Poul Anderson - La nave de un millón de años

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Desde las primitivas tribus escandinavas, desde la antigua China y la Grecia clásica, hasta nuestros días y todavía más allá, hacia un tuturo de miles y miles de años, pasando por el Japón Imperial, la Francia de Richelieu, la América indígena y la Rusia estalinista...
La nave de un millón de años

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La muchacha se alejó, pulcra en su uniforme almidonado, radiante de repentina alegría.

A solas, Laurace se paseó por la sala, cogió objetos, los acarició y luego los dejó donde estaban. Había decorado esa sala al estilo Victoriano: paneles de roble, muebles pesados, alfombra y cortinas gruesas, vitrinas para curiosidades selectas, un anaquel de libros aún más selectos encima de los cuales descansaba el busto blanco de un hombre que había sido negro. Las bombillas eléctricas del candelabro de cristal eran opacas; la lluvia creaba una atmósfera crepuscular. El erecto era cautivante sin ser abiertamente extraño.

Cuando, por una ventana, vio llegar el coche, Laurace olvidó sus inquietudes y se enderezó. Todo dependería de la impresión que ella causara.

El chófer salió con un gran paraguas, fue hasta el flanco derecho y abrió la portezuela trasera. Escoltó a la pasajera hasta el porche, donde tocó la campanilla. Laurace no lo vio, pero lo supo al oírlo. También supo que las dos criadas recibían a la visitante, cogían el abrigo y la guiaban por el vestíbulo.

Cuando la mujer entró en la sala, Laurace le salió al encuentro.

—Bienvenida, bienvenida —dijo, aterrándole ambas manos. Clara Rosario respondió con un ademán contenido y una sonrisa parca. Parecía fuera de lugar con su ropa de colores chillones. Aunque tenía pelo oscuro y rizado, tez tostada y labios carnosos, era de raza blanca, con ojos castaños, nariz recta, pómulos anchos. Laurace era siete centímetros más alta. No obstante, Clara se comportaba con aplomo, como era de esperar con esa figura.

—Gracias —replicó con cierta brusquedad. Mirando a su alrededor—: Vaya lugar tienes aquí.

—Estaremos a solas en mi cuarto —dijo Laurace—. Tiene un gabinete de licores. ¿O prefieres té o café? Ordenaré que lo traigan.

—No, gracias. Un trago me vendría bien. —Clara rió nerviosamente.

—Puedes quedarte a comer, ¿verdad? Te prometo una cena cordón bien. Para entonces habremos terminado con nuestros… asuntos, y podremos relajarnos para disfrutarla.

—Bien, no demasiado tarde. Me esperan, ya sabes. Yo dirijo las cosas. Y puede haber problemas si no estoy. Los hombres están muy nerviosos hoy en día, preguntándose qué nuevo desastre habrá.

—Y no queremos que nadie se pregunte en qué andas —convino Laurace—. No te preocupes. Te irás a tiempo. —Cogió el brazo de Clara—. Por aquí, por favor.

Clara se puso tensa cuando cerraron la puerta. El pequeño cuarto, rodeado de ventanas con gruesas cortinas, era muy exótico. Había esteras de paja en el suelo y pieles de leopardo sobre las extrañas sillas. Dos máscaras africanas dominaban una pared. Entre éstas, en un estante, había un cráneo humano. Enfrente se extendía una piel de pitón de dos metros y medio. Del otro lado, en un altar de mármol con un paño blanco de bordes rojos, había un cuchillo, un cuenco de cristal con agua y un candelabro de bronce de siete brazos. En una mesa había una lámpara de pantalla gruesa, junto a cigarreras de plata, cerillas y un incensario cuyo humo dificultaba la respiración. El gabinete y la consola de radio que flanqueaban la entrada pasaban casi inadvertidos en su familiaridad, así como la mesilla con vasos, cubitera, agua de Seltz, jarra, ceniceros y fuentes con golosinas.

—No te alarmes —dijo Laurace—. Habrás visto guaridas de magos en el pasado.

Clara asintió y tragó saliva.

—Algunas veces. ¿Quieres decir que tú…?

—Bien, sí y no. Estas cosas no son para usar, sino para comunicar sacralidad, poder, misterio. Además, nadie se atrevería a abrir esa puerta sin mi permiso, en ninguna circunstancia. Podemos hablar con franqueza.

Clara se animó. No habría resistido a través de los siglos sin coraje, y su anfitriona sólo le ofrecía amistad, y siempre que ello fuera posible.

—Supongo que hemos seguido caminos muy diferentes.

—Es hora de que los unamos. ¿Deseas escuchar música? Puedo sintonizar dos buenas emisoras.

—No, hablemos. —Clara hizo una mueca—. No escucho música todo el tiempo, sabes. Regento un establecimiento prestigioso.

—Pobrecilla —dijo Laurace con tono dulce pero apenado—. No te resulta fácil, ¿verdad? ¿Alguna vez te fue mejor?

Clara irguió la cabeza.

—Me las apaño. ¿Qué me dices de ese trago?

Escogió un fuerte bourbon con agua, junto con un cigarrillo, y se acomodó en el sofá. Laurace sirvió una copa de Burdeos y se sentó frente a ella. Durante un rato sólo se oyó el ruido sordo de la tormenta.

—Bien —dijo al fin Clara, con tono desafiante—, ¿de qué vamos a hablar? —Supongamos que empiezas tú —respondió Laurace con voz suave—. Por donde quieras. Éste es nuestro primer encuentro de verdad. Necesitaremos muchos más. Tenemos mucho que aprender, decidir, y hacer.

Clara tomó aliento.

—Bien —dijo deprisa—. ¿Cómo me encontraste? Cuando apareciste en mi apartamento y me dijiste que también eras inmortal… —No había provocado histeria, pero Laurace había comprendido que era mejor irse. Luego habían entablado tres cautas conversaciones telefónicas, hasta entonces—. Al principio pensé que estabas loca, ¿sabes? Pero parecías normal, ¿y cómo lo habría averiguado una loca? Luego me pregunté si querías chantajearme, pero eso tampoco tenía sentido. Sólo…, bien, ¿cómo sabes qué soy, y cómo puedo saber que tú eres lo que dices? —Alzó el vaso bruscamente y bebió un buen trago—. No quiero ofenderte pero, bueno…, debo estar más segura.

—Es natural que seas cautelosa —dijo Laurace—. ¿Crees que yo no lo soy? Hemos tenido que serlo, para no morir. Pero mira a tu alrededor ¿Esto pertenecería a un delincuente?

—No… A menos que el profeta de un culto… Pero nunca había oído hablar de ti, y me extraña, pues debes de ser muy rica.

—No lo soy. Ni lo es la organización que dirijo. Aunque debo mantener una apariencia de… solidez. No obstante, en cuanto a tu pregunta…

Laurace bebió un sorbo de vino. Continuó con voz lenta, casi soñadora:

—No sé cuándo nací. Si existía alguna documentación, no averigüé dónde hallarla, y debe de haberse perdido. ¿A quién le importaba una esclava negra? Por lo que recuerdo y lo que deduje cuando empecé a estudiar, debo de tener doscientos años. No es mucho, comparado con tu edad. ¿Mil cuatrocientos, dijiste? Pero desde luego me preguntaba, cada vez con mayor desesperación, si estaba sola en el mundo.

»Los que son como nosotras también deben ocultarse. Los hombres pueden adoptar diversos oficios y formas de vida. Las mujeres tienen menos oportunidades. Cuando al fin conté con medios para investigar, era lógico comenzar por el oficio que una mujer casi estaría forzada a ejercer.

—La prostitución —dijo crudamente Clara.

—Ya te he dicho que no juzgo. Hacemos lo que debemos para sobrevivir. Una persona como tú tenía que dejar un rastro, un rastro a menudo discontinuo pero posible de seguir, con tiempo y paciencia. A fin de cuentas, no esperaría que nadie se tomara la molestia. Archivos periodísticos, registros policiales y de los tribunales, documentos impositivos y demás en sitios donde la prostitución era legal, fotografías viejas…, cosas así, compiladas, escogidas, comparadas. Algunos de mis agentes fueron detectives privados, algunos han sido… seguidores míos. Nadie sabe para qué deseaba yo esta información. Poco a poco, a partir de un sinfín de fragmentos, algunas partes encajaron. Una mujer a quien le iba bien en Chicago en los años noventa, hasta que se metió en problemas, curiosamente similar a alguien que apareció luego en Nueva York, y luego alguien de Nueva Orleáns, y después de nuevo en Nueva York.

Clara hizo un gesto cortante.

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