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Poul Anderson: La nave de un millón de años

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Poul Anderson La nave de un millón de años

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Desde las primitivas tribus escandinavas, desde la antigua China y la Grecia clásica, hasta nuestros días y todavía más allá, hacia un tuturo de miles y miles de años, pasando por el Japón Imperial, la Francia de Richelieu, la América indígena y la Rusia estalinista... La nave de un millón de años

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¿Qué había pasado? Su mente se despejó, se despabiló, se convirtió en un ordenador programado Sara la supervivencia. El viento había manoteado la oja vela mayor, haciendo virar el casco, hundiéndolo tanto que el embate del mar lo había arrastrado. Bien, si se mantenía alerta, andaría a la deriva hasta que lo rescataran. Eso sería poco después de la tormenta. Yukiko quizás estaba intentando llamarlo. Un avión… Los que la Piteas llevaba a bordo estaban diseñados para Feacia. Volaban en Xenogea, pero precariamente; en condiciones inusitadas, se necesitaba un piloto humano además de la máquina. Quizá la gente de Hestia tendría que haber pedido modificaciones, pero era una gran tarea, y había muchas otras cosas que hacer; en caso de duda podían quedarse en tierra.

Pilotos. Peregrino es el mejor, creo que todos están de acuerdo en eso. Hoy está fuera de contacto. Por lo demás, Svoboda; y ella tiene que pensar en su hijo. La colonia es diminuta, una cabeza de puente en una playa que no está hecha para nuestra especie. Ella no tiene derecho a arriesgarse innecesariamente. Desde luego, despegará en cuanto parezca práctico, cuando termine este huracán. Los vientos fuertes constituyen un riesgo aceptable, si son razonablemente estables.

Hay que mantenerse vivo entonces. La exposición es el enemigo. Este agua no es demasiado fría, es una corriente cálida del sur. Sin embargo, unos pocos grados por debajo de la temperatura dérmica te sorberán el calor. Recuerdo…, pero eso fue en otro viaje, y además esos hombres están muertos. También sé antiguos métodos asiáticos para controlar el flujo sanguíneo; en caso de extrema necesidad, puedo invocar mis últimas reservas, mientras duren.

Trata de nadar. Ahorra fuerzas, pero no te dejes arrastrar y sofocar. Encuentra los ritmos. ¿Qué diosa vivía en el fondo del mar y tendía sus redes para coger a los marineros? Oh, sí, Ran de los noruegos. ¿Bailamos, Ran?

El viento aullaba, los mares tronaban. ¿Cuánto tiempo había durado? Imposible saberlo. Un minuto podía equivaler a una hora, dilación temporal inversa, el cosmos alejándose de un hombre. Se había equivocado con ese vendaval. No era un rápido chubasco. La lluvia había menguado, pero el viento soplaba con más furia. Imprevisto, imprevisible, tan ignorante como los hombres y sus máquinas. El universo reservaba tantas sorpresas como estrellas. No, más. Ésa era su gloria. Pero algún día una de esas sorpresas le mataría.

Truenos adelante. Hanno se elevó en una cresta. Vio dientes negros, rocas y arrecifes, la Zona Prohibida. El agua hervía, escupía, estallaba. La corriente lo había arrastrado allí. Hanno ansió que la Ariadna quedara libre para que su gente la recobrara. Se preparó.

Era difícil. Una sensación de calor en las manos y los pies se arrastró traicioneramente hacia el pecho. Las olas rodaban y rugían bajo el cielo. El agua se precipitaba sobre la encrespada superficie que lo sostenía. Hanno inhalaba, se asfixiaba, tosía, aspiraba aire.

Apenas lo notaba. El frío, el dolor, la lucha pertenecían al mundo, la tormenta. Los observaba impersonalmente, como un hombre somnoliento mirando las llamas de la estufa. La marea lo arrastraría, pero él no estaría allí. Estaría…, ¿dónde? ¿Qué? No lo sabía. No importaba.

Conque así termina todo. No está mal para un viejo marinero. Ojalá pudiera tenderme a recordar. Pero los recuerdos se me escapan, los anhelos se me escapan, el ser se me escapa. Adiós, fantasmas, adiós. Buen viaje.

Un gemido hendiendo el viento y las olas, una sombra, una silueta, una sacudida despertando la conciencia.

Necio, protestó Hanno. ¡Lárgate! ¡Podrías perder la vida!

El avión corcoveó, osciló, cayó, trepó, batalló. Una línea cayó desde la cabina. La cuerda pasó a medio metro de Hanno. Trató de asirla, pero no pudo. Caracoleaba sobre él. Otra vez. Y otra.

Se alejó. La máquina rugió con más fuerza. La línea bajó de nuevo. En el extremo había un nudo de donde colgaba un hombre. Tu Shan pegó en el arrecife. Recibió el impacto en los músculos, recobró el equilibrio, resistió mientras una ola le bañaba los tobillos. Con la mano izquierda cogió la línea y avanzó paso a paso.

El más fuerte de nosotros, pensó Hanno desconcertado. Pero yo estuve todo este tiempo con su mujer.

El brazo de Tu Shan le rodeó las axilas, lo alzó, lo sostuvo con fuerza. El avión tensó la línea. Colgaron como un badajo de campana. Proclamar la libertad por el mundo…

Llegaron a bordo. Svoboda ganó altura y enfiló hacia la costa. Tu Shan tendió a Hanno en el crujiente pasillo. Lo examinó con tosca destreza.

—Una ligera contusión, creo —gruñó—. Quizá un par de costillas rotas. Sobre todo un resfriado…, hipotermia. Vivirá.

Le administró el tratamiento inicial. El pulso de Hanno se aceleró. Svoboda hizo descender el avión de costado.

—¿Cómo lo supisteis? —murmuró Hanno.

—Yukiko llamó a los alloi —dijo Svoboda desde los controles. La lluvia azotaba el visor—. Ellos no podían penetrar en la atmósfera. Incluso sus robots tienen problemas con el mal tiempo. Pero enviaron un bote espacial en trayectoria baja. Sus detectores registraron una anomalía infrarroja en las rocas. Parecía muy probable que estuvieras allí.

—No tendríais que…, no…

Ella inició un descenso casi vertical. El contacto hizo chirriar la máquina. Svoboda se quitó el arnés y fue a arrodillarse al lado de Hanno.

—¿Pensaste que queríamos estar sin ti? —preguntó—. ¿Que alguna vez lo quisimos?

33

Rara vez había días tan brillantes. La luz del sol se derramaba desde un cielo cuyas nubes eran blancas y azuladas como enormes bancos de nieve. Se reflejaba en las alas de los pájaros; el río y el mar relucían como metal derretido. Los ocho que estaban sentados alrededor de la mesa usaban poca ropa. Desde esa loma se veía Hestia, una caja de juguetes a esa distancia, y al oeste el monte Piteas se elevaba con pureza más allá de las colinas.

En dos ocasiones nos reunimos así, al aire libre, recordó Hanno. ¿Tenemos una desconocida necesidad? Sí, las razones son prácticas, no sufrir distracciones, dejar los niños al cuidado de los robots por unas horas, y esperar que la frescura circundante nos refresque las ideas. ¿Pero creen nuestras almas que cuando más necesitamos sabiduría debemos buscarla en la tierra y el cielo?

No nos pertenecen, ni siquiera ahora. Este césped tupido que no es hierba, esos árboles rechonchos y esos arbustos serpentinos, los tonos sombríos de la vegetación, las fragancias punzantes, el gusto mismo del agua de manantial, nada vino del vientre de Gea. Y nada de ello puede pertenecerle de veras, ni debe.

Todos lo miraban con ansiedad. Hanno se aclaró la garganta y se enderezó. Sintió dolor, pues las heridas aún no habían sanado del todo, pero no les prestó atención.

—Hoy no pediré una votación —dijo—. Nos quedan años antes de comprometernos. Pero mis noticias pueden modificar algunas opiniones.

A menos que eso ya hubiera ocurrido. Por cierto habían cambiado con respecto a él. No sabía si había sido necesario estar al borde de la muerte para apagar los últimos rencores. Quizá se habrían disipado con el tiempo; pero quizás habrían seguido humeando, devorándolos corazones. No importaba. La hermandad estaba íntegra de nuevo. Se habían dicho pocas palabras; se habían sentido muchas emociones. Hanno tenía la intuición de que, de manera típicamente irracional y humana, esto a la vez catalizaba una nueva unidad.

Veremos, pensó. Todos nosotros.

—Como sabéis —continuó—, Yukiko y yo nos hemos comunicado mucho con los alloi últimamente. Ellos han llegado a una decisión.

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