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Robert Silverberg: Espinas

Здесь есть возможность читать онлайн «Robert Silverberg: Espinas» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 1990, ISBN: 84-7386-551-0, издательство: Ultramar Editores, категория: Фантастика и фэнтези / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Robert Silverberg Espinas

Espinas: краткое содержание, описание и аннотация

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Minner Burris: un maduro astronauta convertido por los cirujanos alienígenas en un ser que ya no es completamente humano. Lona Kelvin: cobaya de un experimento genético la madre virgen de un centenar de hijos a los que nunca llegará a ver. Duncan Chalk: un vampiro psíquico que alimenta a través de su imperio del espectáculo a millones de mirones, al tiempo que se alimenta a sí mismo con el dolor y la desesperación de los demás. Tres personajes, un amor, un odio, un ansia. Y, por encima de todo, una maravillosa historia de amor en los límites de lo concebible. Espinas

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Tendrían que estarse ayudando el uno al otro. Así había sido al principio. Un lazo de simpatía compartida les había unido, pues ambos habían sufrido. ¿Qué le había ocurrido a ese lazo? Ahora todo estaba cargado de una amargura tal… Acusaciones, recriminaciones, tensiones. Ante ellos, tres ruedas amarillas se interceptaban ejecutando una complicada danza de llamas. Luces palpitantes se encendían y se apagaban, oscilando de un lado a otro. En lo alto de una columna apareció una chica desnuda envuelta en un resplandor de luz viva. Agitó la mano haciendo señas, y un muecín llamó a los fíeles para que acudieran a la casa de la lujuria. Su cuerpo era de una femineidad improbable; sus pechos asomaban igual que cornisas, sus nalgas eran esferas gigantes. Nadie nacía siendo así. Tenía que haber sido alterada por los médicos…

Un miembro de nuestro club, pensó Lona. Sin embargo, no le importa. Ahí está, delante de todo el mundo y feliz de ganarse su paga. ¿Qué siente a las cuatro de la madrugada? ¿Le importa?

Burris tenía los ojos clavados en la chica.

—No es más que carne —dijo Lona—. ¿Por qué estás tan fascinado por ella?

—¡La que está ahí arriba es Elise!

—Te equivocas, Minner. No puede estar aquí. Y, desde luego, no ahí arriba.

—Te digo que es Elise. Mis ojos son más agudos que los tuyos. Tú apenas sabes cuál es su aspecto. Le han hecho algo a su cuerpo, lo han aumentado de alguna forma, ¡pero sé que es ella!

—Pues entonces ve a buscarla. Burris siguió inmóvil, paralizado.

—No dije que quisiera hacerlo.

—Sólo lo pensaste.

—¿Así que ahora estás celosa de una chica desnuda subida en lo alto de una columna?

—La amabas antes de conocerme.

—Nunca la amé —gritó él, y la mentira se grabó en llamas sobre su frente.

De un millar de altavoces brotó un cántico alabando a la chica, el parque, los visitantes. Todo el sonido acabó convergiendo en un solo rugido inarticulado. Burris se acercó a la columna. Lona le siguió. Ahora la chica estaba bailando, levantando las piernas, haciendo salvajes piruetas. Su cuerpo desnudo relucía. La carne hinchada temblaba y se agitaba. Era toda la carnalidad contenida en un solo recipiente.

—No es Elise —dijo de repente Burris, y el hechizo se rompió.

Se dio la vuelta, con una expresión aún más sombría que antes, y se detuvo. El público que les rodeaba se dirigía hacia la columna, convertida ahora en el punto focal del parque, pero Lona y Burris no se movieron, Estaban de espaldas a la danzarina. Burris se sacudió igual que si le hubieran golpeado y cruzó los brazos sobre el pecho. Luego se dejó caer en un banco, la cabeza gacha.

Esto no era ningún aburrimiento fingido. Lona se dio cuenta de que estaba enfermo.

—Me siento tan cansado —dijo con voz ronca—. Sin fuerzas. ¡Me siento como si tuviera mil años de edad, Lona!

Lona alargó la mano hacia él y tosió. Las lágrimas brotaron de repente de sus ojos. Se dejó caer en el banco, junto a él, luchando por recuperar el aliento.

—Yo me siento igual. Agotada.

—¿Qué está pasando?

—¿Algo que respiramos en esa viaje? ¿Algo que comimos, Minner?

—No. Mira mis manos.

Estaban temblando. Los pequeños tentáculos colgaban fláccidos. Tenía el rostro grisáceo.

Y ella: Era como si esta noche hubiera corrido ciento cincuenta kilómetros. O como si hubiera dado a luz un centenar de bebés.

Cuando Burris sugirió que se marcharan del parque de diversiones, Lona no discutió.

26 — Escarcha a medianoche

En Titán no pudo más y le dejó. Burris lo había estado viendo venir desde hacía días, y no se llevó ninguna sorpresa. Fue casi algo parecido a un alivio.

La tensión no había dejado de aumentar desde el Polo Sur. No estaba seguro de por qué razón, aparte el que no estaban hechos para vivir juntos. Pero habían estado lanzándose el uno al cuello del otro casi continuamente, primero de forma disimulada, luego de forma abierta pero figurativamente y, por fin, literalmente. Y ella le dejó.

Pasaron seis días en el Tívoli de la Luna. La pauta de cada día era idéntica. Levantarse tarde, un copioso desayuno, ver un poco la Luna, y luego el parque. El lugar era tan grande que siempre había nuevos descubrimientos que hacer, pero al tercer día Burris descubrió que estaban volviendo compulsivamente sobre sus pasos, una y otra vez, y al quinto ya estaba profundamente harto del Tívoli. Intentó ser tolerante, ya que Lona parecía extraer un placer tan obvio del sitio. Pero, al final, su paciencia siempre acababa por agotarse, y se peleaban. La pelea de cada noche superaba en intensidad a la de la noche anterior. Algunas veces resolvían el conflicto en una feroz y sudorosa pasión, algunas veces en noches sin sueño de silencio malhumorado.

Y siempre, durante la pelea o justo después de ella, venía esa sensación de fatiga, esa enfermiza y destructiva pérdida de energías y aguante. Antes, a Burris jamás le había pasado nada parecido. El hecho de que esos ataques le sucedieran simultáneamente a la chica lo hacía doblemente extraño. No le dijeron nada a Nikolaides o Aoudad, a quienes veían ocasionalmente por entre la multitud.

Burris sabía que esas discusiones virulentas estaban abriendo un abismo cada vez más ancho entre ellos. En los momentos menos tempestuosos lo lamentaba, pues Lona era tierna y amable, y él valoraba su calidez. Pero todo eso quedaba olvidado en los instantes de rabia. Entonces le parecía hueca, inútil e irritante, una carga añadida a todas sus demás cargas, una niña ignorante, estúpida y odiosa. Y le dijo todo eso, al principio ocultando su significado tras metáforas que lo disimulaban, más tarde arrojándole las palabras desnudas a la cara.

La ruptura tenía que llegar. Estaban agotándose a sí mismos, perdiendo su vitalidad en aquellos combates. Ahora, los momentos de amor se hallaban cada vez más espaciados. Y la amargura aparecía con más frecuencia. En la mañana arbitrariamente designada de su arbitrariamente designado sexto día de estancia en el Tívoli, Lona le dijo:

—Cancelemos esto y vayamos a Titán ahora.

—Se supone que debemos pasar cinco días más aquí.

—¿Quieres pasarlos?

—Bueno, francamente…, no.

Tenía miedo de que aquello provocara otro manantial de palabras irritadas, y la hora resultaba demasiado temprana para empezar con eso. Pero no, ésta era su mañana de los gestos de sacrificio.

—Creo que ya he tenido bastante —dijo Lona—, y no es ningún secreto que tú ya has tenido suficiente. Así pues, ¿por qué debemos quedarnos? Es probable que Titán resulte mucho más emocionante.

—Es probable.

—Y aquí nos hemos portado tan mal el uno con el otro… Un cambio de escenario debería ayudarnos.

Desde luego que lo haría. Cualquier bárbaro con una cartera bien repleta podía permitirse el precio de un billete al Tívoli de la Luna, y el lugar estaba lleno de idiotas, borrachos y camorristas. Atraía a generosas cantidades de un público potencial que se encontraba muy por debajo de las clases dirigentes de la Tierra. Pero Titán era más selecto. Su clientela estaba compuesta únicamente por gente rica y sofisticada, aquellos para quienes gastar dos veces el salario anual de un obrero en un solo viaje no muy largo resultaba algo trivial. Por lo menos, esa gente tendría la educación necesaria para tratar con él como si sus deformidades no existieran. Las parejas en luna de miel de la Antártida se habían limitado a tratarle igual que si fuera invisible, cerrando sus ojos a lo que les ponía nerviosos. Los clientes del Tívoli se habían reído en su cara y se habían burlado de sus diferencias. Pero en Titán las buenas maneras decretarían una fría indiferencia ante su aspecto. Mirar al hombre extraño, sonreír, charlar amablemente, pero no mostrar nunca ni de palabra ni de obra que eras consciente de que resultaba extraño: en eso consistía la buena educación. De las tres crueldades, Burris creía preferir ésa. Consiguió acorralar a Bart Aoudad bajo el resplandor de los fuegos artificiales y dijo:

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