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Poul Anderson: La nave de un millón de años

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Poul Anderson La nave de un millón de años

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Desde las primitivas tribus escandinavas, desde la antigua China y la Grecia clásica, hasta nuestros días y todavía más allá, hacia un tuturo de miles y miles de años, pasando por el Japón Imperial, la Francia de Richelieu, la América indígena y la Rusia estalinista... La nave de un millón de años

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Olvídalo por ahora. Sumérgete en este día.

El mar se extendía ante la Ariadna, crestas blancas como metal, chorros y bramidos, un abrupto viento del sureste. La nave brincó, se inclinó, la borda de sotavento hendió las aguas. La cubierta y el timón palpitaban. El viento cantaba, soplaba besos salobres. Hanno se cerró la chaqueta y se cubrió con la capucha. Acarició el cartucho de gas que encendería en caso necesario. Las maniobras eran difíciles y los . músculos de Hanno aún no se habían habituado al peso. No habría podido arreglárselas solo sin los servomecanismos y el ordenador. Aun con ellos, debía estar muy alerta. Bien. Deseaba que fuera así.

Una embarcación nativa bogaba hacia la costa, hendiendo el viento, las velas hinchadas. Debía de haber esperado el cambio de mareas. Ahora cabalgaba corriente arriba, sin duda hacia Xenocnosos. Quizá tuviera que buscar amparo en una de las bahías que los ithagene habían cavado en los barrancos, mientras la marejada pasaba rugiendo. Ese día sería especialmente peligroso, con una cercana luna llena.

Al norte, a cinco kilómetros del promontorio, se encrespaban aguas blancas y surgían formas negras: la Zona Prohibida, un traicionero conjunto de rocas y bajíos. Una corriente del sur la barría. Hanno reorientó las velas. Deseaba estar lejos antes de que la marea reforzara esa embestida.

Maniobrando, enfiló hacia la más próxima de las tres islas que había hacia el este. Apenas llegaría allí a media tarde, cuando la prudencia le impondría volver, pero era un rumbo.

Una meta, pensó. Un puerto al que no llegaré. Ulises, zarpando hacia Itaca desde la incinerada Troya, tentado por los lotófagos, amenazado por el cíclope, luchando con vientos y hombres salvajes, seducido por una hechicera que despojaba a los hombres de su humanidad, descendiendo al reino de los muertos, surcando los campos del sol, atravesando el portal de la destrucción, aprisionado por aquella que lo amaba, arrojado a las costas de Feacia…, pero Ulises había llegado a su hogar.

¿Cuántos puertos había perdido Hanno en tantos milenios? ¿Todos?

Tritos trepó a una brecha entre las nubes. La luz centelleó. Hanno surcaba el mar de Amatista, cubierto de polvo de diamantes y las blancas crines del oleaje. Adorable y salvaje como una mujer.

Tanithel, el pelo negro con guirnaldas de anémonas, susurrando su deseo de no haber tenido que sacrificar su virginidad en el templo antes de acudir a él; Adoniah, leyendo las estrellas desde su torre de Tiro: dos veces Hanno ancló, las luces del hogar titilaron en el anochecer, y luego la marea baja lo alejó de esa comarca llevándolo a aguas vacías. Después… Merab, Althea, Nirouphar, Cordelia, Bragwyn, Thorgerd, María, Jehanne, Margaret, Natalia. ¡Oh Ashtoreth, los queridos fantasmas eran imposibles de contar y recordar! ¿Pero habían sido algo más que fantasmas, cuando pertenecían a la muerte? Se sentía más cerca de los hombres, la sensación de pérdida no era la misma. Baalram, Thuti, Umlele, Piteas, Ezra, el tosco Rufus, sí, eso dolía. Algo dentro de Hanno había llorado siempre a Rufus.

¡Basta de lamentos!

El viento arreció. La Ariadna se inclinó bruscamente. El sol desapareció tras los celajes. Las montañas de nubes se acercaron, con relámpagos en sus cavernas negras. Las islas se perdían en la movediza bruma, y a popa la costa era baja e imprecisa.

—¿Qué hora es? —preguntó Hanno. Soltó un silbido cuando el ordenador le respondió. Su cuerpo había navegado por él mientras su mente se sumergía en el pasado.

También sentía hambre, pero sería temerario confiar el timón a la maquinaria aunque sólo fuera para ir abajo a preparar un bocadillo.

—Ponme con Hestia —ordenó al comunicador.

—Llamando.

—Hola, hola. ¿Hay alguien allí? Llama Hanno.

El viento arrancó la voz de Yukiko del altavoz, los mares pisotearon sus jirones. Hanno apenas oyó:

—… asustados por ti…, informe del satélite…, tormenta avanzando deprisa…, por favor…

—Sí, claro. Regresaré. No te preocupes. Esta nave puede resistir un tumbo y enderezarse. Volveré para la cena. —Si cojo la marea adecuada. Tengo que mantenerme lejos de la costa hasta que pueda enfilar en línea recta. Bien, el motor tiene muchos kilowatios. Mejor apañarse con eso y no con hombres que remaban hasta que les reventaban el corazón.

No quería usarlo a menos que fuera imprescindible. Necesitaba una pelea, ingenio, agallas y tendones contra los lobunos dioses. El regreso exigiría una larga y dura maniobra. Una ola barrió la cubierta. La Ariadna tembló, pero el mástil aún se mecía en lo alto como una lanza erguida. Muchacha valiente. Como Svoboda…, como todas ellas, Yukiko, Corinne, Aliyat, todas ellas supervivientes, de una manera como jamás lo habían sido sus hombres.

Dejó que los servos se encargaran del timón mientras él recogía las velas. Una se les escapó de la mano y le abrió un tajo en la muñeca antes que pudiera capturarla y plegarla. La espuma lavó la sangre. El mundo se había agrisado, salvo por los fogonazos de los relámpagos al sur. El agua se arremolinaba en la cabina hasta que la bomba la arrojaba por la borda. Recordó cómo achicaba el agua de la nave de Piteas durante una tormenta en el Báltico. Mientras cogía el timón, una canción le cruzó la cabeza. «Oh, dame mi bastón…» ¿De dónde venía eso? Lengua inglesa, siglo diecinueve o principios del veinte, una impúdica y vibrante canción de ferrocarril.

Oh madre, ven con la fianza,
sácame de esta maldita cárcel.
Me arrepiento de todos mis pecados.

Ferrocarril, el oeste, un mundo que parecía ilimitado pero había perdido sus horizontes y en un parpadeo de siglos se confundía con Troya. Luego algunos miraron las estrellas y soñaron con Nueva América. Las consecuencias: máquinas, ocho seres humanos, inmensidades tan intransitables y cerradas como la muerte.

Oh, el infierno es hondo y el infierno es ancho,
Oh, el infierno es hondo y el infierno es ancho,
Oh, el infierno es hondo y el infierno es ancho,
no tiene fondo, no tiene lados.
Me arrepiento de todos mis pecados.

Hanno rechinó los dientes. Ulises fue allí y regresó. Si las estrellas no albergaban una Nueva América, ofrecían algo infinitamente mayor.

El ruido lo abrumó. Un soplido y un estruendo monstruoso, perforado por un chirrido. A babor la pared de nubes se había desvanecido tras una blancura que cubría olas y kilómetros.

—¡Arría las velas! —ladró. Eso no era una mera ráfaga, sino un chubasco que lo embestía desde atrás. El tiempo de Xenogea no respetaba las leyes del Eolo griego. La velocidad de los vientos solía ser baja, pero cuando se elevaba se volvía violenta por el peso del aire. Hanno tocó con la mano izquierda el interruptor que bajaba el motor fuera borda. ¡Hunde la proa en el mar y aguanta!

El agua cayó como un puñetazo. Un diluvio cegó a Hanno. Las olas barrieron la borda. La Ariadna, trepó, se balanceó en la espuma, cayó en un hueco. Hanno se aferró con fuerza.

Algo lo arrancó de su sitio.

Lo tragó una negrura rugiente. Pataleó y braceó. En medio de todo había algo frío y estable, su mente. He caído por la borda, pensó. Infla la chaqueta. No tragues agua o eres hombre muerto.

Subió a la superficie, aspiró el aire lleno de lluvia y espuma salada, braceó contra la desgarradora pesadez. La capucha se hinchó formando una almohada, elevándole la cabeza mientras el resto de la prenda le sostenía el cuerpo. Miró a su alrededor. ¿Dónde estaba la balandra? Ningún indicio. No creía que esa recia dama se hubiera hundido, pero el viento y las olas la debían de haber arrastrado, quizá no muy lejos pero lo suficiente, pues sólo veía las olas que lo azotaban.

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