Poul Anderson - La nave de un millón de años

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Desde las primitivas tribus escandinavas, desde la antigua China y la Grecia clásica, hasta nuestros días y todavía más allá, hacia un tuturo de miles y miles de años, pasando por el Japón Imperial, la Francia de Richelieu, la América indígena y la Rusia estalinista...
La nave de un millón de años

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McCready se levantó.

—¿Qué diría usted —preguntó— si le dijera que yo no soy americano de nacimiento…, que nací en esta región hace tres mil años?

Saygun escudriñó su bebida. Le llegaba el rumor de la ciudad.

Una cortina se agitó ligeramente con las primeras brisas nocturnas de la meseta de Anatolia. El turco alzó ojos inexpresivos.

—Diría que es una afirmación insólita.

—Ni milagros ni magia —dijo McCready—. Ocurre de alguna manera. Una vez cada diez millones de nacimientos, cien millones, mil millones… La soledad… Sí, soy fenicio de Tiro, cuando Tiro era nueva. —Echó a andar por la alfombra—. He pasado casi todo el tiempo buscando a otros como yo.

—¿ Los ha encontrado ?

—Tres seguros, y de ellos sólo uno vive que yo sepa, y es el socio que mencioné —dijo McCready con voz más áspera—. Él está investigando otras dos posibilidades. En cuanto a nosotros dos, no envejecemos, pero nos pueden matar como a los demás. —Aplastó el cigarro en el cenicero—. Así.

—Entonces supongo que los otros dos con quienes usted habló en este viaje lo han defraudado.

McCready asintió. Hundió el puño en la palma.

—Son lo que busco oficialmente, jóvenes inteligentes y reflexivos. Quizá pueda hallarles un lugar en mi empresa, pero… —Se detuvo, separándolas piernas, y le clavó los ojos—. Toma esto con mucha calma, ¿verdad?

—He admitido que soy obtuso. Flemático.

—Lo cual me da motivos para suponer que es distinto de esos jóvenes. Y mi agente realizó una discreta investigación. Usted podría pasar por un hombre de veinticinco años, pero hace más de treinta que tiene este empleo.

—Mis amigos me lo hacen notar. No con mucha envidia, pues no soy un Adonis. Bien, algunos individuos tardan en tener canas y arrugas.

—Amigos… No es usted sociable, aunque tampoco arisco. Afable, pero nunca íntimo. Eficaz en el trabajo, lo promueven por escalafón, pero no es ambicioso; se atiene a las reglas. Soltero. Eso es raro en Turquía, aunque no inaudito, y nadie se interesa tanto en usted como para hacer averiguaciones.

—Sus juicios no son halagüeños. —Saygun no parecía ofendido—. Pero bastante precisos. Le he dicho que me conformo con ser lo que soy.

—¿Un inmortal? —acosó McCready.

Saygun alzó la palma, el habano entre los dedos. —Querido amigo, saca usted conclusiones apresuradas.

—Todo encaja. ¡Escuche, puede ser franco conmigo! O al menos tenga paciencia. Puedo mostrarle pruebas que han convencido a hombres más inteligentes, que cualquiera de nosotros dos, si coopera. Y… ¿cómo puede quedarse tan tranquilo?

Saygun se encogió de hombros.

—En todo caso, si yo me equivoco y usted cree que estoy loco, debería demostrar cierta excitación —exclamó McCready—. Un deseo de escapar, al menos. O… Pero creo que usted también es inmortal. Puede unirse a nosotros y juntos podemos… ¿Qué edad tiene?

Al cabo de un silencio, Saygun respondió con voz acelerada:

—Tenga la bondad de concederme cierta inteligencia. Le he dicho que leo libros. Y he tenido un año para reflexionar, sobre lo que ocultaba ese extraño y evasivo procedimiento; y presuntamente ya reflexioné antes sobre esta posibilidad. ¿Por qué no se sienta? Prefiero hablar de manera civilizada.

—Mis… disculpas. —McCready fue hasta el aparador y se sirvió whisky con soda—. ¿Quiere un trago?

—No, gracias. Otro Drambuie, si es posible. No lo había probado antes. Pero claro, hace poco que Turquía es un estado moderno y secular. Una bebida maravillosa. Debo conseguir más antes de que la inminente guerra me impida conseguirla.

McCready dominó su agitación y regresó a la mesa.

—¿Qué quiere decir? —preguntó.

Saygun sonrió.

—Bien, nos estábamos agitando, ¿verdad? Es natural, ya que usted hizo afirmaciones tan extraordinarias. Aunque no las niego, kyrie. No soy científico para decidir qué es posible y qué no. Tampoco soy tan rudo como para declarar que mi anfitrión se engaña, y mucho menos que miente. Pero deberíamos calmarnos. ¿Me permite que le cuente una historia?

—Desde luego —jadeó McCready, y bebió un largo sorbo.

—Será mejor que la llame una especulación —dijo Saygun—. Un vuelo de la fantasía, como algunas obras de H. G. Wells. ¿Qué ocurriría si tales cosas fueran ciertas? ¿Cuáles serían las consecuencias?

—Continúe.

Saygun se relajó, fumó, bebió, habló con calma.

—Bien, imaginemos a un hombre nacido hace tiempo. Por ejemplo, en Italia, hacia el fin de la República Romana. Pertenece a una deslucida familia de la clase ecuestre cuyos hombres se han interesado poco en la guerra o la política, rara vez tuvieron grandes éxitos o fracasos en el comercio, y a menudo hicieron carrera en el servicio civil. El Estado y las provincias conquistadas han crecido mucho y deprisa. Se necesitan escribientes, notarios, analistas, archivistas, todos esos trabajadores que permiten al Estado disponer de una memoria. Cuando Augusto tomó el poder, los procedimientos se estabilizaron, la organización se afianzó, se inculcaron el orden y la regularidad. Para un hombre apacible, las categorías bajas e intermedias del servicio civil resultaban convenientes.

McCready resopló. Saygun no le prestó atención.

—Ahora me gustaría intercalar ese imaginativo concepto de usted, la persona que nunca envejece. Como obviamente usted ha pensado en cada ramificación, no es preciso describir las dificultades que los años acarrean a ese hombre. Por fuerza, cuando llega a la edad de la jubilación, abandona su puesto y se marcha, diciendo a sus conocidos .que se irá a un sitio de clima templado y vida barata.

»Si tiene derecho a una pensión, no se atreve a solicitarla siempre; y si no tiene pensión, no puede vivir eternamente de sus ahorros, ni siquiera de sus inversiones. Debe volver a trabajar.

»Bien, parece joven y tiene experiencia. Se introduce en la burocracia en otra ciudad, con otro nombre, pero pronto demuestra su valía y consigue que lo promuevan a la jerarquía intermedia entre los archivistas. Con el tiempo se retira de nuevo. Para entonces han transcurrido tantos años que él puede regresar, por ejemplo, a Roma, y empezar de nuevo.

»Así van las cosas. No lo aburriré con los detalles, pues le resultará fácil imaginarlos. Por ejemplo, este nombre a veces se casa y tiene una familia, lo cual es agradable… Y si no lo es, sólo necesita paciencia. Como el matrimonio complica su pequeña farsa, pasa otros períodos en tranquila soltería, amenazándola con discretas indulgencias.

» Nunca corre peligro de que lo descubran. Su puesto en los archivos le permite efectuar cautas pero adecuadas inserciones, omisiones, enmiendas. No para dañar al Estado, ni para enriquecerse, eso jamás. Simplemente evita el servicio militar y borra sus huellas. —Saygun rió—. Oh, en ocasiones puede deslizar una cana de recomendación para el joven aspirante que planea ser. Pero recuerde usted que es un empleado honesto. Cuando lleva el estilo a la cera, la pluma al papel o, en la actualidad, cuando dactilografía o dicta, contribuye a mantener la memoria del Estado.

—Entiendo —susurró McCready—. Pero los Estados van y vienen.

—La civilización continúa —respondió Saygun—. El Principado se convierte en Imperio y el Imperio se raja como lodo seco, pero la gente aún nace, se casa, trabaja y muere, siempre paga impuestos, y el gobierno necesita registros para ejercer el poder.

El usurpador o conquistador puede cortar cabezas en la cúspide, pero rara vez toca a los inofensivos chupatintas del servicio civil. Sería como cortarse los pies.

—Ha ocurrido —dijo sombríamente McCready.

Saygun asintió.

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