—Ya hemos tenido bastante de este lugar. Mándanos a Titán.
—Pero tenéis…
—…cinco días más. Bien, no los queremos. Sácanos de aquí y llévanos a Titán.
—Veré lo que puedo hacer —prometió Aoudad.
Aoudad les había visto pelearse. A Burris eso no le gustaba nada, por razones hacia las que sentía cierto desprecio. Aoudad y Nikolaides habían sido sus Cupidos, y de alguna manera Burris tenía la sensación de que su responsabilidad era comportarse en todo momento como un enamorado lleno de pasión. Cada vez que le gritaba a Lona era como si, de una forma extraña y oscura, decepcionase a Aoudad. ¿Y por qué me importa decepcionarle? Aoudad no se está quejando para nada de las peleas. No se ofrece a mediar entre nosotros. No dice ni una sola palabra.
Tal y como Burris esperaba, Aoudad les consiguió billetes para Titán sin ninguna dificultad. Antes, llamó para notificarle al complejo hotelero que llegarían con antelación a lo previsto. Y se marcharon.
Un despegue lunar no se parecía en nada a una partida de la Tierra. Enfrentados tan sólo con un sexto de gravedad, sólo hizo falta un suave empujón para mandar la nave al espacio. El espacio puerto de aquí estaba muy concurrido, con salidas diarias hacia Marte, Venus, Titán, Ganímedes; y la Tierra, cada tres días hacia los planetas exteriores, cada semana hacia Mercurio. De la Luna no partía ninguna nave interestelar; por ley y por costumbre, las naves estelares sólo podían salir de la Tierra, controladas a cada paso de su trayecto hasta que daban el salto al hiperespacio en algún lugar situado más allá de la órbita de Plutón. La mayor parte de las naves con destino a Titán se paraban primero en el importante centro minero de Ganímedes, y su itinerario original había previsto que tomaran una de tales naves. Pero la nave de hoy no hacía paradas. Lona se perdería Ganímedes, pero eso era obra suya. Era ella quien había sugerido que partieran antes, no él. Quizá pudieran hacer una parada en Ganímedes durante el trayecto de vuelta a la Tierra.
Mientras se deslizaban por el abismo de oscuridad, en el parloteo de Lona hubo una nota de animación forzada. Quería saberlo todo sobre Titán, al igual que había querido saberlo todo sobre el Polo Sur, el cambio de las estaciones, la estructura de un cactus y muchas cosas más; pero aquellas preguntas anteriores las había hecho con una ingenua curiosidad, mientras que éstas de ahora las hacía con la esperanza de restablecer el contacto, cualquier tipo de contacto que hubiera podido haber entre ella y él.
Burris sabía que eso no iba a funcionar.
—Es la mayor luna del sistema. Es incluso mayor que Mercurio, y Mercurio es un planeta.
—Pero Mercurio se mueve alrededor del Sol, y Titán alrededor de Saturno.
—Así es. Titán es mucho más grande que nuestra luna. Se encuentra a un millón doscientos mil kilómetros de Saturno. Tendrás una buena visión de los anillos. Tiene atmósfera: metano y amoníaco, no demasiado buena para los pulmones. Helada. Dicen que es pintoresco. Nunca he estado allí.
—¿Cómo es eso?
—Cuando era joven no pude permitirme el ir. Luego, estuve demasiado ocupado en otras partes del universo.
La nave se deslizaba por el espacio. Lona, con los ojos muy abiertos, vio cómo saltaban por encima del plano del cinturón de los asteroides, y obtuvo una buena vista de Júpiter, que no se encontraba demasiado lejos de ellos en su órbita. Siguieron avanzando. Saturno ya era visible.
Y llegaron a Titán.
Otra cúpula, por supuesto. Una pista de aterrizaje, desnuda y lúgubre, en una meseta desnuda y lúgubre. Titán era un mundo de hielo, pero muy distinto de la mortífera Antártida. Cada centímetro de Titán era extraño y ajeno, mientras que en la Antártida todo adquiría rápidamente una chirriante familiaridad. Éste no era un simple lugar de frío, viento y blancura.
Por ejemplo, estaba Saturno. El planeta de los anillos se cernía en el cielo, considerablemente más grande que la Tierra vista desde la Luna. El amoníaco y el metano de la atmósfera estaban presentes en la cantidad justa para darle al cielo de Titán un tinte azulado, creando un hermoso telón de fondo para el reluciente y dorado Saturno, con su espesa y oscura franja atmosférica y su serpiente Midgard de minúsculas partículas de piedra.
—Qué delgado es el anillo —se quejó Lona—. ¡Así de canto apenas si puedo verlo!
—Es delgado porque Saturno es muy grande. Mañana podremos observarlo mejor. Entonces verás que no es un solo anillo, sino varios. Los anillos interiores se mueven más deprisa que los exteriores.
Mientras mantuvieran la conversación a ese nivel, todo iba bien. Pero Burris no se atrevía a desviarla de lo impersonal, y ella tampoco. Los nervios estaban demasiado excitados. Después de sus recientes peleas, se encontraban demasiado cerca del borde del abismo.
Ocuparon una de las mejores habitaciones del reluciente edificio del hotel. A su alrededor estaba la gente de dinero, la casta más elevada de la Tierra, aquellos que habían hecho fortunas en el desarrollo planetario o el transporte hiperespacial o los sistemas de energía. Todo el mundo parecía conocerse entre sí. Las mujeres, fueran cuales fuesen sus edades, eran delgadas, ágiles y vivaces. Los hombres solían ser corpulentos, pero se movían con energía y vigor. Nadie hizo comentarios groseros sobre Burris o Lona. Nadie les miró. Todos se mostraron amistosos, dentro de su distante estilo.
En la cena de la primera noche tuvieron por compañero de mesa a un industrial que poseía grandes corporaciones en Marte. Tenía ya más de setenta años, un rostro bronceado y lleno de arrugas, y unos ojos oscuros siempre a medio cerrar. Su esposa no podía tener más de treinta años. Hablaron básicamente sobre la explotación comercial de los planetas extrasolares. Lona, después:
—¡Esa mujer te ha echado el ojo encima!
—Pues no dejó que me enterase de ello.
—Era terriblemente obvio. Apuesto a que te estaba tocando el pie por debajo de la mesa.
Burris se dio cuenta de que se aproximaba una discusión. Llevó apresuradamente a Lona hacia una mirilla de la cúpula.
—Si me seduce, te doy permiso para que tú seduzcas a su esposo.
—Muy divertido.
—¿Qué pasa? Tiene dinero.
—No llevo en este sitio ni medio día, y ya lo odio.
—Basta, Lona. Estás llevando demasiado lejos tu imaginación. Esa mujer no llegaría ni a tocarme. La idea en sí haría que estuviese temblando durante un mes entero, créeme. Mira, mira ahí fuera.
Había tormenta. Feroces vientos se estrellaban contra la cúpula. Saturno se encontraba casi lleno esta noche, y la luz que reflejaba creaba un sendero reluciente a través de la nieve, un sendero que chocaba con el blanco resplandor de las mirillas iluminadas de la cúpula y se fundía con él. Las estrellas, tan claras y definidas como puntas de alfiler, estaban esparcidas por la bóveda del cielo, con un brillo casi tan potente como el que se vería desde el mismo espacio.
Estaba empezando a nevar.
Permanecieron durante un tiempo observando cómo el viento removía la nieve. Después, oyeron música, y fueron hacia ella. La mayor parte de los invitados estaban siguiendo la misma dirección.
—¿Quieres bailar? —preguntó Lona.
Una orquesta, vestida de etiqueta, había aparecido de alguna parte. Los delicados tintineos de sus instrumentos fueron subiendo de volumen. Cuerdas, viento, un poco de percusión, y unas gotas de los instrumentos alienígenas tan populares actualmente en la música de las grandes orquestas. Los elegantes invitados se movían siguiendo gráciles el ritmo sobre un suelo reluciente.
Burris tomó envaradamente a Lona en sus brazos y se unieron a los bailarines.
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