Poul Anderson - La nave de un millón de años

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Desde las primitivas tribus escandinavas, desde la antigua China y la Grecia clásica, hasta nuestros días y todavía más allá, hacia un tuturo de miles y miles de años, pasando por el Japón Imperial, la Francia de Richelieu, la América indígena y la Rusia estalinista...
La nave de un millón de años

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—No sigas —interrumpió—. Capto la idea. Debí haberlo recordado. Ya ocurrió antes.

—¿Qué?

—En Constantinopla… Estambul… Oh, debió de ser hace novecientos años. Un hombre me descubrió de la misma manera. Laurace iba a levantarse pero se contuvo.

—¿Otro inmortal? —exclamó—. ¿Un hombre? ¿Qué fue de él?

—No lo sé. —Con beligerancia—: No me gustó que me encontraran entonces, y no sé si me gusta ahora. Eres mujer, y supongo que eso cambia las cosas, pero tienes que convencerme, ¿sabes?

—Un hombre —susurró Laurace—. ¿ Quién era ? ¿Cómo era?

—Eran dos. Él tenía un socio. Eran mercaderes en Rusia. Yo no quería ir con ellos, así que me los quité de encima y nunca los volví a ver. Tal vez estén muertos. No hablemos de eso aún.

Las envolvió el silencio de la lluvia.

—Qué vida tan espantosa has tenido —dijo al fin Laurace.

Clara esbozó una sonrisa.

—Oh, tengo aguante. Mis períodos de descanso, cuando vivo bien gracias a lo que he ganado y ahorrado, y las ocasiones en que me casé por dinero, han bastado para darme ganas de seguir viviendo.

—Dijiste que has sido casi siempre una madame desde que viniste a Estados Unidos… ¿No te resulta mejor de lo que… eras antes?

—No siempre.

2

Odiaba dormir en su lugar de trabajo. En Chicago tenía un apartamento a cinco calles. Habitualmente se iba a casa a las dos o tres de la mañana, y tenía las tardes libres; entonces la clientela raleaba y Sadie podía arreglarse. Iba de compras al centro, disfrutaba del sol y las flores en Jackson Park, visitaba uno de los museos construidos después de la Exposición Colombina, o viajaba en tranvía a la campiña, quizá con alguna de las chicas, a veces sola, pero siempre como una dama.

Bajo el fulgor de las lámparas de gas, la cenicienta acera estaba desierta como la luna. Aunque caminaba con paso ligero, sus pisadas le resonaban en los oídos. Dos hombres salieron del callejón, dos sombras hasta que se le acercaron.

Sofocó un jadeo. Sintió un escalofrío. El de la derecha era una mole maloliente, con la barba crecida. El de la izquierda era casi un niño. No tenía color en la cara salvo el reflejo de los faroles, amarillo como pus, y cada tanto soltaba una risita tonta.

—Hola, Srta. Ross —dijo el grandote con voz ronca—. Bonita noche, ¿eh?

Tonta, se dijo, tonta, debí tener cuidado, debí contratar a un guardaespaldas, pero no, no quise hacerlo, tenía que ahorrar cada céntimo para comprar más años de libertad… Con una fuerza de voluntad que ya era un antiguo hábito, mató el miedo. No podía permitírselo.

—No os conozco —dijo—. Dejadme en paz.

—Oh, nosotros la conocemos. El señor Santoni la señaló en la calle cuando pasaba. Nos pidió que tuviéramos una pequeña charla con usted.

—Marchaos o llamaré a la policía.

El chico protestó.

—¡Calla, Lew! —dijo el grandote—. Te impacientas demasiado. —Y a ella—: No sea así, Srta. Ross. Sólo queremos charlar un rato. Venga, calladita.

—Hablaré con tu jefe, el señor Santoni. Hablaré con él de nuevo si insiste. —Un modo de comprar tiempo—. Hoy mismo, sí.

—Oh, no. No tan pronto. Él dice que ha sido poco razonable. —Él quiere añadir mi local a su cadena, quiere terminar con todos los establecimientos independientes de la ciudad, tenemos que obedecer su voluntad y pagarle tributo. ¡Cristo, antes de que sea demasiado tarde, mándanos un hombre con una escopeta recortada!

Ya era demasiado tarde para ella.

—Quiere que Lew y yo charlemos primero con usted. No puede perder más tiempo discutiendo, ¿entiende? Ahora venga calladita y estará bien, Lew, guarda esa maldita navaja.

Trató de correr. Un largo brazo la detuvo. La aferraron con eficacia: si se resistía se dislocaría el hombro. A la vuelta de la esquina aguardaba un cabriolé con su cochero. Poco después llegaron a un edificio.

El grandote tuvo que frenar al chico varias veces. Luego le pasaba una esponja, le hablaba con calma, le daba un cigarrillo y empezaban de nuevo. Valiéndose de experiencias pasadas, evitó daños que serían permanentes incluso para ella. De hecho, el cabriolé la dejó frente a la casa de un médico.

Los del hospital se sorprendieron de la rapidez de su curación y la falta de marcas. Aunque no la interrogaron, entendieron de qué se trataba y no les sorprendió que fuera dócil, gentil y risueña. Bien, un cuerpo tan extraordinario debía de generar una personalidad igualmente flexible.

Carlotta Ross redujo sus pérdidas, vendió lo que pudo y se perdió de vista. Nunca había oído hablar del rival que luego liquidó a Santoni. Rara vez se molestaba en vengarse. Al final el tiempo se encargaba de eso. Se contentaba con empezar de nuevo en otra parte, advertida de antemano.

3

—Pero me las apaño. Estoy habituada a esta vida. Y soy buena en mi oficio. —Clara rió—. A estas alturas, debería serlo, ¿eh?

—¿Odias a todos los hombres? —le preguntó Laurace.

—¡No me compadezcas…! Lo lamento, tienes buenas intenciones, no debí irritarme. No, conocí a algunos que eran decentes. No en mi trabajo, habitualmente, y no eran para mí. Pero yo tampoco tengo que aguantarlos; me basta con su dinero. De cualquier modo, no podría tener a nadie de veras. Tú tampoco podrías.

—No para siempre, desde luego. A menos que algún día encontremos a otros de nuestra especie. —Laurace le vio la expresión—. Otros que nos agraden.

—¿Te importa si bebo otro trago? Yo me serviré. —Clara se sirvió y sacó un cigarrillo de la cartera. Preguntó, sin irritación, casi con timidez—: ¿ Y tú, Laurace? ¿Cómo te sientes? Dijiste que fuiste esclava. Eso debió de ser tan malo como lo que yo conocí. Quizá peor, Cristo sabe cuántos esclavos vi en mi vida.

—A veces era muy malo. A veces era cómodo. Pero no tenía libertad. Al fin me escapé. Gente blanca que se oponía a la esclavitud me hizo llegar a Canadá. Allí encontré trabajo como criada.

Clara estudió a Laurace.

—No hablas ni te comportas como sirvienta —murmuró.

—He cambiado. Mis patrones me ayudaron mucho. Los Dufour: una familia bondadosa y próspera de Montreal. Cuando vieron que quería perfeccionarme, me permitieron ir a la escuela después de las horas de trabajo, y los sirvientes trabajaban mucho en esos tiempos, así que tardé años… pero siempre estaré agradecida a los Dufour. Aprendí un correcto inglés, a leer y escribir, aritmética. Por mi parte, tratando con los del pueblo, aprendí un poco de francés. Me transformé en rata de biblioteca, en la medida en que lo permitían las circunstancias. Así obtuve una educación fragmentaria, pero llené las lagunas a medida que pasaban los años.

«Primero tuve que dominar la memoria. Cada vez me costaba más extraer lo que deseaba de esa masa de recuerdos. Me costaba pensar. Tenía que hacer algo. Supongo que tuviste el mismo problema.

Clara asintió.

—Fue terrible durante cincuenta años. No sé qué hice ni cómo, no recuerdo mucho y todo se me confunde. Pude haberme metido en apuros y morir, excepto que…, bien, caí en manos de un chulo. Él, y luego su hijo, se encargaron de pensar por mí. No eran malos tíos, dadas las circunstancias, y desde luego mi juventud permanente me hacía especial, tal vez mágica, así que no se atrevían a maltratarme…, al menos con las mismas pautas que imperaban en el Próximo Oriente en el siglo ocho. Creo que nunca se lo contaron a nadie, pero cada tantos años me llevaban a otra ciudad. Entretanto, poco a poco me avispé, y cuando murió el hijo ya estaba preparada para arreglármelas por mi cuenta. Me pregunto si la mayoría de los inmortales tendrán la misma suerte. Un demente o un retardado no durarían mucho sin un protector, en la mayoría de los lugares y las épocas, ¿verdad?

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