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Robert Silverberg: Espinas

Здесь есть возможность читать онлайн «Robert Silverberg: Espinas» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 1990, ISBN: 84-7386-551-0, издательство: Ultramar Editores, категория: Фантастика и фэнтези / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Robert Silverberg Espinas

Espinas: краткое содержание, описание и аннотация

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Minner Burris: un maduro astronauta convertido por los cirujanos alienígenas en un ser que ya no es completamente humano. Lona Kelvin: cobaya de un experimento genético la madre virgen de un centenar de hijos a los que nunca llegará a ver. Duncan Chalk: un vampiro psíquico que alimenta a través de su imperio del espectáculo a millones de mirones, al tiempo que se alimenta a sí mismo con el dolor y la desesperación de los demás. Tres personajes, un amor, un odio, un ansia. Y, por encima de todo, una maravillosa historia de amor en los límites de lo concebible. Espinas

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Antes nunca había bailado mucho, y no había bailado ni una sola vez desde que volvió a la Tierra, después de Manipool. La mera idea de bailar en un sitio como éste le habría parecido grotesca hacía tan sólo unos meses. Pero le sorprendía lo bien que su cuerpo rediseñado captaba los ritmos de la música. Estaba aprendiendo a ser grácil en aquellos complicados huesos nuevos. Vuelta, vuelta, vuelta…

Lona tenía los ojos clavados en su rostro. No sonreía.

Parecía tener miedo de algo.

Por encima de ellos había otra cúpula transparente. La escuela de arquitectura Duncan Chalk: muéstrales las estrellas, pero manténles calientes. Ráfagas de viento hacían que los copos de nieve resbalaran a través de la parte superior de la cúpula y los alejaran de ella con idéntica rapidez. Sentía en sus dedos la fría mano de Lona. El compás de la danza se fue acelerando. Los reguladores térmicos que habían reemplazado a las glándulas sudoríparas en el interior de su cuerpo estaban trabajando horas extras. ¿Podría seguir unos pasos tan rápidos? ¿Tropezaría?

La música se detuvo.

La pareja de la cena se acercó a ellos. La mujer sonreía. Lona la miró con fijeza.

—¿Podemos bailar la siguiente pieza? —preguntó la mujer a Burris, con la tranquila seguridad de quienes son muy ricos.

Burris había intentado evitar aquello. Ahora no había ninguna forma delicada de rehusar, y los celos de Lona recibirían otro cargamento de combustible. El agudo y quebradizo sonido del oboe convocó a los bailarines a la pista. Burris se emparejó con la mujer, dejando a Lona, el rostro rígido y helado, con el ya algo maduro barón de la industria.

La mujer era toda una bailarina. Parecía volar por ¡ encima del suelo. Espoleó a Burris, obligándole a ejercicios demoníacos, y los dos se desplazaron por la parte exterior de la sala de baile, prácticamente flotando. A esa velocidad, incluso los ojos de Burris, capaces de percibir fracciones de segundo, empezaron a fallarle, y no logró descubrir a Lona. La música le ensordecía. La sonrisa de la mujer era demasiado brillante.

—Es usted una maravillosa pareja de baile —le dijo—. Posee una fuerza…, una capacidad de sentir el ritmo…

—Nunca fui gran cosa como bailarín antes de Manipool.

—¿Manipool?

—El planeta donde yo… donde ellos…

No estaba enterada. Burris había dado por sentado que todos los presentes se hallaban familiarizados con su historia. Pero quizá aquellos ricos no prestaban atención a las noticias sensacionalistas de los videoprogramas. No habían seguido sus infortunios. Era muy probable que aquella mujer hubiese aceptado tan completamente la apariencia de Burris como algo carente de importancia, que ni tan siquiera se le había ocurrido preguntar cómo había llegado a tener ese aspecto. El tacto era algo en lo que también se podían cometer excesos; no estaba tan interesada en él como Burris había supuesto.

—No importa —dijo.

Mientras hacían otro circuito por la pista de baile, vio finalmente a Lona: saliendo de la estancia. El industrial estaba inmóvil, con cara de perplejidad. Burris se quedó bruscamente quieto. Su compañera de baile le miró con expresión interrogativa.

—Discúlpeme. Quizá esté enferma.

No estaba enferma: meramente una rabieta. La encontró en su habitación, de bruces en la cama. Cuando puso la mano sobre su espalda desnuda, Lona se estremeció y giró sobre sí misma, apartándose de él. No había nada que pudiera decirle. Durmieron muy separados el uno del otro, y cuando el sueño de Manipool acudió a él, logró sofocar sus gritos antes de que empezaran y se quedó sentado en la cama, rígido, hasta que el terror hubo pasado. Ninguno de los dos mencionó el episodio por la mañana.

Fueron a hacer turismo en un trineo a motor. El complejo del hotel y el espacio puerto de Titán se encontraban cerca del centro de una pequeña meseta bordeada por inmensas montañas. Aquí, al igual que en la Luna, abundaban los picos que dejaban enano al Everest. Parecía incongruente que mundos tan pequeños tuvieran tales cordilleras, pero así era. A unos ciento sesenta kilómetros al oeste del hotel se hallaba el glaciar Martinelli, un enorme y lento río de hielo que se enroscaba bajando durante centenares de kilómetros tras brotar del corazón de los Himalayas locales. El glaciar terminaba de forma más bien improbable en la Cascada Helada, famosa en toda la galaxia, una cascada que todo visitante a Titán estaba obligado a ver, y que Burris y Lona visitaron también.

En el trayecto había espectáculos no tan famosos, que Burris encontró más profundamente conmovedores. Las nubes giratorias de metano y las hilachas de amoníaco helado que adornaban las desnudas montañas, por ejemplo, dándoles el aspecto de montañas dibujadas en un pergamino de la dinastía Sung. O el oscuro lago de metano a media hora de la cúpula. En sus cerúleas profundidades moraban las pequeñas y resistentes criaturas vivas de Titán, criaturas que eran más o menos moluscos y artrópodos, inclinándose preferentemente hacia el menos. Estaban equipadas para respirar y beber metano. En este sistema solar la vida era algo tan escaso, que Burris encontró fascinante contemplar esas rarezas en su ambiente nativo. Alrededor del lago vio su comida: la hierba de Titán, plantas de aspecto grasiento parecidas a cuerdas, blancas como un muerto, capaces de soportar este clima infernal sintiéndose perfectamente a gusto. El trineo siguió avanzando hacia la Cascada Helada. Ahí estaba: azul y blanca, brillando bajo la luz de Saturno, suspendida sobre un inmenso vacío. Los espectadores emitieron los suspiros y jadeos obligados. Nadie salió del trineo, pues los vientos de ahí fuera eran de una intensidad salvaje y no se podía confiar del todo en los trajes respiradores para que le protegieran a uno contra la atmósfera corrosiva.

Trazaron un círculo alrededor de la cascada, contemplando el reluciente arco de hielo desde tres lados distintos. Después, llegó la mala noticia de su cicerone:

—Se acerca una tormenta. Vamos a regresar.

La tormenta llegó mucho antes de que alcanzaran la seguridad de la cúpula. Primero vino la lluvia, un diluvio de amoníaco en precipitación, parecido al granizo, que repiqueteó sobre el techo de su trineo, y después nubes de nieve compuesta por cristales de amoníaco impulsadas por el viento. El trineo siguió avanzando con dificultad. Burris jamás había visto caer tanta nieve ni tan deprisa. El viento la hacía girar en grandes remolinos, la arrancaba del suelo, la amontonaba en catedrales y bosques. Con un cierto esfuerzo, el trineo a motor evitó nuevas dunas y se abrió paso alrededor de repentinas barricadas. La mayoría de los pasajeros mantenían una expresión imperturbable. Burris, que sabía lo cerca que se hallaban de verse enterrados en una tumba, permaneció sentado en un lúgubre silencio. Quizá la muerte le trajera finalmente la paz, pero, si le fuera posible escoger su muerte, no tenía intención de elegir el ser enterrado vivo. Ya podía sentir el olor acre y rancio de la atmósfera a medida que el aire empezaba a viciarse y los zumbantes motores introducían sus humos en el compartimento de los pasajeros. Simples imaginaciones. Intentó disfrutar con la belleza de la tormenta.

Aun así, entrar nuevamente en el calor y la seguridad de la cúpula fue un gran alivio.

Lona y él volvieron a pelearse poco después de su regreso. Para esta pelea había todavía menos razones que para ninguna de las anteriores. Pero alcanzó muy rápidamente un nivel de auténtica malevolencia.

—¡Minner, durante todo el viaje no me miraste ni una sola vez!

—Estaba mirando el paisaje. Para eso hemos venido aquí.

—Podrías haberme cogido la mano. Podrías haber sonreído.

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