Robert Silverberg - Espinas

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Minner Burris: un maduro astronauta convertido por los cirujanos alienígenas en un ser que ya no es completamente humano.
Lona Kelvin: cobaya de un experimento genético la madre virgen de un centenar de hijos a los que nunca llegará a ver.
Duncan Chalk: un vampiro psíquico que alimenta a través de su imperio del espectáculo a millones de mirones, al tiempo que se alimenta a sí mismo con el dolor y la desesperación de los demás.
Tres personajes, un amor, un odio, un ansia. Y, por encima de todo, una maravillosa historia de amor en los límites de lo concebible.
Espinas

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—Será menor que salga de esta cosa —dijo.

—El vibrorrociador está ahí.

—¿Apago la luz?

—No. No.

Cuando cruzó la habitación, los ojos de Lena no se apartaron de él.

Subió a la plataforma del vibrorrociador y lo conectó. Estaba diseñado para limpiar la piel de cualquier sustancia adherida a ella, y un traje rociado, naturalmente, sería lo primero en esfumarse. El increíble traje de Burris se desvaneció.

Lona jamás había visto su cuerpo antes.

Tensa, preparada para recibir cualquier revelación catastrófica, vio cómo el hombre desnudo se daba la vuelta hasta quedar cara a ella. Su rostro estaba rígido e inmóvil, como el de él, pues esta prueba era doble y debía mostrar si ella podía soportar la conmoción de enfrentarse a lo desconocido, y si él podía soportar la conmoción de enfrentarse a la respuesta de Lona.

Hacía días que temía este momento. Pero aquí estaba ahora, y con un asombro cada vez mayor descubrió que había logrado vivir y dejar atrás el temido instante sin sufrir daño alguno.

No era ni con mucho tan terrible de contemplar como había previsto.

Era extraño, por supuesto. La piel de su cuerpo, como la piel de su rostro y sus brazos, era lisa e irreal, un recipiente sin señal alguna que no se parecía en nada al llevado anteriormente por cualquier otro hombre. No tenía vello. Tampoco tenía tetillas ni ombligo, algo de lo que Lona se dio cuenta tardíamente, después de haber buscado la causa de que resultara tan extraño.

Sus brazos y sus piernas estaban unidos a su cuerpo de una forma poco familiar y en sitios distintos a los normales, separados de lo habitual por distancias de varios centímetros. Su pecho parecía demasiado abombado en proporción a la anchura de sus caderas. Sus rodillas no sobresalían de las piernas como deberían hacerlo unas rodillas. Cuando se movía, los músculos de su cuerpo ondulaban de una forma muy curiosa.

Pero todo aquello no era más que pequeñeces, y no podía decirse que se tratara de verdaderas deformidades. No llevaba ninguna cicatriz horrenda, no había miembros extra ocultos, ningún ojo o boca inesperado en su cuerpo. Los auténticos cambios estaban dentro, y en su rostro.

Y el único aspecto de todo aquello que había preocupado a Lona resultó ser un anticlímax. En contra de todas las probabilidades, parecía poseer una masculinidad normal. Al menos, por lo que ella podía ver.

Burris avanzó hacia la cama. Ella alzó los brazos. Un instante más y él estuvo junto a ella, piel contra piel. La textura era extraña pero no resultaba desagradable. Ahora Burris parecía sentir una rara timidez. Lona lo atrajo más cerca de ella. Sus ojos se cerraron. No quería ver las alteraciones de su rostro, no ahora, y de todas formas sus ojos parecían haberse vuelto repentinamente sensibles incluso a la débil luz de aquella lámpara. Su mano fue hacia él. Sus labios se encontraron con los de Burris.

No la habían besado muchas veces. Pero jamás había sido besada así. Quienes habían vuelto a diseñar sus labios no los habían concebido para besar, y Burris se vio obligado a establecer el contacto de una forma torpe, como un boca a boca. Pero, una vez más, no fue desagradable. Y, después, Lona sintió sus dedos sobre su carne, seis para cada mano. La piel de Burris tenía un olor dulce y penetrante. La luz se apagó.

Dentro de su cuerpo había un resorte poniéndose cada vez más tenso… más tenso… más tenso…

Un resorte que había estado tensándose durante diecisiete años…, y ahora su fuerza se veía liberada en un solo y tumultuoso instante.

Apartó su boca de la de él. Sus mandíbulas se abrieron como por voluntad propia, y una capa de músculos tembló convulsivamente en su garganta. Una imagen abrasadora desgarró su ser: ella misma sobre una mesa de operaciones, anestesiada, su cuerpo abierto bajo las sondas de los hombres de blanco. Golpeó la imagen con un rayo, y la imagen se hizo añicos y se alejó.

Le abrazó.

Al fin. ¡Al fin!

No le daría bebés. Lo supo por instinto, y no la inquietó.

—Lona —dijo él, el rostro pegado a su clavícula, la voz brotando pastosa y algo ahogada—. Lona, Lona, Lona…

Un resplandor, como el de un sol haciendo explosión. La mano de Lona subió y bajó por su espalda y, justo antes de que sus cuerpos se unieran, pensó que su piel estaba seca, que nunca sudaba. Entonces jadeó, sintió dolor y placer en una sola unidad convulsiva, y escuchó asombrada los feroces gritos de lujuria que salían por sí solos de su enloquecida garganta, despertando ecos en la habitación.

20 — Después de nosotros, el dios salvaje

Era una época postapocalíptica. El desastre que habían cantado los profetas nunca había llegado o, si lo hizo, el mundo había logrado vivir a través de él hasta unos tiempos más tranquilos. Habían predecido lo peor, el invierno del descontento universal, el Fimbul de los nórdicos. Una era del hacha, una era de la espada, una era del viento, una era del lobo donde el mundo vacilaría y acabaría derrumbándose. Pero los escudos no se habían partido y la oscuridad no llegó a caer. ¿Qué había sucedido, y por qué? Duncan Chalk, uno de los principales beneficiarios de la nueva era, meditaba a menudo sobre esa agradable pregunta.

Ahora las espadas eran arados.

El hambre había sido abolida.

La población estaba controlada.

El hombre ya no ensuciaba su propio ambiente en cada acto cotidiano. Los cielos estaban relativamente puros. Los ríos corrían limpios. Había lagos de cristal azul, parques de un verdor brillante. Naturalmente, el milenio no había llegado del todo; incluso ahora había crímenes, enfermedades, hambre. Pero eso ocurría en los lugares oscuros. Para la mayor parte de las personas era una época tranquila y cómoda. Quienes buscaban encontrar una crisis la buscaban precisamente en eso.

La comunicación mundial era instantánea. El transporte era claramente más lento que eso, pero seguía siendo rápido. Los planetas deshabitados del sistema solar local estaban siendo despojados de sus metales, sus minerales e incluso sus capas gaseosas. Las estrellas más próximas habían sido alcanzadas. La Tierra prosperaba. Las ideologías de la pobreza se marchitaban incómodamente en una época de abundancia.

Y, sin embargo, la abundancia es algo relativo. Las necesidades y las envidias seguían existiendo…, los anhelos materialistas. Y, además, los apetitos más profundos y oscuros no siempre eran satisfechos por los generosos cheques de la paga. Una era determina por sí misma sus formas características de diversión. Chalk había sido uno de los moldeadores de esas formas.

Su imperio de la diversión se extendía por medio sistema. Le proporcionaba riqueza, poder, la satisfacción del ego y —en la medida que deseaba—, fama. Le llevaba indirectamente a ver saciadas sus necesidades internas, que eran generadas por su propia constitución física y psicológica, y que le habrían agobiado cruelmente de haber vivido en cualquier otra era. Ahora, por suerte, se encontraba en situación de dar los pasos que le llevarían a la posición que necesitaba.

Necesitaba ser alimentado con frecuencia. Y sólo una parte de su alimento consistía en carne y vegetales.

Desde el centro de su imperio Chalk seguía los actos de su pareja de amantes unida por las estrellas. Ahora iban hacia la Antártida. Recibía informes regulares de Nikolaides y Aoudad, que siempre flotaban disimuladamente sobre el lecho del amor. Pero a esas alturas Chalk ya no necesitaba a sus subordinados para que le contaran lo que estaba sucediendo. Había logrado establecer contacto, y extraía su propia clase de información de los dos seres hechos añicos que había unido.

En esos mismos instantes, lo que sacaba de ellos era una suave y vaga felicidad. Inútil, para Chalk. Pero sabía jugar con paciencia. La simpatía mutua les había unido, pero, ¿era la simpatía el cimiento adecuado para un amor imperecedero? Chalk pensaba que no. Estaba dispuesto a poner en juego una fortuna para demostrarlo. Lo que sentían el uno hacia el otro cambiaría. Y, por decirlo de esa forma, Chalk obtendría sus beneficios. Aoudad estaba en el circuito.

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