»Hace unos treinta años regresé. En el sureste las tribus tenían probabilidades de durar más tiempo. Los nermernuh (¿sabes que «comanche» viene del español, verdad?) habían expulsado a los apaches. Habían combatido a los kiowas y los habían transformado en aliados; durante trescientos años habían resistido contra los españoles, los franceses, los mexicanos, los texanos, y habían llevado la guerra a territorio enemigo. Ahora los americanos se proponen aplastarlos para siempre. Merecen algo mejor, ¿no crees?
—¿Y qué estás haciendo? —La pregunta de Tarrant pareció revolotear como esas alas negras en el cielo.
—A decir verdad, estuve primero entre los kiowas —dijo Peregrino—. Tienen mente más abierta que los nermernuh, incluso en cuanto a la longevidad. Los comanches creen que un hombre verdadero muere joven, en la batalla o la cacería, mientras es fuerte. No confían en los viejos y los tratan mal. No como mi gente, hace mucho… Yo dejé que mi reputación creciera con el tiempo. Fue una ayuda que supiera tratar a los heridos y enfermos. Nunca me di aires de profeta. Esos predicadores locos han causado la muerte de millares, y el fin aún no llega. No, simplemente iba de tribu en tribu, y llegaron a pensar que yo era sagrado. Hice lo que pude en materia de curación y asesoramiento. Siempre he aconsejado la paz. Es una larga historia. Al fin me uní a Quanah, porque se estaba convirtiendo en el último gran jefe. Todo dependerá de él.
—¿Has dicho paz? —Y lo que podamos salvar para nuestros hijos. Los comanches no tienen ningún legado de sus antepasados, nada en lo que puedan creer de veras. Eso los tiene a mal traer. Los vuelve presa fácil de los.
Personajes como Profeta Búho. Encontré una nueva: entre los kiowas y la estoy trayendo a los nermer-nuh. ¿Conoces el cacto peyote? Abre un camino, aquieta el corazón…
Peregrino se detuvo. Una risa le aleteó en la garganta.
—Bien, no me proponía hablar como un misionero.
—Me alegrará escucharte más tarde —dijo Tarrant, mientras pensaba: He visto ir y venir tantos dioses. ¿Qué más da uno más?—. Me interesan tus ideas para lograr la paz. Te he dicho que tengo dinero. Y siempre me las he ingeniado para manejar ciertos hilos. ¿Comprendes? Algunos políticos me deben favores. Puedo comprar a otros. Elaboraremos un plan. Pero primero debemos sacarte de aquí, regresar a San Francisco, antes de que te metan una bala en los sesos. ¿Por qué diablos viniste con estos guerreros?
—Ya te he dicho que debo lograr que me escuchen —explicó fatigosamente Peregrino—. Es un trabajo difícil. Ante todo, recelan de los viejos, y ahora que su mundo se despedaza temen una magia tan extraña como la mía y… Tienen que comprender que no soy cobarde, que estoy de su lado. No puedo abandonarlos ahora.
—¡Un momento! —ladró Rufus.
Lo miraron fijamente. Rufus se plantó con las piernas separadas, el sombrero echado hacia atrás, la cara roja y curtida. El garfio que había perforado a sus enemigos lucía repentinamente frágil bajo ese cielo.
—Un minuto. Jefe, ¿en qué estás pensando? Lo primero que debemos hacer es salvar a esos rancheros. Tarrant se humedeció los labios.
—No podemos —respondió con desgana—. Somos dos contra un centenar. A menos… —Miró a Peregrino.
El indio meneó la cabeza.
—En esto el Pueblo no me escuchará —les dijo con voz opaca—. Sólo perdería la poca influencia que tengo.
—¿No podemos pagar rescate por la familia? He oído que los comanches a menudo venden a los prisioneros. He traído mercancías, además de los presentes. Y Herrera me dará su ganado si le prometo una paga en oro.
Peregrino reflexionó.
—Bien, tal vez.
—Eso es como dar a esos demonios recursos para matar más blancos —protestó Rufus.
—Me decías que estas cosas no son nuevas en la Tierra —dijo Peregrino con incisiva amargura.
—Pero los bárbaros de Europa eran blancos. Incluso los turcos… Oh, olvídalo. Cabalgas con estos animales…
—Basta, Rufus —intervino Tarrant—. Recuerda a qué vinimos. No es de nuestra incumbencia salvar a unos pocos que dentro de un siglo ya estarán muertos. Veré si puedo hacerlo, pero Peregrino es nuestro verdadero hermano. Cálmate.
Rufus dio media vuelta y se alejó. Tarrant lo siguió con los ojos.
—Se le pasará —aseguró—. Malhumorado y no muy inteligente, pero me ha sido fiel desde antes de la caída de Roma.
—¿Por qué se preocupa por personas efímeras como insectos? —dijo el chamán.
La pipa de Tarrant se había apagado. La encendió de nuevo mirando las volutas de humo.
—También los inmortales reciben la influencia del medio —le dijo—. Estos últimos doscientos años hemos vivido principalmente en el Nuevo Mundo. Primero Canadá, cuando era francés, pero luego nos mudamos a las colonias inglesas. Más libertad y más oportunidades, si eras inglés, como por supuesto alegábamos ser. Luego fuimos americanos; lo mismo.
»A él le afectó más que a mí. Yo he tenido esclavos, y acciones de un par de plantaciones, pero nunca pensé mucho en ello. Siempre había dado por sentada la esclavitud, y era una desgracia que le podía ocurrir a cualquiera, al margen de las razas. Cuando terminó la guerra de Secesión y muchas otras cosas, para mí fue otra vuelta en la rueda de la historia. Como propietario de naves en San Francisco no necesitaba esclavos.
»Pero Rufus tiene un alma primitiva. Quiere algo a lo cual aferrarse…, algo que los inmortales no podemos tener, ¿verdad? Ha profesado una docena de creencias cristianas. La última vez se convirtió en una ceremonia baptista, y aún evoca muchas cosas. Antes y después de la guerra tomó en serio lo que oía acerca del derecho y el deber de la raza blanca de dominar a las de color. —Tarrant rió sin alegría—. Además, no ha visto una mujer desde que salimos de Santa Fe. Se decepcionó al descubrir que en el Llano Estacado las mujeres comanches no son tan complacientes con los forasteros como en el norte. Quizás haya mujeres blancas en esa cabaña. Rufus no sabe que él mismo las desea… Oh, se conformaría con ser respetuoso y galante y recibir miradas de adoración, pero la idea de que las viole un piel roja tras otro es más de lo que puede soportar.
—Quizá tenga que soportarlo —dijo Peregrino.
—Sí, quizá. —Tarrant hizo una mueca—. Admito que no me gusta la idea, ni la de pagar el rescate con armas. No soy tan insensible como… como debo aparentar que soy. —Creo que no ocurrirá nada durante horas.
—Bien. Debo entregar mis presentes a Quanah, someterme a las formalidades… Quiero que me asesores, pero no enseguida. Caminemos. Tenemos mucho de qué hablar. Tres mil años.
Los guerreros formaron un círculo. Ahora callaban con dignidad felina, pues ésta era una ocasión ceremonial. El sol poniente sacaba lustre al pelo color obsidiana y a la piel color caoba, encendía llamas en los ojos.
Entre sus hombres, delante del tipi, Quanah recibió los presentes de Tarrant. Dio un discurso en la lengua de su padre, prolongado y sin duda con muchas imágenes, al estilo de sus antepasados. Cuando concluyó, Peregrino, de pie junto al visitante, dijo en inglés:
—Te da las gracias, te llama amigo, y mañana escogerás entre sus caballos el que más te agrade. Un gesto generoso muy en un hombre que está en pie de guerra.
—Sí, lo sé —dijo Tarrant. A Quanah, en español—: Gracias, gran jefe. ¿Puedo pedir un favor, en nombre de la amistad que tan benévolamente nos ofreces?
Herrera, unos pasos atrás, se sobresaltó, se puso tenso y entornó los ojos. Tarrant no había ido a verlo al regresar, sino que había juntado los presentes y había enfilado directamente allí. La noticia se difundió deprisa y Herrera, al ver que se reunían los bravos, había ido por cortesía y por prudencia. —Adelante —dijo el impasible Quanah.
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