Poul Anderson - La nave de un millón de años

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Desde las primitivas tribus escandinavas, desde la antigua China y la Grecia clásica, hasta nuestros días y todavía más allá, hacia un tuturo de miles y miles de años, pasando por el Japón Imperial, la Francia de Richelieu, la América indígena y la Rusia estalinista...
La nave de un millón de años

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No había tiempo para remolonear. Sin duda los demás entenderían que algo iba mal. Por cautos que fueran, encontrarían ese sitio en pocos minutos.

Katya corrió calle arriba entre los escombros, dejando atrás su presa. Horrible, la presa era un ser humano. Pero ese ser humano también era un cazador. Katya giró a la izquierda por la calle transversal. El soldado soviético no había ido lejos. La emboscada de Katya había sido rápida, y él había perdido velocidad. Estaba apoyado en un tranvía volcado. Katya se preguntó si le resultaría un estorbo y tendría que abandonarlo. Apuró el paso.

—¡Alto! —gritó—. Vengo a ayudarte.

La voz sonaba pequeña y hueca entre las ruinas, bajo el cielo plomizo.

Él obedeció, se giró, aferró el metal, y se derrumbó. Ella se acercó y se detuvo. Era un soldado muy joven. No iba afeitado, pero sólo tenía una sombra sobre la tez. Al margen de eso la cara parecía vieja y arrugada, blanca como los copos de nieve que le caían sobre los hombros. Tenía los ojos vidriosos y la mandíbula floja. Conmoción, comprendió Katya. El joven tenía la mano destrozada. Una granada, sin duda.

—¿Puedes seguirme? —preguntó Katya—. Tendremos que andar deprisa.

El joven alzó el índice izquierdo y lo agitó en el aire, como trazando el perfil de Katya.

—Eres un soldado —murmuró—. Como yo. Pero eres mujer.

—¿Y qué pasa con eso? —replicó Katya. Le cogió el brazo y lo sacudió—. Escucha, no puedo quedarme. Me matarían. Ven si puedes. ¿Comprendes? ¿Quieres vivir? ¡Ven!

Él se estremeció. El aliento le raspaba la garganta.

—Puedo… intentarlo…

—Bien. Por aquí.

Katya lo guió y lo empujó adelante. Doblaron a la derecha, a la izquierda, dejando un laberinto entre ellos y el enemigo. Ese distrito estaba destrozado, como la zona céntrica adonde se dirigía Katya: árboles caídos, ruinas, callejas cerradas, mampostería ennegrecida por los incendios, una selva donde podías burlar a los cazadores. Aunque no había sol ni sombra, Katya mantenía su sentido de la orientación. Oyó un zumbido en el aire.

—¡Cúbrete! —ordenó.

Se refugiaron bajo una lámina de metal oxidado que sobresalía como un toldo entre las ruinas. Un olor pestilente brotaba de los ladrillos, las vigas, los vidrios rotos, denso y dulzón a pesar del frío. El impacto directo de una bomba había derribado el inquilinato entero sobre los ocupantes. ¿Niños, sus madres, sus babusbkas? No, habían evacuado a la mayoría de los no combatientes. Quienes se pudrían allí debían de ser soldados. Cualquier edificio se convertía en fuerte cuando los defensores luchaban contra los invasores calle a calle. ¿En qué bando estaban éstos…? Ya no importaba, y menos para ellos.

Su compañero vomitó. Debía de haber reconocido el olor. Eso era buena señal. Estaba saliendo del aturdimiento.

El avión voló a ras de las ruinas. Katya lo vio un instante: delgado, veloz, una cruz gamada en la cola. Luego desapareció. ¿Reconocimiento o qué? Tal vez el piloto no los hubiera visto, o no había querido molestarse por ellos. Aunque nunca sabías. Los fascistas habían acribillado a multitudes de evacuados que esperaban el ferry junto al río. Dos soldados soviéticos eran una presa más codiciable.

El zumbido cesó. Katya no oyó nada más.

—Vamos —dijo.

El joven la acompañó unos metros antes de preguntar con voz débil:

—¿Estás segura, camarada? Creo que nos dirigimos al sur.

—Así es.

—Pero el enemigo domina esa zona. Nuestra gente está en el norte de la ciudad.

—Lo sé. —Le cogió el brazo instándolo a seguir—. Tengo mis órdenes. Regresa si deseas. Dudo que llegues Tejos. Si quieres, puedes venir conmigo. De lo contrario, tendré que abandonarte. Si haces ruido, si me causas problemas, tendré que matarte. Pero creo que es tu única oportunidad.

Él apretó el puño.

—Lo intentaré —susurró—. Gracias, camarada.

Katya se preguntó si Zaitsev le daría las gracias. La misión valía más vidas que la de un simple herido. Bien, los buenos tiradores a menudo debían usar su propio juicio. Y, suponiendo que llevara de vuelta a ese soldado hasta su unidad, los superiores de Katya no tenían por qué enterarse. A menos que él de veras supiera algo importante.

La calle terminaba en la garganta de Krutoy. En el lado opuesto de la hondonada, los edificios estaban igualmente dañados pero eran más altos y macizos. Allí empezaba el centro de la ciudad.

—Tenemos que cruzar —dijo Katya—. No hay puente. Bajamos y subimos a rastras. Tú primero.

Un cabeceo desmañado, pero un cabeceo. Agachándose, el soldado se internó en el espacio abierto y se alejó reptando. Katya estaba dispuesta a permitir que él atrajera las balas. No había buscado esa ventaja, pero no podía permitir que un torpe comprometiera su misión. Sin embargo, el soldado se las arregló. La conmoción no había sido tan fuerte, y lo estaba superando con la vitalidad de la juventud. Rifle en mano, los sentidos alerta, Katya lo siguió. La tierra era áspera, los arbustos deshojados la arañaban. Cuando iniciaron el ascenso, él empezó a flaquear. Clavó las uñas, resbaló, se desplomó jadeando. Ella se colgó el arma y se le acercó a gatas. Él la miró desesperado.

—No puedo —resopló—. Lo lamento. Sigue adelante.

—Casi hemos llegado —le dijo Katya aferrándole la mano izquierda—. Venga, muévete, maldito seas. —Retrocedió, hundió las botas en el suelo, esforzándose como un caballo con una pieza de artillería empantanada. Él apretó los dientes e hizo lo que pudo. Eso bastó. Llegaron arriba y se refugiaron tras una pila de ladrillos. Katya tenía la capa empapada de sudor. El viento la calaba hasta los huesos.

—¿Adonde… vamos? —tosió él.

—Por aquí. —Se levantaron. Ella lo guió, apoyándose en paredes, deteniéndose en cada puerta y esquina para escuchar y mirar. Un par de cazas volaban sobre sus cabezas. El ronroneo de los motores parecía un sonido de insecto en medio de la desolación. Katya oyó un rumor más profundo, artillería. ¿Una escaramuza en la estepa? Mamaev seguía tranquila. Toda la ciudad seguía tranquila, un gran cementerio esperando los truenos del juicio final.

Su meta no estaba lejos, de lo contrario habría sido una locura. No la habrían enviado a tal distancia en el sector alemán si no hubiera demostrado repetidamente que podía desplazarse con el sigilo de un comando…, y esos expertos en destrucción eran menos prescindibles que ella. Si el lugar recomendado resultaba excesivamente peligroso y ella no encontraba deprisa uno mejor, debía desistir y regresar al Lazur.

Desde detrás del árbol de un paseo, vio el cráter de una bomba y dos automóviles destrozados. El edificio al que iba parecía seguro. Pertenecía a una hilera de inquilinatos con aire de barraca. Aunque en mal estado, se elevaba sobre lo que quedaba de sus vecinos, seis pisos. Las ventanas estaban cegadas.

—Allí —le indicó al joven—. A mi señal, corre y entra deprisa. —Sacó los binoculares de la caja que le colgaba del cuello y buscó indicios del enemigo. Sólo ventanas rotas, borrones, cráteres. El aire silbaba y arremolinaba la nieve seca. Bajó la mano y echó a correr. Cuando llegó a la puerta vacía dio media vuelta y se agazapó para disparar contra todo lo que fuera sospechoso. El vendaval de nieve había cesado. El viento hacía rodar un papel.

Oscuras escaleras de cemento conducían arriba. En los rellanos más bajos las puertas desvencijadas yacían sobre un caos de cosas y polvo. Las de arriba estaban cerradas. En el piso superior Katya tanteó un picaporte. Iba a volar la cerradura de un tiro, pero la puerta cedió con un crujido.

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