—Sí, me considero un científico —replicó Tarrant y dirigiéndose a Quanah—: Un hombre que busca la verdad oculta detrás de las cosas. ¿Por qué brillan el sol y las estrellas? ¿Cómo llegaron a existir la Tierra y la vida? ¿Qué ocurrió realmente en el pasado?
—Lo sé —replicó el jefe—. Así los blancos han hallado modos de hacer muchas cosas terribles, y el ferrocarril corre por donde pastaba el búfalo. —Una pausa—. Bien, supongo que Dertsahnawyeh sabe cuidarse solo —y añadió con crudeza—: En cuanto a mí debo pensar cómo capturar esa casa.
No había mas que decir.
Una sombra oscureció la entrada al tiempo que un hombre entraba en el tipi. Aunque iba vestido como el resto, no llevaba pintura de guerra. Tampoco era un nativo de estas tierras, sino alto, esbelto, de tez más clara. Cuando vio quienes estaban con Quanah, dijo suavemente en inglés:
—¿Qué quieres de mí?
Tarrant y Peregrino caminaban por la pradera. Rufus los seguía a un par de pasos. La luz se derramaba desde el vasto cielo y el suelo despedía tibieza. El pasto seco crepitaba. El campamento y los edificios pronto desaparecieron detrás de los tallos altos y prados. Rectas volutas de humo se elevaban hacia los buitres.
La revelación fue extrañamente tranquila, aunque quizá no era extraño. Habían esperado mucho tiempo. Tarrant y Rufus habían sentido que la esperanza se transformaba gradualmente en certidumbre. Peregrino había alimentado una paz interior para la cual toda sorpresa era como un soplo de aire. Así soportó su soledad, hasta dejarla atrás.
—Nací hace casi tres mil años —dijo Tarrant—. Mi amigo tiene la mitad de esa edad.
—Nunca conté el tiempo hasta hace poco —dijo Peregrino. Bien podían usar ese nombre, entre los muchos que tenía—. Y desde entonces he calculado quinientos o seiscientos años.
—Antes de Colón… ¡Qué cambios habrás visto!
Peregrino sonrió como un hombre plantado ante una tumba.
—Tú has visto más. ¿Has encontrado a otros como nosotros, además del señor Bullen?
—Una mujer, una vez, pero desapareció. No sabemos si aún vive. Salvo por ella, eres el primero. ¿Tú has encontrado a alguno?
—No. Lo intenté pero desistí. Por lo que sabía, estaba solo. ¿Cómo me seguiste el rastro?
—Es una larga historia.
—Tenemos mucho tiempo.
—Bien… —Tarrant extrajo un saquito de tabaco de los pantalones y, de la camisa, la pipa de escaramujo que no habría sido prudente fumar frente a Quanan—. Comenzaré diciendo que Rufus y yo llegamos a California en 1849. ¿Has oído hablar de la Fiebre del Oro? Amasamos una fortuna. No como mineros, sino como comerciantes.
—Tú lo hiciste, Hanno —dijo Rufus—. Yo sólo seguí tus pasos.
—Y fuiste útil en muchísimos aprietos —declaró Tarrant—: Al final desaparecí unos años, luego reaparecí en San Francisco con mi alias actual y compré un barco. Siempre he amado el mar. Ahora tengo varias naves; la empresa ha prosperado.
Cargó la pipa y la encendió.
—Cada vez que pude costearlo, contraté hombres para buscar indicios de los inmortales —continuó—. Desde luego, no les explico qué están buscando. En general, los de nuestra especie logran sobrevivir conservando el anonimato. En la actualidad soy un millonario excéntrico interesado en las genealogías. Mis agentes creen que soy un ex mormón. Ellos deben localizar a individuos que se parecen mucho a otros y se perdieron de vista, y que pueden reaparecer como dueños de una bonita suma…, ese tipo de cosas. Con los ferrocarriles y los buques de vapor, al fin pude extender mi red por todo el mundo. Desde luego, aún no es muy grande, y la trama es muy tosca, y por eso no he pescado nada, salvo algunas pistas falsas.
—Hasta hoy —dijo Peregrino.
Tarrant asintió.
—Un investigador mío que andaba por Santa Fe oyó rumores acerca de un hechicero que vivía entre los comanches y no pertenecía a ellos.
»Por la descripción parecía un sioux o un pawnee, pero había conquistado mucha autoridad y… lo habían nombrado antes, en otra parte, en diferentes épocas y lugares. Ninguna persona civilizada habría armado el rompecabezas. ¿Quién tomaría en serio las fantasías de los salvajes? Oh, perdona, no quise ofender. Tú sabes cómo piensan los blancos. Mi agente creyó que no valía la pena seguir el rastro. Lo consignó en un par de frases de su informe tan sólo para demostrarme que era aplicado.
»Eso fue el año pasado. Decidí hacer el seguimiento. Tuve suerte y encontré a dos personas de edad, un indio y un mexicano, que recordaban… Bien, si ese hombre existía, al parecer se había unido a Quanah. Esperaba hallar a los comanches en cuarteles de invierno, pero tuvimos que rastrearlos. —Tarrant apoyó la mano en el hombro de Peregrino—: Y aquí estamos, hermano.
Peregrino se detuvo. Tarrant lo imitó. Ambos se miraron de hito en hito. Rufus se mantuvo a la zaga. Al fin Tarrant sonrió adustamente y murmuró:
—Te preguntas si miento, ¿verdad?
—¿Cómo sabes que yo digo la verdad? —replicó el indio.
—Tienes mucho tacto para decir las cosas. Bien, con el transcurso del tiempo he escondido pruebas, así como piezas de oro para emergencias, aquí y allá. Ven conmigo y te mostraré suficientes. O, simplemente, puedes observarme veinte o treinta años. Yo te daré el sustento. Por otra parte, ¿por qué diablos inventaría yo una historia semejante?
Peregrino asintió.
—Te creo. ¿Pero cómo sabes que yo no me propongo estafarte?
—No podrías haber previsto mi llegada, y dejaste una pista durante muchos años. No a propósito. Ningún blanco que no supiera qué buscar habría sospechado jamás. Las tribus… ¿qué opinan de ti?
—Depende. —Peregrino recorrió con los ojos la extensión donde la hierba se mecía sobre los cráneos de búfalo, hasta más allá del horizonte. Al fin habló despacio, en un inglés muy cauteloso, a menudo deteniéndose para formar una oración antes de pronunciarla—. Cada cual vive en su propio mundo, y esos mundos cambian deprisa.
»Al principio fui chamán entre mi gente. Pero adoptaron el caballo y todo lo que eso implicaba. Los abandoné y vagabundeé, invierno tras invierno, verano tras verano. Trataba de hallar el sentido de toda mi experiencia. A veces me asentaba un tiempo, pero siempre era doloroso ver lo que sucedía. Incluso probé suerte entre los blancos. En una misión recibí el bautismo, aprendí español e inglés, a leer y escribir. Luego me interné en territorio de mexicanos y anglos. Fui cazador, trampero, carpintero, vaquero, jardinero. Hablé con todos los que podían hablar conmigo, y leí cada palabra impresa que encontraba. Pero tampoco sirvió de nada. No me encontraba cómodo.
«Entretanto, una tribu tras otra era exterminada por la enfermedad o la guerra, o sometida y encerrada en una reserva. Si los blancos querían más tierras, expulsaban a los pieles rojas. Vi a los cherokees en el final de su Senda de Lágrimas…
La voz tranquila y descriptiva enmudeció. Rufus se aclaró la garganta.
—Bien, así es el mundo —rezongó—. Yo he visto sajones, vikingos, cruzados, turcos, guerras de religión, brujas quemadas… —Y en voz más alta—: He visto lo que hacen los indios cuando llevan las de ganar.
Tarrant le impuso silencio con un gesto y preguntó a Peregrino.
—¿Qué te trajo aquí?
El otro suspiró.
—Al fin llegué a la tardía deducción de que esta vida que continuaba sin cesar, sin dejar más que tumbas, debía de tener un propósito, una utilidad. Y tal vez eso estaba en mi larga experiencia, en mi inmortalidad, que haría que la gente me escuchara. Tal vez pudiera ayudar a mi pueblo, a toda mi raza, antes de que se extinguiera, ayudarla a salvar algo para un nuevo comienzo.
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