Poul Anderson - La nave de un millón de años

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Desde las primitivas tribus escandinavas, desde la antigua China y la Grecia clásica, hasta nuestros días y todavía más allá, hacia un tuturo de miles y miles de años, pasando por el Japón Imperial, la Francia de Richelieu, la América indígena y la Rusia estalinista...
La nave de un millón de años

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—Es verdad. La corrupción recompensa con empleos a sus favoritos. Sin embargo, ciertos empleos no resultan muy tentadores, y quienes los realizan pueden ser imprescindibles. En ocasiones hay bárbaros, fanáticos y megalómanos que intentan barrer con todo. Causan desolación. No obstante, con frecuencia la continuidad se mantiene. Roma cayó, pero la Iglesia preservó lo que podía.

—Supongo, sin embargo —dijo McCready con lentitud—, que este hombre que usted imagina se mudó a Constantinopla.

Saygun asintió.

—Desde luego. Con Constantino el Grande, quien por fuerza expandió las oficinas del gobierno en su nueva capital y recibió bien al personal deseoso de transferirse. Y el Imperio Romano, en su encarnación bizantina, duró mil años más.

—Después de lo cual…

—Oh, fueron tiempos difíciles, pero uno se las apaña. De hecho, mi nombre estaba apostado en Anatolia cuando la arrasaron los otomanos, y no regresó a Constantinopla hasta que ellos la tomaron y la llamaron Estambul. Entretanto, se había adaptado sin dificultad al nuevo orden. Cambió de religión, algo que sin duda usted comprenderá, así como cierta necesidad recurrente para un inmortal musulmán o judío. —Y añadió con una sonrisa—: Uno se pregunta acerca de las posibles mujeres. ¿Virginidad recurrente?

Volvió a adoptar su paródico tono magistral.

—Físicamente, este nombre no llamaría la atención. Los turcos originales no eran muy distintos de esta gente, y pronto se mezclaron con ellos como los hititas, los galos, los griegos, los romanos y muchas otras naciones anteriormente. Los sultanes reinaron hasta después de la Gran Guerra. Nominalmente, al menos, no siempre en los hechos. Eso no afectaba mucho a mi hombre. Él simplemente llevaba los registros.

»Lo mismo ocurrió durante la República. Debo confesar que prefiero…, que mi hombre prefiere Estambul y aguarda con impaciencia volver a trabajar allá. Es más interesante, y está llena de recuerdos. Pero usted sabe eso. Sin embargo, Ankara se ha vuelto muy aceptable.

—¿Es todo lo que quiere? —se preguntó McCready—. ¿Manipular papeles en una oficina, para siempre?

—Está habituado a ello —explicó Saygun—. Quizá la tarea tenga más valor social que las esperanzas exageradas y las grandes aventuras. Desde luego, me interesaba saber qué quería decirme usted pero, con sus disculpas, la situación que describe no sienta a mi temperamento. Le deseo que tenga muy buena suerte.

»¿Me da su tarjeta? Aquí tiene la mía. —Hurgó en el bolsillo, y McCready hizo lo mismo. Cambiaron tarjetas—. Gracias. Podemos, si lo desea, enviarnos nuevas tarjetas a medida que se presente la ocasión. Tal vez llegue un momento en que tengamos razones para comunicarnos. Entretanto, absoluta reserva por ambas partes. ¿De acuerdo?

—Bien, pero escuche…

—Por favor. Odio las disputas. —Saygun miró su reloj de pulsera—. Vaya, vaya. El tiempo vuela, ¿verdad? Debo irme. Gracias por una velada que nunca olvidaré.

Se levantó. McCready también se levantó y le dio la mano con desánimo. Tras saludar, el burócrata partió, aún disfrutando del habano.

McCready se quedó en la puerta hasta que el ascensor se llevó al visitante hacia la ciudad y la anónima multitud.

XVII. Acero

No era el bosque de antaño, pero había muchos refugios para un cazador, y sí, presas en abundancia. Pero antes Katya debía atravesar un terreno abierto. Se arrastró desde el triturado ladrillo amarillo de la planta química Lazur. El pavimento estaba igualmente áspero después de tres meses de combate, y Katya sentía más frío en las palmas que en la cara azotada por el viento. Las nubes y una ligera nevisca habían entibiado el aire de noviembre.

Avanzaba un metro por vez, se detenía, observaba, avanzaba de nuevo. El cielo encapotado tapaba el sol. A veces caía un remolino blanco y las ráfagas lo dispersaban. A la izquierda de Katya el terreno se inclinaba hacia el Volga. Los trozos de hielo flotaban, chocaban, rodaban y seguían viaje por la corriente acerada. Ninguna embarcación se atrevía a navegar entre ellos. Los rusos recibirían escasa ayuda desde el este mientras el río no se congelara. La margen opuesta parecía desierta; blanqueada por el invierno, se extendía hasta la estepa, hasta el corazón de Asia.

A la derecha, mas allá de las vías, se erguía la colina de Mamaev, cien metros de altura. Las laderas estaban negras. Las bombas y las botas pronto transformaban la nieve en lodo. Katya identificó un par de emplazamientos de artillería. Reinaba el silencio. Los soldados que habían luchado por esa elevación durante semanas recobraban el aliento o dormían, hermanados brevemente por el agotamiento y la pesadumbre, hasta el próximo combate.

La quietud era ominosa. Era anormal no oír disparos en ninguna parte por tanto tiempo. La guerra aguardaba. ¿La estarían apuntando ojos y mirillas?

Tonterías, se dijo, y siguió adelante. No obstante, cuando llegó a las paredes, el aliento le raspaba el pecho dolorido.

Se levantó, pero permaneció agazapada. No eran verdaderas paredes, después de lo que habían sufrido. Los bloques de cemento aún estaban en pie, pero las entradas sin puerta y las ventanas sin vidrio daban al vacío. Una pila de escombros se había derramado en la calle.

Estampidos de rifle. Tableteo de ametralladora. La explosión de una granada, otra, otra. Gritos descarnados. No pudo distinguir las palabras. Los sonidos eran inhumanos. Descolgó el rifle y se ocultó en las ruinas de un edificio mientras morían los primeros ecos.

Pisadas. Eran irregulares, y a menudo hacían crujir astillas. Alguien que avanzaba dando tumbos. Katya se arriesgó a mirar por la jamba de la puerta. Veinte metros al sur, un hombre salió desde unas ruinas hasta la intersección de dos calles. Llevaba casco y uniforme del Ejército Rojo, pero iba desarmado. Le manaba sangre de la mano derecha, goleándole en la pierna. El hombre se detuvo jadeando, miró a ambos lados. Katya quiso llamarlo, pero se contuvo. Al cabo de unos segundos, el hombre continuó su marcha tambaleante y se perdió de vista.

Katya alzó el rifle. Aparecieron dos hombres más, y por el paso que llevaban lo alcanzarían pronto. Los cascos cuadrangulares y el uniforme verde grisáceo los identificaban como alemanes. Cualquiera de ambos podía haber disparado contra el fugitivo. El oficial debía de haber ordenado que lo apresaran para interrogarlo. Parecía una zona segura, desprovista de vida.

Katya pensó: Así sea. No debo arriesgar mi misión. Pero sabía muy bien qué le esperaba a ese hombre. Además, lo que él dijera podía resultar tan valioso como lo que ella observara.

La decisión fue casi instantánea. A veces meditaba algo durante años antes de resolverse. A veces esperaba décadas y dejaba que el tiempo eliminara el problema. Pero no había permanecido tanto tiempo con vida gracias a los titubeos. Ante la necesidad, actuaba con el ímpetu de la juventud.

Abrió fuego. Un alemán giró sobre los talones y se desplomó. Su compañero gritó, se arrojó a tierra y disparó. Tal vez no la había visto, pero supo al instante desde dónde lo atacaban. Un tío listo. No por primera vez, Katya pensó que quizás hubiera entre los invasores uno de su especie, tan agobiado como ella por los siglos y la soledad.

Relegó ese pensamiento a un segundo plano. Se había ocultado de inmediato después de disparar. Vio una ventana. Cerró los ojos tres segundos mientras meditaba la geometría de lo que había visto. El enemigo debía de estar allí. Deprisa, antes de que se aleje. Se acercó a la abertura y apretó el gatillo casi sin apuntar.

La culata le dio un codazo amistoso. El soldado gritó. Soltó el rifle y alzó el torso sobre manos que se tendieron blancas y yertas en el asfalto. Le había dado en la espalda. Sería mejor silenciarlo. Esos gritos atraerían a sus compañeros. Disparó de nuevo y la cara del soldado estalló. Extraordinaria puntería. La mayor parte de los disparos se perdían en combate. El camarada Zaitsev estaría orgulloso de ella. Habría preferido que el alemán se quedara tieso como el primero, en vez de contorsionarse, patear y chorrear sangre. Bien, ya estaba quieto.

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