Oktay Saygun se reclinó, sostuvo el Drambuie a contraluz antes de beber, sonrió. Era un hombre robusto y barrigón, y la nariz era su rasgo más prominente. Aunque su traje no estaba raído, era barato y tenía varios años de uso.
—Ah —murmuró—, delicioso. Es usted un conocedor, kyrie McCready.
—Me alegra que lo disfrutara —replicó el otro—. Espero que ahora se sienta más cómodo conmigo.
Saygun ladeó la cabeza como un pájaro, siempre que el pájaro fuera un búho o un perico bien alimentado. David McCready era dos o tres centímetros más alto que él, delgado y más ágil. Aunque la oscura cara de halcón mostraba sólo cordialidad, los ojos —extrañamente levantinos para una persona de ese nombre— lo escrutaron.
—¿Di la impresión contraría? —preguntó Saygun—. Lo lamento. Qué poca gratitud ante tanta hospitalidad. No fue mi intención, se lo aseguro.
—Oh, no lo culpo. Una llamada telefónica, la invitación de un desconocido. Yo podría tratar de involucrarlo en un plan delictivo. O podría ser un agente extranjero, un espía. En estos días deben de abundar en todas las capitales.
Saygun rió.
—¿Quién se molestaría en subvertir a un pequeño burócrata de los archivos civiles? En todo caso, usted sería el más arriesgado. Piénselo. Ha tenido tratos con nuestra burocracia. Es imposible no tenerlos, especialmente si es extranjero. Créame, cuando nos lo proponemos, podemos obstruir y detener una estampida de elefantes.
—Aun así, son tiempos inseguros.
Saygun se puso serio. Miró hacia la ventana, hacia la noche.
—Ya lo creo. Tiempos malignos. Herr Hitler no se conformó con adueñarse de Austria, ¿verdad? Temo que mister Chamberlain y monsieur Daladier también le dejarán actuar a su antojo con Checoslovaquia. Y, más cerca de aquí, las ambiciones de los zares sobreviven en la Rusia Roja. —Miró de nuevo al anfitrión, extrajo un pañuelo, se enjugó la frente angosta y se alisó el pelo negro—. Perdóneme. Los americanos prefieren el optimismo, ¿verdad? Bien, pase lo que pase, la civilización sobrevivirá. Ha sobrevivido hasta ahora, a pesar de sus cambiantes disfraces.
—Está usted muy bien informado, kyrie Saygun —dijo lentamente McCready—. Y parece que le gusta filosofar.
El turco se encogió de hombros.
—Uno lee los periódicos, escucha la radio. Los cafés se han transformado en una babel política. En ocasiones busco alivio en viejos libros. Ellos me ayudan a distinguir lo efímero de lo duradero.
Vació la copa. McCready la llenó de nuevo y preguntó:
—¿Un cigarro?
—Sí, muchas gracias. Esa cigarrera parece muy promisoria.
McCready sacó dos habanos y un cortapuros que ofreció primero a su huésped, y un encendedor. Se acomodó y habló con voz firme.
—¿Puedo ir al grano ahora?
—Por supuesto. Podría haber empezado antes. Entendí que usted deseaba conocerme. O, si puedo expresarlo así, tantearme.
McCready sonrió socarronamente.
—Creo que usted lo ha hecho mejor que yo.
—Bien, sólo disfruté de una grata conversación y una persona interesante. Todos están fascinados por su maravilloso país, y su carrera como hombre de negocios ha sido notable.
McCready encendió el cigarro del visitante y luego el suyo.
—Hablamos bastante de mí, cuando no comentábamos generalidades. El resultado fue que dijimos muy poco sobre usted. —No hay nada que decir, en verdad. Soy un hombre obtuso e insignificante. No creo que yo le interese. —Saygun aspiró el humo, lo hizo rodar sobre la lengua, exhaló lujuriosamente y paladeó un sorbo de licor—. Sin embargo, por el momento estoy satisfecho. Estos placeres son infrecuentes para un funcionario menor de un rutinario departamento gubernamental. Turquía es un país pobre, y el presidente Ataturk fue bastante implacable con la corrupción.
El tabaco de McCready tardó más en encenderse.
—Amigo mío, usted no es obtuso. Ha demostrado ser muy astuto, muy hábil para ocultar lo que desea ocultar. Bien, no me sorprende. La gente que se halla en nuestra situación y no posee esas cualidades, o no puede adquirirlas, quizá no dure mucho tiempo.
Saygun abrió los ojos turbios.
—¿«Nuestra» situación? ¿De qué habla usted?
—Aún cauto, ¿verdad? Comprensible. Si usted es lo que espero que sea, se trata de un viejo hábito. De lo contrario, se preguntará si soy un embaucador o un demente.
—No, no. Por favor. El anuncio del periódico, el año pasado, me llamó la atención. Enigmático pero… genuino. En verdad, muy bien redactado.
—Gracias. Aunque fue un socio quien lo redactó. Tiene talento para las palabras.
—¿Debo entender que usted colocó ese anuncio en muchos lugares del mundo? —McCready asintió y Saygun continuó—: Supongo que no sólo el idioma sino el texto, el mensaje, variaba según la región. Aquí decía, si no recuerdo mal: «Quienes han vivido tanto tiempo que nuestros antepasados son como hermanos y camaradas para ellos…» Sí, eso atrae a un hombre del Próximo Oriente, ciudadano de una tierra antigua. Pero las personas con mentes reciben la impresión de que un erudito está interesado en conocer a gente vieja que conoce historia, con miras a explorar ese saber. ¿Respondieron muchos?
—No. La mayoría no estaban en sus cabales o buscaban dinero. Usted fue el único de este país que mi agente consideró digno de interés.
—Le ha llevado mucho tiempo. Empezaba a creer que su organización no era seria, que tal vez era un engaño.
—Tuve que estudiar varios informes. Deseché la mayoría. Luego empecé a andar por el mundo. Ésta es mi tercera entrevista.
—Deduzco que un agente de usted conoció a quienes respondieron al anuncio en todas partes. Es obvio que dispone de buenos recursos, kyrie McCready. Para un propósito que aún no me ha revelado y, estoy seguro, ninguno de sus agentes conoce.
El americano asintió.
—Mis agentes se guían por ciertas pautas. —Atisbando a través del humo—: Lo más importante es que los interesados sean jóvenes y saludables, aunque el anuncio aparentaba dirigirse a gente mayor. Expliqué que no deseaba publicidad pero que buscaba a genios natos, con conocimientos y aptitudes allende sus años, especialmente en historia. Mediante el contacto de mentes privilegiadas de diversas civilizaciones, podemos transformarla en verdadera ciencia, más allá de lo que han propuesto pensadores como Spengler y Toynbee. Los agentes sin duda me consideran un chiflado. Sin embargo, pago bien.
—Entiendo. ¿Los otros dos entrevistados resultaron satisfactorios?
—Usted sabe perfectamente que en realidad no busco eso —dijo McCready.
Saygun rió.
—En el caso presente, mejor así. No soy un genio. No, un mediocre total. Y feliz de serlo, lo cual demuestra que soy doblemente obtuso. —Hizo una pausa—. ¿Y los otros dos?
McCready cortó el aire con el cigarro.
—Maldición —exclamó—, ¿debemos andar con evasivas toda la noche?
Saygun se reclinó en la silla. La ancha cara y la blanda sonrisa podían ocultar cautela, alegría, cualquier cosa.
—Dios prohíba que responda con rudeza a tanta generosidad —dijo—. Quizá sería mejor que usted tomara la iniciativa y hablara sin ambages.
—¡Lo haré! —McCready arqueó el cuerpo—. Si me equivoco con usted, no me tomará por un mero excéntrico, sino por un lunático delirante. En tal caso, le sugiero que vuelva a su casa y no mencione esta velada a nadie, porque negaré todo y será usted quien parecerá un necio. —Deprisa—: No es una amenaza. Para comodidad de ambos, solicito su silencio.
Saygun alzó la copa.
—Desde su punto de vista, usted está a punto de correr un riesgo —replicó—. Comprendo. Tiene mi palabra. —Bebió como haciendo un juramento.
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