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Poul Anderson: La nave de un millón de años

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Poul Anderson La nave de un millón de años

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Desde las primitivas tribus escandinavas, desde la antigua China y la Grecia clásica, hasta nuestros días y todavía más allá, hacia un tuturo de miles y miles de años, pasando por el Japón Imperial, la Francia de Richelieu, la América indígena y la Rusia estalinista... La nave de un millón de años

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Cuchicheos y susurros llenaron la oscuridad.

S'saa se dirigió a Aliyat, combinando la lengua nativa con el escaso lenguaje humano que dominaba el «lo»;

—Aunque son reacios, aceptarían para impedir males peores. Sin embargo, temen que los habitantes se nieguen y tomen la propuesta como una amenaza mortal. Conociendo a Kth y Hru'ngg, los líderes, creo que es verdad. Pues un lugar de la vida no es cualquier lago; está consagrado por el uso, por la vida que ha dado en el pasado. Procrear en otra parte desquiciaría el mundo. Quizá las lluvias no regresaran nunca, o los infractores no tuvieran más nacimientos.

Aliyat sintió el peso de la consternación.

—¡No creeréis semejante cosa!

—Los que estamos aquí, no. Pero ellos son simples campesinos. Y es verdad que no todos los lagos otorgan la bendición. Muchos no lo hacen, aunque los probamos en alguna otra ocasión.

—Eso es porque… ¡Oh cielos! ¿de qué sirve?

—Fluye agua de tus ojos. ¿Estás invocando?

—No, yo…, no tenéis una palabra. Sí, invoco a los muertos, y la pérdida y… ¡Esperad, esperad!

—Brincas, alzas los brazos, emites ruidos.

—Tengo una nueva idea. Tal vez esto sirva. Debo preguntar al consejo. Luego debo… acudir a los habitantes y… averiguar si les parece bien.

Aliyat se volvió hacia la Trinidad.

Durante varios días el cielo había estado despejado, un azul duro como hierro, ni una nube salvo en el oeste. De vez en cuando relámpagos y truenos surcaban un paisaje sin viento mientras el ocaso enrojecía esas regiones. Los rayos del sol penetraban por las brechas y bañaban los valles hasta ensangrentar el nuevo lago. Negros árboles se perfilaban contra el poniente. Los cientos de ithagené reunidos se transformaron en masas de sombra, una muralla alrededor del agua. Su canto palpitaba como un corazón.

De entre ellos salieron los Extraños, tres parejas, pues se sabía que tal era su naturaleza. A la derecha caminaban los Previsores de la Ciudad, con antorchas colgadas de estacas para proporcionar luz; a la izquierda, más antorchas llameaban y humeaban entre los Jefes Sembradores. Éstos se detuvieron en la margen. Los seis avanzaron.

Aliyat sintió bajo los pies la dureza del césped ahogado. El agua le lamía los tobillos, las rodillas, la entrepierna. Aún conservaba la tibieza del día, pero cierta frescura se elevaba desde abajo, un compromiso con años venideros.

—Aquí nos detenemos —dijo—. El fondo desciende abruptamente. Si seguimos pronto tendremos el agua hasta la cabeza. —No pudo reprimir una risita—. Eso nos dificultaría continuar con tanta pompa, ¿eh?

—No sé qué debemos hacer —confesó Tu Shan.

—No mucho. A fin de cuentas tenemos la ropa puesta, y ellos no saben cómo hacemos nuestros bebés. Pero debemos tomarnos tiempo y… —Con repentina timidez—: Y convencerlos de que nos estamos amando.

Él la rodeó con los brazos. Ella lo estrechó. Se besaron. En la sombra del crepúsculo, entrevio a Patulcio y Macandal, Peregrino y Svoboda. Un himno llegó desde la costa.

Una orgía en una piscina, pensó locamente. Ridículo. Absurdo como hacer el amor, como todo lo humano, todo lo vivo. Vinimos de esas estrellas que parpadean allá arriba para representar un rito de fertilidad de la Edad de Piedra.

Pero funcionaba. Consagró el lago, encendió la magia. Minoa aguardaría en paz la resurrección de la tierra.

—Tu Shan —susurró Aliyat, abrazándolo—, cuando regresemos a casa, quiero un hijo tuyo.

31

—Dichosa es la palabra que nos ha llegado —declaró el alloi a quien los humanos llamaban Cascada de Luz. Ha viajado desde el punto de contacto más próximo, a 147 años-luz. —Dedos ramificados delimitaron una parte del cielo e indicaron un punto. El ademán, realizado por una silueta tan frágil, recortada contra el espacio desnudo que se veía por una transparencia de la nave, cobraba doble fuerza.

La dirección estaba lejos del Sol, pero no hacia Pegaso. Los alloi habían ido muy lejos del mundo que había engendrado su raza.

—Punto de contacto —dijo Yukiko, por fuerza en voz alta y en un idioma terrícola. La comprendían, así como ella comprendía lo que le comunicaban. Era inevitable expresarse así cuando la mente no podía traducir directamente lo que percibían los sentidos, sino que debía atravesar un metalenguaje elaborado en el curso de años—. No identifico vuestra referencia.

—Los navegantes estelares han establecido estaciones en órbita de soles escogidos, a las cuales envían sus descubrimientos y experiencias —explicó Azogue—. Éstas comunican la información al resto. Así crecen nuestros nódulos de conocimiento, y los haces que los unen forman redes que se entrelazan.

Hanno asintió. Lo había notado; sus exploraciones con compañeros alloi lo habían llevado cerca de la vasta y traslúcida red que habían confeccionado alrededor de Tritos, mientras Yukiko indagaba sus artes, filosofías, sueños.

—Hay una versión primitiva en el Sistema Solar —le recordó Hanno a Yukiko—. O la había, cuando nos fuimos. Cuando empiecen a recibir nuestras transmisiones, pueden remodelarla y unirse a la comunidad.

—Si les interesa —replicó Yukiko mirando el cielo, donde las estrellas se ahogaban en la helada catarata de su propia luz, y desviando los ojos con un escozor. Lo que ambos habían aprendido les daba pocas esperanzas.

Hanno no estaba tan abatido.

—¿Cuál es la noticia? —preguntó con avidez.

—Una nave ha acudido al punto de contacto —dijo Cascada de Luz—. Todos lo hacen de vez en cuando para recibir nuevos datos, pues las estaciones no pueden transmitir continuamente a quienes pueden estar en cualquier parte, viajando a cualquier velocidad. Nuestro informe sobre este sistema, tal como había llegado entonces, decidió a la tripulación a seguir viaje hasta Tritos. Nos hemos encontrado antes con esos seres; resulta evidente para nosotros que los habitantes de Xenogea revisten especial interés y encierran gran promesa. Una imagen, por favor.

—Ahí tienes —dijo Ala Estelar, activando un proyector. Apareció una mole que a Hanno le evocó un rinoceronte. Pero la semejanza era vaga y caprichosa, como comparar un hombre con una oruga. El cuerpo, en todo caso, tenía poco interés, excepto en la medida en que era una matriz de la mente, del espíritu.

—Sí —aventuró—, ellos también son de un planeta grande, ¿verdad? Creo que aquí ven una similitud cultural con ellos mismos y quizá cosechen muchas ideas a partir de las diferencias.

Los ojos de Yukiko brillaron.

—¿Cuándo vendrán?

—Dicen que primero desean pasar unos años en el punto de contacto, estudiando y analizando los datos —dijo Cascada de Luz—. Es habitual aprovechar instalaciones que ninguna nave puede albergar. Sin duda viajan allí en este momento. Como están habituados a altas aceleraciones, llegarán sólo unos meses después de su anuncio de partida.

—Varios años, entonces —sonrió Yukiko—. Tiempo suficiente para preparar una fiesta de bienvenida.

—¿Viajan por la misma doctrina que vosotros? —preguntó Hanno.

—Sí —respondió Cascada de Luz—, y os recomendamos que la adoptéis.

—Estoy pensando en ello. Necesitaríamos ciertas modificaciones básicas en nuestra nave.

—Sobre todo en vuestros pensamientos.

Touché! —rió Hanno—. Somos advenedizos impacientes.

Los alloi no aceleraban continuamente entre los astros. Se acercaban a la velocidad de la luz y luego continuaban en trayectoria libre, usando la fuerza centrífuga. El ahorro en antimateria permitía grandes naves, con todo lo que eso implicaba. El precio era que la dilación temporal era menor. Un viaje que se habría realizado en diez años de a bordo duraba el doble; y cuanto más lejos se iba, más crecía el factor. Todos los viajeros eran longevos, pero ninguno escapaba del tiempo. La práctica explicaba que los observadores de Sol nunca hubieran recibido señales de naves estelares. Aunque las energías eran enormes, sólo había radiación al principio y al final de un pasaje, la fluctuación de una candela; y las naves estelares eran escasas.

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