Robert Silverberg - Espinas

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Minner Burris: un maduro astronauta convertido por los cirujanos alienígenas en un ser que ya no es completamente humano.
Lona Kelvin: cobaya de un experimento genético la madre virgen de un centenar de hijos a los que nunca llegará a ver.
Duncan Chalk: un vampiro psíquico que alimenta a través de su imperio del espectáculo a millones de mirones, al tiempo que se alimenta a sí mismo con el dolor y la desesperación de los demás.
Tres personajes, un amor, un odio, un ansia. Y, por encima de todo, una maravillosa historia de amor en los límites de lo concebible.
Espinas

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—Estamos llegando, señor. Se les lleva al hotel.

—Bien. Bien. Ocúpate de que les den todas las comodidades.

—Naturalmente.

—Pero no pases mucho tiempo cerca de ellos. Quieren estar juntos, no tener carabinas a su alrededor. ¿Me comprendes, Aoudad?

—Tendrán el Polo entero para ellos.

Chalk sonrió. Su gira sería el sueño de un amante. Estaban en una era de elegancia, y quienes tenían la llave adecuada podían abrir una puerta de placeres tras otra. Burris y Lona se lo pasarían muy bien.

El apocalipsis podía esperar un poco.

21 — Sí, y huimos hacia el sur

—No lo entiendo —dijo Lona—. ¿Cómo es posible que aquí sea verano? ¡Cuando nos marchamos era invierno!

—En el hemisferio norte sí —suspiró Burris—. Pero ahora nos encontramos debajo del ecuador. Tan abajo de él como es posible estar. Aquí las estaciones se hallan invertidas. Cuando nosotros tenemos el verano ellos tienen el invierno. Y ahora, aquí, es su verano.

—Sí, pero, ¿por qué?

—Tiene que ver con la forma en que la Tierra está inclinada sobre su eje. A medida que va yendo alrededor del sol, parte del planeta se encuentra en una buena posición para ser calentado por la luz solar y parte de él no. Si tuviera aquí un globo terráqueo podría mostrártelo.

—Pero si aquí es verano, ¿por qué hay tanto hielo?

La voz débil y algo estridente con que hacía sus preguntas le disgustaba aún más que las preguntas en sí. Burris giró bruscamente sobre sus talones. Dentro de su diafragma se produjo un espasmo cuando órganos misteriosos inyectaron las secreciones de ira en su sangre.

—¡Maldita sea, Lona! ¿Es que nunca fuiste a la escuela? —le gritó, mirándola con llamas en los ojos. Lona se encogió y se apartó ligeramente de él.

—No me grites, Minner. Por favor, no me grites.

—¿No te enseñaron nada?

—Dejé la escuela muy pronto. No era buena estudiante.

—¿Y ahora soy tu profesor?

—No tienes por qué serlo —dijo Lona quedamente. Ahora sus ojos brillaban demasiado—. No tienes por qué ser nada para mí, si no quieres serlo.

De repente Burris se encontró a la defensiva.

—No pretendía gritarte.

—Pero gritaste.

—Perdí la paciencia. Todas esas preguntas…

—Todas esas preguntas estúpidas…, ¿no es eso lo que deseabas decir?

—No sigamos hablando de esto, Lona. Siento haberme puesto de esa forma contigo. La noche pasada no dormí mucho y tengo los nervios deshechos. Vayamos a dar un paseo. Intentaré explicarte lo de las estaciones.

—Minner, las estaciones no me interesan hasta ese punto.

—Entonces, olvidémonos de las estaciones. Pero demos un paseo. Intentemos calmarnos un poco.

—¿Crees que yo conseguí dormir mucho la noche pasada?

Burris pensó que ése podía ser el momento de sonreír.

—Realmente, supongo que no.

—¿Pero estoy gritando y quejándome por ello?

—A decir verdad, sí. Por lo tanto, dejemos el asunto y vayamos a dar un paseo para relajarnos. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —dijo ella, sin demasiado entusiasmo—. Un paseo veraniego.

—Sí, un paseo veraniego.

Se enfundaron unos delgados monos térmicos, capuchas y guantes. La temperatura era suave para esta parte del mundo: varios grados por encima del punto de congelación. La Antártida estaba sufriendo una ola de calor. El hotel polar de Chalk se encontraba a sólo unos cien kilómetros del mismo Polo, situado al «norte» dé éste, como deben estarlo todos los objetos allí, y orientado hacia el Banco de Ross. Era una gran cúpula geodésica, lo bastante sólida como para soportar los rigores de la noche polar y lo bastante ventilada como para admitir la atmósfera de la Antártida y dejar notar su textura.

Una doble cámara de salida fue su umbral hacia el reino de los hielos que se encontraba fuera. La cúpula estaba rodeada por un cinturón de suelo marrón desnudo que tendría unos tres metros de ancho, colocado allí por los constructores como zona de aislamiento, y más allá se encontraba la llanura blanca. Nada más aparecer Burris y la chica, un corpulento guía fue corriendo hacia ellos, con una sonrisa en los labios.

—¿Una excursión en trineo motorizado, amigos? ¡Les llevo al Polo en quince minutos! El campamento de Amundsen, reconstruido. El Museo de Scott. También podríamos ir a echarle un vistazo a los glaciares del otro lado. No tienen más que decirlo y…

—No.

—Comprendo. Su primera mañana aquí y les gustaría dar un paseíto, nada más. No puedo culparles por ello, no señor. Bueno, paseen cuanto quieran. Y, cuando decidan que están preparados para una excursión más larga…

—Por favor —dijo Burris—. ¿Puede dejarnos pasar?

El guía le miró con extrañeza y se hizo a un lado. Lona cogió del brazo a Burris, y los dos se alejaron por el hielo. Burris miró hacia atrás y vio una figura que salía de la cúpula y llamaba al guía para hablar con él. Aoudad. Estaban manteniendo una nerviosa conferencia.

—¡Qué hermoso es todo esto! —exclamó Lona.

—Sí, una hermosura estéril. La última frontera. Casi intacta, salvo por un museo aquí y otro allá.

—Y hoteles.

—Éste es el único. Chalk tiene el monopolio. El sol estaba muy alto en el cielo, brillante pero pequeño. Tan cerca del Polo, el día de verano parecía no terminar nunca; aún quedaban dos meses de luz solar ininterrumpida antes de que empezara la prolongada inmersión en la oscuridad. La luz hacía brillar la llanura de hielo. Aquí todo era plano, una lámina de blancura de un kilómetro y medio de espesor que enterraba por un igual valles y montañas. El hielo era firme bajo sus pies. En diez minutos habían dejado muy atrás el hotel.

—¿Hacia dónde queda el Polo Sur? —preguntó Lona.

—Por ahí. Hacia adelante, en línea recta. Después iremos a él.

—¿Y detrás de nosotros?

—Las montañas de la Reina Maud. Se desploman en el Banco de Ross. Es una gran losa de hielo que tiene doscientos metros de espesor, más grande que California. Los primeros exploradores levantaron sus campamentos en ella. Dentro de un par de días visitaremos la Pequeña Antártida.

—Aquí todo es tan liso… Y el reflejo del sol es tan brillante. —Lona se inclinó, cogió un puñado de nieve y lo lanzó alegremente al aire—. Me encantaría ver algunos pingüinos. Minner, ¿hago demasiadas preguntas?

¿Hablo demasiado?

—¿Debo ser sincero o debo mostrarme diplomático?

—Olvídalo. Sigamos caminando. Caminaron. Burris encontraba particularmente cómodo el paso deslizante que imponía el hielo. A cada paso que daba cedía de una forma casi imperceptible, adaptándose soberbiamente a las articulaciones modificadas de sus piernas. Los suelos de cemento no resultaban tan amables. Burris, que había pasado una noche tensa y cargada de dolor, agradecía el cambio.

Lamentó haberle gritado de aquella forma a Lona. Pero había perdido la paciencia. Lona era de una ignorancia sorprendente, pero él había sabido eso desde el principio. Lo que no había sabido era cuán rápidamente su ignorancia dejaría de parecer encantadora y empezaría a parecer despreciable. Despertar dolorido, casi agonizante, y tener que someterse a ese gotear de preguntas adolescentes…

Míralo desde otro punto de vista, se dijo. También se había despertado a mitad de la noche. Había soñado con Manipool y, naturalmente, había emergido del sueño gritando. Eso había ocurrido antes, pero antes nunca había tenido a alguien a su lado, un cuerpo cálido y suave para consolarle. Lona había hecho eso. No le había reñido por interferir con su propio sueño. Le había acariciado y le había calmado hasta que la pesadilla volvió a esfumarse en lo irreal. Le estaba agradecido por eso. Era tan tierna, tan cariñosa. Y él tan estúpido.

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