Poul Anderson - La nave de un millón de años

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Desde las primitivas tribus escandinavas, desde la antigua China y la Grecia clásica, hasta nuestros días y todavía más allá, hacia un tuturo de miles y miles de años, pasando por el Japón Imperial, la Francia de Richelieu, la América indígena y la Rusia estalinista...
La nave de un millón de años

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El jefe se erguía cerca de la cabaña, un hacha de mango largo sobre el hombro. La luz de las antorchas le salpicaba la cara y el cuerpo pintarrajeados, la toca con cuernos; Quanah parecía una imagen trémula entrando y saliendo del infierno. Los bravos eran más borrosos, fragmentos de noche que se apiñaban, bailaban, bramaban, agitaban las lanzas como banderas. Las squaws estaban con ellos, empuñando cuchillos o estacas afiladas. La puerta era un bostezo.

Delante había un pequeño espacio vacío. Había tres muertos despatarrados en el umbral. El brazo izquierdo del blanco estaba astillado, alguien le había cortado el cuello sin detenerse a pensar en la diversión. Las puntas de las costillas sobresalían del boquete de la espalda del negro. Un tercero parecía mexicano, aunque tenía tantos tajos y magullones que costaba estar seguro; había caído peleando.

Esos tres eran bastardos con suerte. Dos squaws aferraban a un niño y una niña que chillaban encegados por el miedo. Un blanco alto estaba sentado, Tos hombros encorvados. La sangre le formaba un pegote en el pelo, le manchaba la ropa, goteaba en la tierra. Estaca aturdido. Dos guerreros sujetaban los brazos de una mujer joven que se contorsionaba, pateaba, maldecía e invocaba a su Dios.

Un hombre se apartó del gentío. Una antorcha lo alumbró un instante y Tarrant logró reconocer a Wahaawmaw. Se había colgado el rifle para tener las manos libres. Empuñaba un cuchillo en la derecha. Soltó una risotada, cogió el vestido de la mujer con la izquierda, lo rasgó. La tela se abrió. Hubo un resplandor blanco, y una repentina hilera de gotas de sangre. Sus captores la tendieron de espaldas. Wahaawmaw se llevó la mano al taparrabo. El prisionero se movió, graznó, trató de levantarse. Un bravo le asestó un culatazo en el estómago y el hombre se arqueó vomitando.

Resonó un gruñido de oso pardo. Desde atrás de la cabina embistió Rufus, Colt en mano, agitando el garfio. Dos indios rodaron con la cara destrozada Rufus enfiló hacia la mujer. Los hombres que la sujetaban se levantaron. Rufus disparó a uno en la frente. Al otro le arrancó un ojo con el garfio, y el hombre retrocedió chillando. Pateó la entrepierna de Wahaawmaw. El guerrero se tambaleó y cayó contorsionándose junto al blanco. Trató de ahogar un grito, pero no pudo contenerlo.

La llama de las antorchas devolvía a la barba de Rufus su color genuino. Se plantó con las piernas a ambos lados de la mujer, balanceándose, ebrio como una cuba pero con el Colt amartillado.

—De acuerdo, cerdos mugrientos —tronó—, llenaré de plomo al primero que se mueva. Ella se irá en libertad, y…

Wahaawmaw se incorporó y rodó. Rufus no llegó a verlo. Tenía demasiado que observar.

—¡Cuidado! —gritó Tarrant sin poder contenerse. Los alaridos de los indios le ahogaron la voz. Wahaawmaw se descolgó el rifle y disparó desde el suelo.

Rufus se tambaleó, soltó la pistola. Wahaawmaw disparó de nuevo. Rufus se derrumbó. Su cuerpo cayó sobre la mujer y la aplastó contra el suelo.

Tarrant se abrió paso a codazos. Llegó al claro y cayó de rodillas junto a Rufus.

—O sodalis, amice perennis…

Borbotones de sangre manchaban la boca y la barba roja. Rufus jadeaba… Por un instante pareció sonreír, aunque Tarrant no podía ver bien bajo el fluctuante resplandor de las antorchas o la luz de las estrellas. Abrazó ese corpachón de donde se escapaba la vida.

Sólo entonces notó que se había hecho el silencio. Miró hacia arriba. Quanah se erguía sobre él, el hacha tendida como un techo o un escudo de piel de búfalo. ¿Había ordenado silencio a su gente? La multitud era un borrón, lejos de él y los muertos, los heridos, los cautivos. Aquí y allá una llamarada alumbraba una cara o arrancaba un destello a un par de ojos.

Tarrant apartó a Rufus de la mujer. Ella se movió, abrió los ojos, gimió.

—Calma —murmuró Tarrant. Ella se incorporó, avanzó a gatas hacia el marido. Las squaws habían soltado a los niños, que ya estaban junto a ella. Él había recobrado el conocimiento. Al menos, pudo sentarse erguido y abrazar a los suyos.

Los guerreros heridos por Rufus se habían reunido con la multitud, excepto el muerto y Wahaawmaw quien se había levantado pero se apoyaba en el rifle, temblando, aferrándose la dolorida entrepierna Tarrant también se levantó. Quanah bajó el hacha. Ambos se miraron.

—Esto es malo —dijo al fin el jefe—. Muy malo.

Un capitán de Fenicia sabía aprovechar cada oportunidad, por mala que fuera la situación.

—Sí —respondió Tarrant—. Uno de tus hombres ha matado a uno de tus huéspedes.

—Él, tu hombre, irrumpió entre los nuestros causando muerte.

—Tenía derecho a hablar, a ser oído en tu consejo. Cuando tus nermernuh le cerraron el paso, quizá con intención de atacarlo, actuó en defensa propia. Estaba bajo tu protección, Quanah. En el peor de los casos, pudiste hacerlo capturar por detrás, con tantos hombres a tu mando. Creo que lo habrías hecho de haber tenido la oportunidad, pues todos te llaman hombre de honor. Pero esa criatura le disparó primero.

Wahaawmaw gruñó con furia. Tarrant no sabía cuánto habría entendido. El argumento era débil, casi ridículo. Quanah podía desecharlo de inmediato. Sin embargo…

Peregrino se adelantó. Era unos cinco centímetros más alto que el jefe. Llevaba un manojo de hierbas medicinales y una vara de la que colgaban tres colas de búfalo, cosas que debía de haber traído desde el tipi. La multitud cuchicheaba, las antorchas chisporroteaban. Dertsahnawyeh, el que no moría, tenía poder para inspirar reverencia en el corazón más fiero.

—Quédate donde estás, Jack Tarrant —dijo en voz baja—, mientras Quanah y yo hablamos.

El jefe asintió. Impartió órdenes. Wahaawmaw protestó pero obedeció perdiéndose entre la multitud. Varios guerreros se acercaron, rifle en mano, para vigilar a los blancos. Quanah y Peregrino se perdieron en la noche.

Tarrant se acercó a los prisioneros y se agachó.

—Escuchad —dijo en voz baja—, tal vez logremos liberaros. Callad, no digáis nada. Los indios han recibido una sorpresa que los ha aplacado un poco, pero no hagáis nada para recordarles que desean destruiros.

—Entendido —dijo el hombre, con claridad aunque no con firmeza—. Pase lo que pase, os debemos nuestras plegarias, a ti y a tu socio.

—Él acudió corno un caballero del rey Arturo —logró susurrar la mujer.

Acudió como un idiota borracho, pensó Tarrant. Podría haberlo disuadido si lo hubiera sabido. Lo habría hecho. Oh, Rufus, viejo amigo, siempre odiaste estar solo, y ahora lo estás para siempre.

El hombre tendió la mano.

—Tom Langford —dijo—. Mi esposa Susan. Nancy. Jimmy… James —corrigió pues a pesar del polvo, las lágrimas y una magulladura, el niño había mirado al padre reprochándole el diminutivo. Tarrant quiso reír.

Se contuvo, se presentó y concluyó:

—Será mejor que no hablemos más. Además, los indios esperan que yo atienda a mi muerto.

Rufus estaba a tres metros de los Langford. Podría haber estado a tres mil kilómetros. Tarrant no podía lavarlo, pero enderezó el cuerpo, le cerró los ojos, sujetó la mandíbula con un pañuelo. Le sacó el cuchillo y se abrió tajos en la cara, los brazos y el pecho. La sangre brotaba y goteaba, nada serio pero suficiente para impresionar a los curiosos. Así lloraban ellos a los muertos, no el hombre blanco. Sin duda, el muerto era muy importante, y merecía ser vengado con cañones y sables a menos que apaciguaran a sus amigos. Al mismo tiempo, el amigo que estaba aquí no lloraba por él, y eso también era turbador. Poco a poco, los nermernuh regresaron a la placidez del campamento.

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