Poul Anderson - La nave de un millón de años

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Desde las primitivas tribus escandinavas, desde la antigua China y la Grecia clásica, hasta nuestros días y todavía más allá, hacia un tuturo de miles y miles de años, pasando por el Japón Imperial, la Francia de Richelieu, la América indígena y la Rusia estalinista...
La nave de un millón de años

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—¿Por suerte? —Pyotr reprimió nuevas lágrimas—. Aun así, fuiste muy valiente.

—Estoy habituada a cuidar de mí misma.

—¿Siendo tan joven? —se maravilló Pyotr.

Ella no pudo contener una sonrisa.

—Soy mayor de lo que parezco. —Se levantó y dijo—: Hora de mirar de nuevo.

—¿Por qué no cogemos una ventana cada uno? —sugirió él—. Podríamos vigilar sin descanso. Me siento mucho mejor. Gracias a ti —concluyó con adoración.

—Bien, podríamos… —Sonó un trueno—. ¡Espera! ¡Artillería! Quédate donde estás.

Corrió a la habitación del norte. Caía el temprano atardecer del invierno, y las ruinas perdían relieve entre las sombras, pero Mamaev aún se perfilaba contra el cielo. Allí ondulaban las llamas. El estrépito continuaba.

—Nuestra pequeña tregua ha terminado —masculló yendo hacia la habitación del este—. Los cañones rugen.

Él estaba en medio de la habitación, los rasgos borrosos en la creciente penumbra, la voz incierta.

—¿El enemigo ha empezado?

—Eso creo, —asintió Katya—. El comienzo de lo que tienen planeado. Ahora nos ganaremos nuestra paga. —¿De veras? —le preguntó Pyotr con voz trémula.

—Si podemos averiguar qué ocurre. Ojalá tuviéramos luna esta noche. —Rió secamente—. Pero los alemanes no escogerán buen tiempo para complacernos. Guarda silencio.

Se movió de una ventana a otra. La oscuridad creció. La delgada capa de nieve de las calles desiertas era escasa ayuda para los ojos y los binoculares nocturnos. Los cañonazos se multiplicaron.

Katya gruñó entre dientes. Se arriesgó a asomarse para ver mejor. El frío la envolvió como un manto.

—¿Qué hay? —trató de susurrar Pyotr.

—¡Te dije que te callaras! —Katya aguzó la vista. Manchas negras en la otra calle, rumbo al norte… Un cazador podía interpretar rastros para un soldado. Eran cien hombres a pie, tropas de infantería, pero arrastraban carros donde descansaban siluetas relucientes que debían de ser morteros.

Siguieron de largo. Ella bajó los binoculares y caminó a tientas hacia Pyotr. Él se había sentado; quizá se había dormido en su fatiga, pero se levantó de un brinco cuando ella lo tocó.

Katya estaba tensa.

—Alemanes dirigiéndose a la garganta de Kratoy —le dijo al oído—. Tienen que ir allí, por la ruta que siguen. Si quisieran ir a pelear cerca de la colina, enfilarían hacia el oeste y quizá no los hubiera visto.

—¿Qué… se proponen?

—No sé, pero me lo imagino. Sin duda es parte de una ofensiva general contra nuestro sector. El cañón, y quizá blindados, atacando de flanco…, eso servirá para desviar la atención de los nuestros. Entretanto ese destacamento se consolida en la hondonada. Es apto para atrincherarse. Nuestro cuartel general estaba en la garganta de Tsaritsa, más al sur, hasta que los alemanes lo tomaron con grandes pérdidas. Si toman el Kratoy y se afianzan allí, las tropas pueden atravesarlo a rastras, o sus ingenieros pueden construir un nuevo puente.

—¿Quieres decir que podríamos perder la ciudad entera?

—Oh, no bastará con eso sólo. —Tenemos nuestras ordenes, impartidas directamente por Stalin. Aquí, en este sitio rebautizado en su honor, aquí resistimos. Morimos si es preciso, pero el enemigo no debe avanzar un centímetros más—. Cada pequeña cosa cuenta, sin embargo. Sin duda nos costaría cientos de vidas. A esto he venido. Ahora debo regresar a dar parte.

—¡Iremos los dos! —dijo él con voz trémula.

Katya sintió un nudo en la garganta. Tragó saliva.

—Juntos no —dijo—. Es demasiado importante. Todo el distrito estará lleno de alemanes. Debo hacer lo posible para llegar viva, y tengo experiencia. Tú debes intentarlo solo. Espera aquí hasta… mañana por la noche…, hasta que haya menos peligro.

Katya lo aferraba, Pyotr se enderezó.

—No. Mis camaradas están luchando. Huí una vez. No lo haré de nuevo.

—¿De qué servirás, con esa herida?

—Puedo llevar municiones. O… Katya, quizá no llegues. Tal vez, por mera suerte, yo lo consiga y pueda informarles. —Pyotr rió, o lloró—. Una ínfima posibilidad, pero quién sabe.

—Oh, Dios. Eres un idiota.

—Cada pequeña cosa cuenta, has dicho.

Sí, cada fragmento arrojado al horno se vuelve parte del acero.

—No debo demorarme, Pyotr. Dame media hora antes de salir, así podré alejarme. Cuenta hasta…

—Conozco viejas canciones y sé cuánto duran. Las cantaré mentalmente. Mientras estoy pensando en ti, Katya.

—Ten. —Katya desenvolvió cosas y las arrojó al sofá—. Comida, agua. Necesitaras fuerzas. No, insisto; yo no estoy herida. Dios te guarde, muchacho, grandísimo… ruso.

—Nos veremos de nuevo, ¿verdad ? ¡Dime que sí!

En cambio, ella lo abrazó y lo besó. Sólo un minuto. Sólo para guardar el recuerdo.

Katya retrocedió. Pyotr se quedo inmóvil. Sus jadeos sonaban en la oscuridad como ráfagas de viento (¿viento de primavera?) en medio de los cañonazos.

—Cuídate —dijo Katya. Cogiendo el rifle, avanzó a tientas hacia la puerta.

Bajó la escalera y salió a la calle.

Los tanques rugían a cierta distancia. ¿Los alemanes montaban un ataque nocturno? Más probablemente, simulaban un ataque. Pero Katya no era estratega, sólo tiradora. Los relampagueos perfilaban edificios esqueléticos contra un cielo enrojecido. Sintió el temblor en la suela de las botas. Ella sólo debía entregar un mensaje.

¿O sobrevivir? ¿Qué tenía que ver ella con las crueles locuras de los mortales? ¿Por qué estaba allí?

—Bien, verás, querido Pyotr, yo también soy rusa.

Un parque blanco, una franja abierta entre paredes ruinosas, titiló ante ella. Quedaba un solo árbol, el resto eran tocones y astillas alrededor de un cráter. Lo sorteó, manteniéndose en la sombra. De la misma manera sortearía la hondonada, y sería muy cauta cuando llegara a las vías que conducían al Lazur. Debía entregar el mensaje.

Dudaba que Pyotr pudiera hacerlo. Bien, al menos detendría un par de balas que de lo contrario abatirían a alguien más efectivo. Pero si el joven lograba salvar el pellejo —¡María misericordiosa, ayúdalo!—, no volverían a verse, ni sabrían nada el uno del otro. Eran dos motas de polvo juntándose un instante cuando la tormenta barre la estepa. ¿Cómo unirlos de nuevo?

Katya no lo buscaría, por cierto. Pronto cambiaría nuevamente de identidad. Cuando los Cuatro Jinetes cabalgaban por el mundo, le facilitaban esa tarea. De cualquier modo, no podría haberse quedado mucho más con los cosacos. Pero primero…

Los cañones martillearon con más fuerza. Dadas las noticias que ella llevaba, la artillería soviética apuntaría hacia la garganta de Kratoy. Expulsaría a los alemanes antes de que pudieran atrincherarse. Allí terminaría todo, mientras la guerra continuaba.

Trabajad, cañones. Descargad la ira de Dazhbog y Perun, de san Yuri el matador de dragones y san Alejandro Nevsky. Aquí estamos. Ese engendro que asola toda Europa no pasará de nuestro territorio. No importa que luchemos en nombre de un monstruo. En realidad no es así. Una vez Stalingrado fue Tsairtsyn. Quizá sea otra cosa en el futuro. Por ahora basta con saber que resistimos en la Ciudad de Acero. Aguantaremos, venceremos, esperaremos el día de nuestra libertad.

XVIII. El día del juicio

Desde lejos no parecía que hubiera pasado medio siglo. Los picos nevados relucían contra un inefable azul y parecían palpables en la claridad, aunque estaban a setenta kilómetros.

Una carretera angosta trepaba serpeando entre oscuros cedros y nudosos árboles frutales silvestres donde brincaban algunos monos. Después del bosque venían prados salpicados de rocas, intensamente verdes después de las lluvias. Las ovejas y vacas pastaban entre losas de piedra. Diminutas terrazas talladas en las paredes del valle daban maíz, amaranto, alforfón, cebada, patatas. El sol del atardecer arrojaba un fantasma purpúreo sobre las alturas del valle, mientras intrincadas sombras se alargaban sobre las arrugas del terreno. El aire olía a hierba y glaciares.

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