Robert Silverberg - Espinas

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Minner Burris: un maduro astronauta convertido por los cirujanos alienígenas en un ser que ya no es completamente humano.
Lona Kelvin: cobaya de un experimento genético la madre virgen de un centenar de hijos a los que nunca llegará a ver.
Duncan Chalk: un vampiro psíquico que alimenta a través de su imperio del espectáculo a millones de mirones, al tiempo que se alimenta a sí mismo con el dolor y la desesperación de los demás.
Tres personajes, un amor, un odio, un ansia. Y, por encima de todo, una maravillosa historia de amor en los límites de lo concebible.
Espinas

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—¿Quieres que me encargue de pedir por ti?

—Será mejor. Salvo que no tendrán las cosas que realmente quiero. Como un bistec de proteínas y un vaso de leche.

—Olvida el bistec de proteínas. Prueba alguna de las cosas raras.

—Pero es todo tan falso… Yo fingiendo ser una gourmet.

—No finjas nada. Come y disfruta. El bistec de proteínas no es el único alimento del universo.

Lona sintió cómo le llegaba la fuerza de su calma, conteniéndola pero sin llegar a transferirse del todo a ella. Burris pidió para los dos. Lona se sintió orgullosa de sus conocimientos. Saber arreglárselas con el menú de un sitio parecido no era algo muy importante; pero él sabía tantas cosas… Era sorprendente. De pronto se encontró pensando: Si le hubiera conocido antes de que ellos…, y apartó inmediatamente esa idea de su cabeza.

Ninguna cadena de circunstancias imaginable la habría puesto en contacto con el Minner Burris anterior a la mutilación. No se habría fijado en ella; entonces habría estado ocupado con mujeres como esa opulenta y madura Elise. Que seguía codiciándole, pero ahora ya no podía tenerle. Es mío, pensó Lona apasionadamente. ¡Es mío! Me han arrojado un objeto roto y yo estoy ayudando a que se arregle, y nadie me lo quitará.

—¿Quieres tomar sopa además de un entrante? —le preguntó él.

—La verdad es que no tengo un hambre demasiado terrible.

—Prueba un poco de todas formas.

—No haría más que desperdiciar el plato.

—Aquí nadie se preocupa por eso. Y no vamos a pagarlo. Pruébalo.

Los platos empezaron a materializarse. Cada uno era una especialidad de algún mundo lejano auténticamente importada o, si no, duplicada aquí con la mayor de las habilidades. La mesa se llenó rápidamente de manjares extraños. Platos, cuencos, bandejas de rarezas servidas en una asombrosa opulencia. Burris le fue diciendo los nombres e intentó explicarle cada alimento, pero Lona estaba tan aturdida que apenas si era capaz de comprender. ¿Qué era esta carne blanca que se desprendía en láminas? ¿Y aquellas moras doradas cubiertas de miel? ¿Y esta sopa de color claro y sazonada con queso aromático? La Tierra ya producía por sí sola tal cantidad de cocinas… Tener toda una galaxia de la cual escoger era una idea tan deslumbrante que quitaba el apetito.

Lona fue picando de aquí y de allá. Empezó a sentirse cada vez más confundida. Un mordisco de esto, un sorbo de aquello. Seguía esperando que el siguiente tazón contuviera alguna otra minúscula criatura viva. Mucho antes de que llegara el plato principal ya estaba llena. Habían servido dos clases de vino. Burris los mezcló, y los vinos cambiaron de color, turquesa y rubí confundiéndose para formar una inesperada tonalidad opalina.

—Respuesta catalítica —dijo—. Calculan tanto la estética de la vista como la del paladar. Toma. —Pero Lona apenas si pudo beber un pequeño sorbo.

Y las estrellas, ¿es que ahora estaban moviéndose en círculos erráticos?

Oía el zumbido de las conversaciones rodeándola por todas partes. Durante más de una hora había podido fingir que ella y Burris estaban aislados en una pequeña bolsa de intimidad, pero ahora la presencia de los demás comensales estaba abriéndose paso a través de ella. Estaban mirando. Hacían comentarios. Moviéndose de aquí para allá, flotando de una mesa a otra en sus placas gravitrónicas. ¿Les has visto? ¿Qué piensas de ellos? ¡Qué encantador! ¡Qué extraño! ¡Qué grotesco!

—Minner, vámonos de aquí.

—Pero si todavía no hemos tomado el postre.

—Lo sé. No me importa.

—Licor del grupo de Proción. Café Galáctico.

—Minner, no. —Vio cómo sus ojos se abrían hasta el máximo permitido por las persianas de sus párpados, y supo que alguna expresión de su rostro debía haberle impresionado profundamente. Estaba a punto de ponerse enferma. Quizá le había resultado obvio.

—Nos iremos —dijo él—. Ya volveremos alguna otra vez para tomar el postre.

—Minner, lo siento tanto… —murmuró—. No quería estropear la cena. Pero este sitio… No consigo encontrarme a gusto en un sitio semejante. Me da miedo. Todas esas comidas extrañas. Los ojos que me miran. Todos nos miran, ¿verdad? Si pudiéramos volver a la habitación todo iría mucho mejor.

Burris estaba llamando ya al disco de transporte. Su asiento la liberó de su íntimo abrazo. Cuando se puso en pie notó las piernas flojas. No sabía cómo iba a conseguir dar ni un solo paso sin caerse. Ahora lo veía todo muy claramente, pero, como desde el interior de un túnel, un torrente de imágenes aisladas la asaltaron mientras vacilaba. La mujer gorda y llena de joyas con un montón de papadas. La chica dorada ataviada con algo transparente, no mucho mayor que ella pero infinitamente más segura de sí misma. El jardín de pequeños árboles que se bifurcaban dos niveles más abajo. Los ligamentos de luz viva que festoneaban el aire. Una bandeja abriéndose paso por el vacío con tres jarras de algo desconocido, oscuro y brillante. Lona se tambaleó. Burris la cogió y casi la levantó en vilo para ponerla sobre el disco, aunque a un observador casual no le habría parecido que estuviera teniendo que ayudarla de esa forma.

Mientras cruzaban el abismo hacia la plataforma de entrada, Lona mantuvo la vista fija hacia delante.

Tenía el rostro ruborizado y cubierto por perlitas de sudor. Le parecía que dentro de su estómago las criaturas de otros mundos habían cobrado vida y nadaban pacientemente en sus jugos digestivos. Sin que supiera cómo, ella y Burris franquearon las puertas de cristal. Al vestíbulo rápidamente gracias al pozo de bajada; luego otra vez hacia arriba, otro pozo, hasta sus aposentos. Vio por un segundo la silueta de Aoudad acechando en el pasillo, desapareciendo rápidamente detrás de una gran pilastra.

Burris puso la palma de su mano sobre la puerta. Ésta se abrió para ellos.

—¿Te encuentras mal? —le preguntó.

—No lo sé. Me alegra estar fuera de allí. Aquí todo es mucho más tranquilo. ¿Has cerrado la puerta?

—Por supuesto. ¿Puedo hacer algo por ti, Lona?

—Déjame descansar. Unos cuantos minutos sola.

La llevó a su dormitorio y la ayudó a meterse en la cama redonda. Después salió. Lona se sorprendió al ver lo rápidamente que regresaba su equilibrio, una vez lejos del restaurante. Al final le había parecido que el mismo cielo se había convertido en un inmenso ojo que les espiaba.

Lona se puso en pie, ya más tranquila, decidida a desprenderse del resto de su falsa elegancia. Se colocó bajo el vibrorrociador. El suntuoso traje que llevaba se desvaneció al instante, y Lona se sintió más pequeña, más joven. Desnuda, se preparó para acostarse.

Encendió una lámpara que daba una luz tenue, desactivó el resto de luces de la habitación y se deslizó entre las sábanas. Estaban frescas y resultaban muy agradables a la piel. Una consola de control gobernaba la forma y los movimientos de la cama, pero Lona la ignoró.

—Minner, ¿quieres venir? —dijo quedamente por el intercomunicador que había junto a su almohada.

Burris entró de inmediato. Seguía llevando su exuberante traje de la cena, capa incluida. Las proyecciones parecidas a costillas eran tan extrañas que casi eliminaban esa otra entidad extraña que era su cuerpo.

La cena había sido un desastre, pensó Lona. El restaurante, tan lleno de luces y brillo, había sido para ella igual que una cámara de torturas. Pero quizá aún fuera posible salvar la noche.

—Abrázame —dijo con un hilo de voz—. Todavía estoy un poco nerviosa, Minner.

Burris fue hacia ella. Tomó asiento en la cama, a su lado, y ella se incorporó un poco, dejando que la sábana resbalara hacia abajo, revelando sus pechos. Burris adelantó la mano hacia ella, pero las proyecciones de su traje formaban una barrera inflexible que frustraba todo contacto.

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