Poul Anderson - La nave de un millón de años

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Desde las primitivas tribus escandinavas, desde la antigua China y la Grecia clásica, hasta nuestros días y todavía más allá, hacia un tuturo de miles y miles de años, pasando por el Japón Imperial, la Francia de Richelieu, la América indígena y la Rusia estalinista...
La nave de un millón de años

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Alzó una mano para apaciguar la ansiedad.

—Nada radical, excepto en lo que puede significar a largo plazo. Se quedarán hasta que arribe la nueva nave, y algunos años más. Habrá una incalculable cantidad de datos para intercambiar, contactos para establecer y disfrutar. Pero en su momento los alloi seguirán viaje.

»La novedad es que si nosotros, en ese tiempo, enfilamos hacia Feacia, ellos nos acompañarán.

Hanno y Yukiko sonrieron saboreando el asombro de los demás.

—En nombre de Dios, ¿por qué? —exclamó Patulcio—. ¿Qué tienen que ganar allí?

—Conocimiento, para empezar —respondió Hanno—. Todo un nuevo conjunto de planetas.

—Pero los sistemas planetarios son bastante comunes —dijo Peregrino—. Pensé que lo que más les interesaba era la vida inteligente.

—Es verdad —dijo Yukiko—. En Feacia, estaremos nosotros; y para nosotros, estarán ellos.

—Quieren conocernos mejor —dijo Hanno—. Ven un tremendo potencial en nuestra especie. Mucho más que en los ithagené, aunque han aprendido mucho de ellos en lo que atañe a descubrimientos científicos e inspiración artística. Nosotros también somos viajeros del espacio. Lo más probable es que los ithagené no lo sean; o, a lo sumo, en el futuro remoto.

—Pero los alloi sólo deben quedarse aquí y observar ambas razas, y para colmo interactuar con esos otros viajeros —argumentó Patulcio.

Yukiko meneó la cabeza.

—No creen que podamos ni queramos quedarnos. Ciertamente, nuestra población sólo podría crecer despacio, sin ser nunca numerosa, en Xenogea; y por lo tanto, lo que podríamos hacer, como humanos en el espacio, o lo que nos interesara hacer, adolecería de grandes limitaciones.

—Vosotros seis…, no, nosotros ocho hemos sido como los puritanos ingleses en la Tierra —dijo Hanno—. Buscando un hogar, querían instalarse en Virginia, pero el clima los empujó hacia el norte y terminaron en Nueva Inglaterra. No era lo que habían esperado, pero lo aprovecharon al máximo, y así llegaron a existir los yanquis. Supongamos que para ellos sólo hubiera existido Nueva Inglaterra. Pensad en tal país, estancado, pobre, estrecho y obtuso. ¿Eso queréis para vosotros y vuestros hijos?

—Los yanquis echaron fuertes raíces —respondió Tu Shan—. Tenían América más allá.

—Nosotros no tenemos nada así —dijo Macandal—. Xenogea pertenece a su gente. No tenemos derecho a nada salvo este terreno que nos dieron. Si tomáramos más, Dios debería castigarnos.

Peregrino asintió.

—Eso has dicho a menudo, querida —comentó Patulcio—, y he intentado señalar que prácticamente…

—Sí, tenemos aquí nuestra inversión —interrumpió Svoboda—, sudor y lágrimas y sueños. Dolerá abandonar todo eso. Pero siempre creí que algún día debíamos partir. ¡Y ahora nos han dado esta oportunidad!

—Así es —intervino Hanno—. Feacia no tiene nativos a quienes podamos dañar. Parece una Tierra renacida. Parece. Tal vez sea una trampa mortal. No podremos saberlo hasta haberlo intentado. Entendíamos el riesgo del fracaso, de la extinción. Bien, con los alloi a nuestras espaldas, eso no ocurrirá. Unidos, podemos superarlo todo. Ellos quieren que vivamos y prosperemos. Quieren humanos entre los astros.

—¿Por qué nosotros? —preguntó Macandal—. Comprendo, nuestra psique, nuestro talento, y juntos podemos hacer más y ser más que por separado, como en un buen matrimonio… Pero si desean compañía humana, ¿por qué no van a la Tierra?

—¿Has olvidado por qué? —replicó Hanno.

Ella abrió mucho los ojos. Se tocó los labios con los dedos.

—¿Cómo pueden estar seguros?

—No lo están, pero por lo que hemos dicho, pueden conjeturar con un alto grado de probabilidad. La Tierra sigue el mismo camino que Pegaso y el resto de los que ellos conocen. Oh, intercambiaremos mensajes, sin duda. Pero está demasiado lejos (más de cuatro siglos-luz, una minucia en término galácticos para que el viaje resulte atractivo). Los alloi prefieren ayudarnos a establecernos, conocernos mejor, y luego planear aventuras juntos.

Tu Shan miró hacia arriba.

—Feacia —suspiró—. Como la Tierra. No igual pero…, hojas verdes, suelo fecundo, cielos claros. —Cerró los ojos al sol y dejó que la tibieza le bañara la cara—. La mayoría de las noches veremos estrellas.

Patulcio se movió en el banco.

—Esto cambia totalmente el cariz de las cosas —admitió. En sus gruesos rasgos bailaba una inusitada avidez—. La supervivencia de algo más que sólo nosotros. De la humanidad, la verdadera humanidad.

—No sólo un asentamiento o una nación —exclamó Peregrino—. Una base, un campamento de frontera. Podemos ser pacientes, nosotros y los alloi. Podemos hacer nuestro el planeta, criar generaciones de jóvenes, hasta que seamos muchos y fuertes. Pero luego iremos de nuevo al espacio.

—Aquellos que lo deseen —dijo Tu Shan.

—Para aprender y crecer —dijo Macandal con voz trémula—. Para mantener viva la vida.

—Sí —dijo Aliyat, entre lágrimas repentinas—, para arrebatar el Universo a las malditas máquinas.

«¿Dónde están?»

Se cuenta que Enrico Fermi planteó la pregunta por primera vez en el siglo XX, cuando los científicos se atrevieron a interesarse públicamente en tales asuntos. Si existían otros seres pensantes además de nosotros (¡y qué extraño y triste que no existiera ninguno, en toda la variedad y vastedad de la creación!), ¿por qué los terrícolas no habían hallado indicios ni rastros? Allí estábamos, a punto de brincar hacia las estrellas. ¿Nadie nos había precedido?

Tal vez era impracticable o imposible para seres de carne y hueso. Aunque no lo era para máquinas que en principio sabíamos cómo construir. Ellas podían ser nuestras exploradoras y transmitirnos sus hallazgos. Llegando a planetas lejanos, podrían construir máquinas similares, inculcándoles el mismo imperativo: Descubre (Su proliferación no constituía una amenaza para la vida; en cualquier sistema solar, sólo necesitarían unas toneladas de materia prima de asteroides o lunas áridas.) Los cálculos más discretos indicaban que esos robots llegarían de un extremo al otro de la galaxia en un millón de años. Un mero parpadeo de tiempo cósmico. A fin de cuentas, un millón de años atrás nuestros antepasados apenas se aproximaban a. la humanidad plena. ¿Ninguna especie en ninguna parte había tenido esa ventaja en el comienzo? Sólo se requería una.

Aún más fácil era enviar señales. Lo intentamos. Escuchamos. Silencio, hasta que probamos direcciones nuevas; luego, enigma.

Las conjeturas abundaban. Los otros transmitían, pero con medios que aún no conocíamos. Habían venido aquí, pero en el pasado prehistórico. Estaban aquí, pero ocultos Se habían destruido a sí mismos, como tal vez lo hiciéramos nosotros, antes de emprender el viaje No tenían civilizaciones de alta tecnología; la nuestra era única. No existían, estábamos solos.

Fermi fue a la tumba, el tiempo continuó su curso, la humanidad entró en una nueva senda evolutiva. La respuesta a su pregunta no se averiguó sino que se creó, mediante lo que hicieron los hijos de la Tierra; y resultó tener dos partes.

Enviar los robots. Viajan a maravillas y esplendores. Cada estrella es un sol, cada planeta un mundo, múltiple, asombroso, con secretos que tardan en agotarse. Cuando alberga vida, son inagotables porque la vida no sólo es infinita en su variedad, sino que nunca permanece igual, está cambiando siempre. Cuando es inteligente, esto nos eleva a nuevas dimensiones, otro orden del ser.

Cuanto más lejos llegan los emisarios, más deprisa crece el reino de lo desconocido. Si se duplica el radio, se multiplica por ocho la cantidad de estrellas a explorar. También se duplica el tiempo de viaje y el tiempo que una señal tarda en viajar entre la nave y el hogar.

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