Poul Anderson - La nave de un millón de años

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Desde las primitivas tribus escandinavas, desde la antigua China y la Grecia clásica, hasta nuestros días y todavía más allá, hacia un tuturo de miles y miles de años, pasando por el Japón Imperial, la Francia de Richelieu, la América indígena y la Rusia estalinista...
La nave de un millón de años

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—Mi última esposa murió el año pasado, joven. Tuberculosis. Probamos suene en un clima seco, hicimos lo posible, pero… Bien, no teníamos hijos, y ya es hora de que yo cambie de identidad. Me estoy preparando para ello. Se instalaron en la sala del frente en sillas de madera. Sobre la cabeza de Peregrino coleaba una cromolitografía, un autorretrato de Rembrandt. Aunque la copia era muy mala, los ojos conservaban esa pesadumbre mortal. Tarrant sacó una botella de whisky del bolso. Ilegalmente, llenó los dos vasos que había traído el anfitrión. También le ofreció habanos. Esas pequeñas gratificaciones brindaban cierta satisfacción.

—¿Y cómo te han ido las cosas? —preguntó Peregrino.

—He estado atareado. No sé a cuánto asciende mi fortuna, pues tendría que revisar los libros de varios alias. Pero es enorme, y mayor cada día. Te necesito, entre otras cosas, para que me ayudes a pensar en qué gastarla. ¿Y tú?

—Una vida apacible. Cultivo mi tierra, hago cosas en mi taller de carpintería, asesoro a mi congregación. Es una iglesia nativa, así que en verdad no soy como un pastor blanco. Enseño en la escuela. Lamentaré abandonarla. Ah y leo mucho, tratando de aprender acerca de tu mundo.

—Y supongo que eres el consejero de Quanah.

—Bien, sí. Pero no creo que yo sea el poder que hay detrás de su pequeño trono ni nada por el estilo. Lo hizo todo por sí mismo. Es un hombre notable. Entre los blancos habría sido un Lincoln o un Napoleón. Mi mayor mérito ha sido posibilitar ciertas cosas, facilitarlas. Pero fue él quien las hizo.

Tarrant asintió recordando. La gran alianza de los comanches, los kiowas, los cheyennes y los arapaho, con Quanah como gran jefe. El sangriento choque de Adobe Walls, el año de guerra y persecuciones que siguió. Los últimos supervivientes, encabezados por Quanah, yendo a la reserva en 1875. Las buenas intenciones de un agente de asuntos indígenas tres años después, cuando logró que los comanches salieran bajo escolta militar en una última cacería de búfalos y no quedaban búfalos. Y aun así, aun así…

—¿Dónde está ahora? —preguntó Tarrant.

—En Washington —dijo Peregrino, y notó la sorpresa del otro—. Va allí con frecuencia. Es el portavoz de todas las tribus. Y, bien lo lamento por McKinley, pero eso llevó a Theodore Roosevelt a la Casa Blanca. Él y Quanah se conocen, son amigos.

Fumó un rato en silencio. Los inmortales rara vez tienen prisa. Al fin continuó:

—Entre nosotros, Quanah es algo más que un rico granjero. Es un cabecilla y un juez, nos mantiene unidos. El peyote y las muchas esposas no son del agrado de los blancos, pero lo soportan porque no sólo nos permite continuar a nosotros, sino que así a ellos les permite tener la conciencia tranquila. No es un individuo recatado. Le gusta contar historias con un lenguaje que haría sonrojar a un marinero. Pero es… la reconciliación. Se hace llamar Quanah Parker, en memoria de su madre. Últimamente ha hablado de hacer trasladar aquí los huesos de ella y de su hermana, para que puedan descansar junto a los suyos. Oh, no me preocupo. Los indios tenemos un difícil camino por delante, y muchos caeremos. Pero Quanah nos puso en marcha.

—Y tú lo indujiste —dijo Tarrant.

—Bien, trabajé contra los profetas, usé mi escasa influencia para inculcar la paz al Pueblo. Y tú, por otra parte, cumpliste tu promesa.

Tarrant sonrió con picardía. Había costado. No sólo comprar a los políticos, sino comprar o presionar a hombres que a su vez cerrarían tratos con los adustos incorruptibles. Pero Quanah no había ido a la cárcel ni a la horca.

—Sospecho que eres demasiado modesto —dijo Tarrant—. No importa. Hicimos nuestra labor. Tal vez hayamos justificado nuestras largas vidas; no sé ¿Estás preparado para el viaje?

Peregrino asintió.

—Aquí no puedo hacer más que otros a quienes contribuí a preparar. Y hace más de un cuarto de siglo que estoy en esta reserva. Quanah me ha protegido, me mantuvo oculto en un rincón, exhortando a los de buena memoria, a no hablar de mí con los forasteros. Pero no es como la pradera. La gente se hace preguntas. Si la noticia llegara a los periódicos… Ah, esa preocupación ha terminado. Le dejaré una carta y mi bendición.

Miró hacia el oeste por la ventana. Se llevó a los labios la bebida de gente que antaño había sido bárbara que atacaban el sur y se retiraban al norte en una guerra tras otra, buscando libertad.

—Es hora de empezar de nuevo —dijo.

XV. Reunión

1

La lluvia arreciaba. Limpiaba el calor y la mugre, convertía el aire en una humareda gris y maloliente. El caracoleo de los relámpagos transformaba el color en mercurio, y el trueno sofocaba el ruido de los motores, las bocinas, el agua que goteaba de las ruedas. Un rayo apuñaló el Empire State Building y se diluyó en la telaraña de acero que había bajo la mampostería. Los coches y autobuses llevaban los faros encendidos a plena tarde. Aun en el centro había pocos peatones, y se encorvaban bajo los paraguas o corrían de las marquesinas a los toldos. No se conseguían taxis.

En las afueras, la calle de Laurace Macandal estaba desierta. Habitualmente era una calle ajetreada, llena de bullicio y luces incluso después del anochecer. Pequeños clubes nocturnos habían surgido entre los modestos inquilinatos del vecindario, y ella había reformado esa vieja mansión. A pesar de los malos tiempos, los blancos aún iban a Harlem a disfrutar del jazz, el baile, la comedia y esa despreocupación que atribuían a los negros. En ese momento todos se quedaban dentro esperando que mejorase el tiempo.

Laurace miró un reloj y llamó a una de las criadas.

—Escucha bien, Cindy. No has estado demasiado tiempo en el servicio, y hoy sucederá algo importante. No quiero que cometas errores.

—Sí, Mama-lo —dijo la muchacha con tono reverente.

Laurace meneó la cabeza.

—Eso, por ejemplo. Ya te he dicho que soy «Mama-lo» sólo en momentos sagrados.

—Perdón…, señora: —Las lágrimas enturbiaron los ojos de la muchacha. La mujer que hablaba con ella parecía joven pero antigua como el tiempo; alta, delgada, con un vestido marrón de austera elegancia, en la muñeca izquierda un brazalete con una serpiente de plata, en la garganta un medallón dorado donde un círculo y un triángulo entrelazados rodeaban un rubí; tez oscura, cara angosta, nariz arqueada, pelo lacio y rígido—. Siempre lo olvido.

Laurace sonrió y dio unas palmaditas a la mano de la criada.

—No temas, querida. —Su voz, que podía sonar como una trompeta, cantaba como un violín—. Eres joven y tienes mucho que aprender. Pero quiero que entiendas que mi visitante de hoy es especial. Por eso no habrá hombres por aquí excepto Joseph, y él se quedará cuidando el coche. Tú ayudarás en la cocina. No salgas de allí. No, no es que atiendas mal la mesa, y eres más bonita que Conchita, pero ella tiene más categoría. La categoría se debe ganar, no sólo mediante el servicio sino mediante la devoción y el estudio. Tu momento llegará, sin duda. Ante todo, Cindy, debes guardar silencio. No debes decir una palabra a nadie, nunca, acerca de quién es mi huésped ni de lo que llegues a ver u oír. ¿Entiendes?

—Sí, señora.

—Bien. Ahora vete, niña. Oh, y mejora tu inglés. Nunca irás a ninguna parte si no demuestras cultura. Si no tienes cultura. El maestro Thomas me dice que tampoco andas bien en aritmética. Si necesitas ayuda, pídela. La enseñanza no es sólo su trabajo, sino su vocación.

—Sí, señora.

Laurace inclinó la cabeza y cerró los grandes ojos como si escuchara algo.

—Tu buen ángel revolotea por aquí —dijo—. Ve en paz.

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