Poul Anderson - La nave de un millón de años

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Desde las primitivas tribus escandinavas, desde la antigua China y la Grecia clásica, hasta nuestros días y todavía más allá, hacia un tuturo de miles y miles de años, pasando por el Japón Imperial, la Francia de Richelieu, la América indígena y la Rusia estalinista...
La nave de un millón de años

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—He tratado con ellos desde que tenía la edad de Pedro, al igual que mis padres antes que yo —dijo Herrera—. Uno liega a entenderlos, quiéralo o no.

Tarrant asintió. Hacía un siglo que los comancheros operaban desde Santa Fe, desde que De Anza había detenido a las tribus y había logrado una paz duradera porque los indios le tenían respeto. Era sólo una paz con los neomexicanos. Los españoles de otras partes, otros europeos, los mexicanos que gobernaron después, los americanos —texanos, confederados, nordistas— que despojaban a los mexicanos, ésos seguían siendo su presa; y había habido tanto derramamiento de sangre y crueldad por ambas partes que una tregua entre los comanches y los texanos era tan impensable como una tregua entre los comanches y los apaches.

Tarrant trató de concentrarse en el caballo. Él y Rufus habían adquirido bastante destreza para cabalgar al estilo de las praderas, pero a fin de cuentas eran marinos. ¿Por qué su búsqueda no los habría conducido al Pacífico Sur, o a las costas de Asia, o a cualquier otra parte que no fuera este desierto sin límites?

Bien, quizá la búsqueda tocara a su fin. Por mucho que antes hubiera pensando en ello, le aceleraba la sangre y le hacía cosquillear la espalda. ¡Oh Hiram, Psammetk, Piteas, Althea, Athenais-Aliyat, cardenal Armand Richelieu, Benjamín Franklin, cuan lejos de vosotros me ha llevado el Río! Y todos los de menor importancia, incontables, perdidos en el polvo, totalmente olvidados salvo por los destellos de su memoria, un camarada de décadas o un compañero de juerga en una taberna, una esposa y los hijos que le había dado o una mujer con quien había compartido una sola noche…

El grito de Herrera lo arrancó del trance.

—¡Alto! —exclamó, y lanzó un torrente de palabras extrañas.

Rufus se llevó la mano izquierda a la pistola. Tarrant lo disuadió con un gesto. Los jóvenes pararon las bestias de carga. Miraban a todas partes. Esto era nuevo para ellos y estaban nerviosos. A pesar de los peligros que había corrido, a Tarrant se le puso carne de gallina.

Dos hombres habían salido de un cerro cubierto de matorrales, desde donde debían de estar observando. Sus potros, con mataduras, cubrieron la distancia en pocos instantes. Controlaban el galope apretando las rodillas y tirando del cabestro; sentados sobre mantas, parecían parte de las bestias, centauros. Eran corpulentos, patizambos, morenos; iban vestidos con taparrabos, perneras y mocasines. El pelo negro les colgaba en trenzas gemelas. Tenían las anchas caras pintadas con el rojo y el negro de la muerte. Habían dejado atrás las Viseras de cuero, y el bonete de guerra de las praderas del norte era desconocido aquí. Un hombre llevaba una cinta con plumas. Otro llevaba una gorra hirsuta o casco de donde surgían cuernos de búfalo. Portaba un rifle de repetición Henry. Una canana le cruzaba, el pecho. Su acompañante calzó una flecha en un arco corto. Los arqueros eran raros últimamente, o eso había oído Tarrant. Tal vez ese guerrero era pobre, o quizá prefería el arma ancestral. No importaba. Esa punta de hierro podía atravesar las costillas llegando al corazón, y más flechas aguardaban en la aljaba.

Herrera siguió hablando. Cuernos de Búfalo gruñó. El arquero aflojó la cuerda. Herrera se volvió en la silla hacia sus clientes. —La lucha no ha terminado —les dijo—, pero el Kwerhar-rehnuh nos recibirá. El jefe Quanah en persona está aquí. —El sudor le brillaba en la cara. Se había puesto un poco pálido. Añadió en inglés, pues muchos comanches sabían algo de español—: Mucho cuidado. Están muy furiosos. Pueden matar fácilmente a un hombre blanco.

3

Los edificios del rancho ya eran visibles. Tarrant pensó que parecía más pequeño y solitario en medio de esa inmensidad. Reconoció la casa de los dueños, una barraca y tres edificios más pequeños. Eran de tepe y habían sufrido pocos daños. El establo estaba reducido a cenizas y fragmentos carbonizados; la familia, sin duda, había invertido mucho dinero y esperanzas en hacerse llevar esa madera. Los indios habían empujado un par de carretas hacia las llamas. El gallinero estaba vacío y destrozado. Los cascos habían pisoteado árboles jóvenes destinados a crecer para ofrecer refugio contra el sol y el viento.

Los indios habían acampado cerca de un esquelético molino que bombeaba agua para un bebedero. Eso los ponía fuera del alcance de los rifles de la casa y quizás impedía que espiaran sus movimientos. Unos treinta tipis exhibían sus coloridos conos de cuero de búfalo en lo que había sido tierra de pastoreo. Ante una fogata central, mujeres con vestidos de piel de ante preparaban novillos descuartizados para comer. Eran pocas. Los bravos sumaban un centenar. Remoloneaban, dormitaban, jugaban a los dados, limpiaban los rifles o afilaban los cuchillos. Algunos estaban sentados con rostro adusto frente a viviendas dentro de las cuales sonaban lamentos; lloraban a sus parientes muertos. Unos pocos, montados, vigilaban los muchos caballos que pastaban a lo lejos. Esos caballos capaces de alimentarse con hierba invernal eran tan recios como sus amos.

Los recién llegados causaron alboroto en el campamento. La mayoría de la gente se acercó para curiosear. La estoica parquedad de los indios era un mito, a menos que estuvieran enfermos o agonizando. Entonces el guerrero se enorgullecía de no gritar aunque sus captores o las mujeres de sus captores le infligieran la tortura más prolongada y cruel. Era terrible caer en manos de semejantes personas.

Cuernos de Búfalo gritó, abriendo paso a través del gentío. Herrera saludó a los hombres que conocía. Las sonrisas y ademanes de bienvenida tranquilizaron a Tarrant. Si sabían cuidarse, quizá sobrevivieran. A fin de cuentas, la hospitalidad era sagrada para esta gente.

Cerca del molino de viento había un tipi con signos pintados que, según Herrera, eran poderosos. Un nombre demasiado digno para abandonar su puesto por mera curiosidad estaba fuera, los brazos cruzados. Los viajeros pararon los caballos. Tarrant comprendió que estaba frente a Quanah, jefe guerrero medio blanco de los Kwerhar-rehnuh. El nombre de esa banda significaba «Antílopes» una designación curiosa para los señores del Llano Estacado, los más feroces de esos comanches a quienes Estados Unidos aún debía conquistar.

Pintado con rayas de color amarillo y ocre que parecían relámpagos, usaba sólo un taparrabo y mocasines, con un cuchillo Bowie enfundado en el cinturón. Pero sus rasgos eran inequívocos. De la raza de la madre heredaba la nariz recta y la alta estatura del musculoso cuerpo. Sin embargo, era aún más moreno que la mayoría de ellos. Miraba a los extranjeros con la calma de un león.

Herrera lo saludó respetuosamente en la lengua de los nermernuh, el Pueblo. Quanah inclinó la cabeza.

—Bienvenidos —saludó, y en un español fluido, aunque con acento, pidió que desmontaran y entraran.

Tarrant se sintió muy aliviado. En Santa Fe había aprendido algo del lenguaje de signos de los indios de la pradera, pero lo usaba con torpeza, y Herrera le había dicho que, de todos modos, pocos comanches lo dominaban. El traficante le había explicado que quizá Quanah no se dignara hablar español con americanos. También chapurreaba el inglés, pero no se crearía dificultades innecesarias hablando en ese idioma.

—Muchas gracias, señor —dijo Tarrant en español, para establecer que él estaba al mando. Se preguntó si tendría que haber usado el honorífico «Don Quanah».

Herrera dejó las monturas a cargo de sus hijos y entró con el jefe, Tarrant y Rufus en el tipi. Dentro sólo había mantas de dormir; era un campamento de guerreros. La luz resultaba tenue después del resplandor de fuera, y el aire olía a cuero y humo. Los nombres se sentaron en círculo con las piernas cruzadas. Dos esposas sé marcharon, apostándose en la entrada por si las necesitaban.

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