre tenía la respuesta. Al principio esa cualidad la había impresionado. Ahora resultaba irritante. Lona deseaba poder pillarle desprevenido, sin nada que decir. Seguía intentándolo. Sabía que sus preguntas le molestaban tanto como sus respuestas la molestaban a ella.

Somos una pareja soberbia. ¡Ni tan siquiera estamos en nuestra luna de miel, y ya nos tendemos pequeñas trampas el uno al otro!

Observaron los silenciosos fuegos artificiales durante media hora. Luego Lona se cansó de ellos, y se fueron.

—¿Adonde vamos ahora? —le preguntó Burris.

—Demos unas cuantas vueltas.

Burris estaba tenso y nervioso. Lona lo sentía, percibía que estaba listo para saltar a su cuello si cometía un solo error. ¡Cómo debía odiar el encontrarse en este ridículo parque de diversiones! Le miraban mucho. También a ella la miraban, pero Lona resultaba interesante por lo que habían hecho con ella, no por su aspecto, y los ojos no se detenían mucho tiempo en su persona.

Siguieron avanzando a lo largo de un pasillo lleno de puestos, y luego fueron por el siguiente.

El lugar era una feria del tipo tradicional, siguiendo un modelo fijado hacía siglos. La tecnología había cambiado, pero la esencia no. Había juegos de habilidad y muñecas de trapo; restaurantes baratos que vendían platos preparados casi incomibles; atracciones giratorias que habrían satisfecho a cualquier derviche; espectáculos de horror vulgar; salas de baile; pabellones para apostar; teatros sumidos en la penumbra (¡sólo adultos!) en donde revelar los ya fláccidos misterios de la carne; el circo de las pulgas y el perro parlante; fuegos artificiales, aunque hubieran sufrido una mutación; música atronadora; deslumbrantes manchones de luz. Cuatrocientas hectáreas de rancios placeres construidos utilizando lo último en trucos. La diferencia más significativa entre el Tívoli lunar de Chalk y los mil tívolis del pasado estaba en su situación, en el amplio seno del cráter Copérnico, mirando hacia el arco este de la pared del anillo. Aquí se respiraba aire puro, pero se bailaba con sólo una fracción de la gravedad normal. Esto era la Luna.

—¿Remolino? —preguntó una voz untuosa—. ¿Quieren subir al Remolino, señor, señorita?

Lona fue hacia allí, sonriendo. Burris depositó unas monedas sobre el mostrador, y fueron admitidos. Una docena de conchas de aluminio, abiertas igual que los despojos de almejas gigantes, flotando en un lago de mercurio. Un hombre achaparrado, con el pecho desnudo y la piel cobriza, dijo:

—¿Una concha para dos? ¡Por aquí, por aquí!

Burris la ayudó a subir a una de las conchas. Tomó asiento junto a ella. La tapa fue colocada en su lugar y asegurada. En el interior estaba oscuro, hacía calor, y la atmósfera resultaba opresivamente cerrada. Sólo había sitio para ellos dos.

—Fantasías del útero feliz —dijo él.

Ella cogió su mano y se la apretó bruscamente. A través del lago de mercurio les llegó una chispa de energía motriz. Y partieron, girando hacia lo desconocido. ¿Por qué negros túneles bajarían, qué gargantas ocultas iban a cruzar? La concha se agitaba en el maelstrom. Lona gritó, una vez, y otra, y otra.

—¿Tienes miedo? —preguntó él.

—No lo sé. ¡Se mueve tan deprisa!

—No nos pasará nada.

Era corno flotar, como volar. Casi no había gravedad, y tampoco fricción que pudiera obstaculizar sus movimientos mientras iban de un lado a otro por los desvíos y pasadizos del trayecto, impulsados por el chorro. Un abrirse de conductos secretos y un aroma se filtró dentro de la concha.

—¿Qué hueles? —le preguntó ella.

—El desierto. El olor del calor. ¿Y tú?

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