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Robert Silverberg: Espinas

Здесь есть возможность читать онлайн «Robert Silverberg: Espinas» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 1990, ISBN: 84-7386-551-0, издательство: Ultramar Editores, категория: Фантастика и фэнтези / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Robert Silverberg Espinas

Espinas: краткое содержание, описание и аннотация

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Minner Burris: un maduro astronauta convertido por los cirujanos alienígenas en un ser que ya no es completamente humano. Lona Kelvin: cobaya de un experimento genético la madre virgen de un centenar de hijos a los que nunca llegará a ver. Duncan Chalk: un vampiro psíquico que alimenta a través de su imperio del espectáculo a millones de mirones, al tiempo que se alimenta a sí mismo con el dolor y la desesperación de los demás. Tres personajes, un amor, un odio, un ansia. Y, por encima de todo, una maravillosa historia de amor en los límites de lo concebible. Espinas

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—Fueron muy interesantes. Y, ahora, mis bebés…

—Por favor, Lona, no corras. ¿Has conocido a David?

—Sí.

—Tan digno de compasión. Tan necesitado de ayuda. ¿Qué piensas de su don?

—Hicimos un trato —dijo Lona—. Yo cuidaría de Minner, y tú me conseguirías a un par de mis bebés. No quiero hablar de Melangio.

—Rompiste con Burris antes de lo esperado —dijo Chalk—. No he completado todos los acuerdos concernientes a tus niños.

—¿Vas a conseguírmelos?

—Dentro de poco. Pero todavía no. Se trata de una negociación difícil, incluso para mí. Lona, ¿querrás hacerme un favor mientras esperas a los niños? Ayuda a David tal y como ayudaste a Burris. Lleva un poco de luz a su vida. Me gustaría veros juntos. Una persona tan cálida y maternal como tú…

—Esto es un truco, ¿verdad que sí? —dijo ella de repente—. ¡Jugarás conmigo eternamente! ¡Un zombi después de otro para que yo les haga mimos! Burris, Melangio, y luego, ¿quién sabe cuál será el siguiente? No. No. Hicimos un trato. Quiero mis bebés. Quiero mis bebés.

Los amortiguadores sónicos empezaron a zumbar para reducir el impacto de sus gritos. Chalk parecía algo sobresaltado. De una forma indefinible, daba la impresión de estar al mismo tiempo complacido e irritado por esta exhibición de temperamento. Su cuerpo pareció hincharse y expandirse hasta que pesó un millón de kilos.

—Me has engañado —dijo ella, ahora en voz más baja—. ¡Nunca tuviste intención de hacer que me los devolvieran!

Dio un salto. Arrancaría pedazos de carne de ese gordo rostro.

Al instante, del techo cayó una fina red de hebras doradas. Lona chocó con ella, rebotó, y volvió a saltar hacia delante. No podía llegar a Chalk. Estaba protegido.

Nikolaides, D’Amore. La sujetaron por los brazos. Lona intentó golpearles con sus pesados zapatos.

—Ha sufrido una tensión excesiva —dijo Chalk—. Necesita que se la calme.

Algo se clavó en su muslo izquierdo. Lona se derrumbó y quedó inmóvil.

28 — Llorar, ¿qué debo llorar?

Estaba cansándose de Titán. Después de la partida de Lona se lanzó sobre la luna helada como si fuera una droga. Pero ahora ya estaba entumecido. Nada de lo que Aoudad pudiera decir o hacer —o de lo que pudiera conseguirle—, nada le mantendría aquí por más tiempo.

Elise yacía desnuda junto a él. Por encima de ellos, la Cascada Helada colgaba suspendida en un desplomarse inmóvil. Habían alquilado un trineo a motor y habían venido solos, para estacionarlo en la boca del glaciar y hacer el amor bajo la iridiscencia de la luz de Saturno sobre el amoníaco congelado.

—¿Lamentas que haya venido hasta ti, Minner? —le preguntó ella.

—Sí. —Con Elise no necesitaba disimular.

—¿Sigues echándola de menos? No te hacía falta.

—Le hice daño. Innecesariamente.

—Y ella, ¿qué te hizo?

—No quiero hablar de ella contigo. —Se irguió en el asiento y apoyó las manos sobre los controles del trineo. Elise se irguió también, pegando su carne a la de Burris. En esta extraña luz parecía más pálida que nunca. ¿Había sangre en ese cuerpo opulento? Estaba tan blanca como una muerta. Burris puso en marcha el trineo, y éste se arrastró lentamente por el borde del glaciar, alejándose de la cúpula. Aquí y allá se veían estanques de metano—. ¿Te molestaría que abriese el techo del trineo, Elise? —dijo Burris.

—Moriríamos. —No parecía preocupada.

—Tú morirías. Yo…, no estoy seguro. ¿Cómo sé que este cuerpo no puede respirar metano?

—No es probable. —Se estiró, voluptuosa, lánguida—. ¿Adonde vamos?

—A hacer turismo.

—Quizá no sea seguro ir por ahí. Podrías romper el hielo.

—Entonces moriríamos. Sería un descanso, Elise.

El trineo dio con una lengua de hielo nuevo, frágil y quebradiza. El vehículo se estremeció levemente, y Elise también. Burris observó sin demasiada atención cómo la onda de la sacudida se desplazaba por su abundante carne. Ya llevaba una semana con él. Aoudad la había traído. Había mucho que decir de su voluptuosidad, muy poco de su alma. Burris se preguntó si el pobre Prolisse había llegado a saber qué clase de mujer tomó por esposa.

Elise acarició su piel. Siempre estaba tocándole, como si se deleitara con lo diferente de su textura.

—Hazme el amor otra vez —dijo.

—Ahora no. Elise, ¿qué hay en mí que tanto deseas?

—Todo.

—Hay un cosmos lleno de hombres que pueden hacerte feliz en la cama. ¿Qué me encuentras de especial?

—Los cambios de Manipool.

—¿Me amas por mi aspecto?

—Te amo porque no eres normal.

—¿Y los ciegos? ¿Los tuertos? ¿Los jorobados? ¿Y los hombres sin nariz?

—No existen. Ahora todos llevan prótesis. Todo el mundo es perfecto.

—Salvo yo.

—Sí. Salvo tú. —Sus uñas se clavaron en la piel de Burris—. No puedo arañarte. No puedo hacerte sudar. Ni tan siquiera puedo mirarte sin ponerme un poco nerviosa. Eso es lo que deseo en ti.

—¿El nerviosismo?

—No digas tonterías.

—Eres una masoquista, Elise. Quieres arrastrarte. Escoges al ser más extraño del sistema y te arrojas a sus pies, y a eso le llamas amor, pero no es amor, ni tan siquiera es sexo, no es más que torturarte a ti misma. ¿Verdad?

Elise le miró de una forma extraña.

—Te gusta que te hagan daño —dijo Burris. Puso la mano sobre uno de sus pechos, extendiendo los dedos para abarcar toda su masa cálida y suave. Después apretó. Elise dio un respingo. Sus delicadas fosas nasales se dilataron y sus ojos empezaron a lagrimear. Pero no dijo nada mientras él seguía apretando. Su respiración se hizo más jadeante; a Burris le pareció que podía sentir el trueno de su corazón. Absorbería cualquier cantidad de este dolor sin ni tan siquiera un gemido, aunque arrancara de su cuerpo la blanca esfera de carne. Cuando la soltó, había seis señales blancas destacando en la palidez de su carne. Apenas pasó un segundo empezaron a volverse rojas. Parecía una tigresa a punto de saltar. Por encima de ellos, la Cascada Helada se lanzaba hacia adelante en su eterna inmovilidad. ¿Empezaría a fluir de repente? ¿Caería Saturno de los cielos y rozaría a Titán con sus veloces anillos?

—Mañana me voy a la Tierra —dijo. Elise se reclinó en el asiento. Todo su cuerpo estaba dispuesto a recibirle.

—Hazme el amor, Minner.

—Volveré solo. Para buscar a Lona.

—No la necesitas. Deja de intentar ofenderme. —Tiró de él—. Tiéndete junto a mí. Quiero mirar otra vez Saturno mientras me posees.

Burris pasó la mano por su carne sedosa. Los ojos de Elise ardían.

—Salgamos del trineo —dijo él en un susurro—. Corramos desnudos hasta ese lago y nademos en él.

Nubes de metano se agitaban a su alrededor. La temperatura del exterior haría que la Antártida en invierno pareciese tropical. ¿Morirían primero por congelación o por el veneno en sus pulmones? Nunca llegarían al lago. Burris les vio tendidos en la nevada duna, blanco sobre blanco, rígidos como el mármol. Él duraría más que ella, conteniendo su aliento mientras Elise se derrumbaba y caía dando vueltas, la carne acariciada por el baño de hidrocarburos. Pero no duraría mucho.

—¡Sí! —exclamó ella—. ¡Nadaremos! ¡Y luego haremos el amor junto al lago!

Alargó la mano hacia el control que levantaría el techo transparente del trineo. Burris admiró la tensión y el juego de sus músculos mientras su brazo se extendía hacia él al desplazar su mano, con los ligamentos y los tendones funcionando magníficamente bajo la suave piel que iba del tobillo a la muñeca. Una pierna estaba doblada bajo su cuerpo, la otra bellamente extendida hacia adelante para hacer eco a la línea de su brazo. Sus pechos estaban levantados; su garganta, que mostraba tendencia al aflojamiento, se hallaba tensa en ese instante. En conjunto era un hermoso espectáculo. Sólo necesitaba levantar una palanca y el techo se deslizaría, exponiéndoles a la virulenta atmósfera de Titán. Sus delgados dedos estaban sobre la palanca. Burris dejó de contemplarla. Cerró su mano sobre el brazo de Elise justo cuando sus músculos se tensaban y la apartó de ahí, lanzándola contra el acolchado del asiento. Elise se dejó caer en una postura lasciva. Cuando se erguía, Burris la abofeteó en los labios. La sangre goteó hacia su mentón y sus ojos centellearon de placer. Volvió a golpearla, una y otra vez, golpes feroces que hacían saltar la carne de su cuerpo. Elise jadeó, se agarró a él. El olor de la lujuria invadió sus fosas nasales.

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