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Poul Anderson: La nave de un millón de años

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Poul Anderson La nave de un millón de años

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Desde las primitivas tribus escandinavas, desde la antigua China y la Grecia clásica, hasta nuestros días y todavía más allá, hacia un tuturo de miles y miles de años, pasando por el Japón Imperial, la Francia de Richelieu, la América indígena y la Rusia estalinista... La nave de un millón de años

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—Permaneceré en contacto contigo de todas formas —dijo. —Bien, sería prudente —replicó la otra mujer—, pero tú estarás allí y serás la única cualificada para tomar decisiones. Te respaldaré. Todos te apoyaremos.

Macandal no era la jefa en Hestia, nadie lo era, pero se aceptaba tácitamente que su palabra era la de más peso en los consejos de los seis. No sólo porque sus opiniones fueran sensatas. Peregrino había dicho una vez: «Creo que nosotros, con nuestra ciencia y nuestra alta tecnología, a más de cuatro siglos-luz de la Tierra, estamos redescubriendo viejas verdades: espíritu, maná, llamadlo como os guste. Incluso, quizá, Dios.»

—Además —continuó Macandal—, yo estoy demasiado ocupada.

Siempre lo estaba: sus propias tareas, las que compartía con Patulcio, lo que incumbía a la comunidad; y, con sus tres años, Joseph era varias tareas por sí solo.

—Aparte de mi vientre —rió Macandal. El segundo hijo. La preñez no era un escollo insuperable, los cuerpos se habían habituado a la gravedad de Xenogea, pero valía la pena ir con cautela—. No te preocupes, cuidaremos de tu hombre, y no tardarás mucho en volver. Pero tómate el tiempo que necesites. Esto significa mucho para ellos, y podría significar todo para nosotros.

Aliyat preparó su equipo y sus raciones y se marchó.

Al salir de la casa por la mañana, se detuvo un minuto para mirar. El paisaje aún no resultaba demasiado familiar. Fisuras en las lechosas nubes mostraban retazos de azul pálido. Pero no se veían las nubes que traerían lluvia. El aire cálido y sin brisa estaba impregnado de aromas sulfurosos. El arroyo que bajaba de las colinas del este, atravesando el campamento era apenas un riachuelo, y casi no hacía ruido al despeñarse en el río. En el estuario brillaban barcos y bajíos, más anchos con la marea baja.

No obstante, Hestia permanecía allí. Había tres viviendas y varios edificios auxiliares de cuatro esquinas, de madera sólida. La hierba originaria se había marchitado, pero la irrigación preservaba los árboles y los macizos de rosas, malvas, violetas. Un kilómetro al norte, los robots trabajaban en la granja y los campos; el prado y las vacas eran vividamente verdes y rojos. Más allá, el bote espacial se elevaba sobre el hangar de naves aéreas apuntando al cielo, como un mirador sobre el pequeño reino. Desde esa altura, Aliyat veía un destello más brillante en el horizonte del este. El mar de Amatista.

Sobreviviremos, pensó. En el peor de los casos, los sintetizadores tendrán que alimentarnos a nosotros y al ganado hasta que pase la sequía, y el año que viene tendremos que empezar de nuevo. Oh, espero que no. Hemos trabajado con tanto empeño, con tan pocas máquinas, y hemos depositado tantas esperanzas. Una base más grande, superávit, el futuro, los niños… Está bien, fui egoísta, pues no quise molestarme en tener hijos propios. ¿Pero no es bueno para Hestia que ahora esté libre?

Minoa tenía el aspecto de costumbre. Al sur, más allá del río, los bosques mostraban mil matices —ocre, pardo, bronce verdoso— opacados por la sequedad. Árboles similares bordeaban las tierras despejadas del norte; al oeste se erguían cerros. Sobre las cimas acechaba un borrón blanco, el monte Piteas envuelto en sus brumas.

Nombres humanos. La garganta y la lengua podían imitar el habla de los nativos, de forma comprensible si ellos prestaban atención, pero pronto causaba ronquera, y más difíciles aún eran los conceptos de esa lengua.

Aliyat se despidió de Tu Shan con un beso. Él tenía músculos duros, brazos fuertes. A esa hora ya olía a sudor, tierra, virilidad.

—Ten cuidado —dijo Tu Shan con un dejo de ansiedad.

—También tú —replicó ella. Xenogea, sin duda, albergaba más sorpresas y traiciones de las que habían encontrado hasta el momento. Él había sufrido frecuentes lesiones. Era un encanto, pero se esforzaba en exceso.

Tu Shan negó con la cabeza.

—Temo por ti. Por lo que he oído, se trata de un asunto sagrado. ¿Sabemos cómo actuarán?

—No son estúpidos. No esperarán que yo conozca sus misterios. Recuerda que ellos pidieron que alguien fuese y… —¿Y qué? No estaba claro. ¿Ayuda, consejo, juicio?—. No nos han perdido ese respeto reverencial.

¿De verdad que no? ¿Qué sentía una criatura que no era de la Tierra y era tan distinta? Los nativos habían sido hospitalarios. Les habían cedido ese terreno. Es cierto que les habían ofrecido un terreno más cercano a la ciudad, pero los humanos temían problemas ecológicos. Habían intercambiado no sólo objetos, sino ideas, útiles además de bellas e interesantes. Pero esto sólo probaba que los ithagené —otra palabra griega— tenían sentido común, y quizá curiosidad.

—Debo irme. Pásalo bien.

Aliyat se marchó, cargando con la mochila. Había desarrollado músculos semejantes a los de un cinturón negro de judo, lo cual le daba un andar y una figura muy sexy, pero los huesos seguían siendo frágiles.

Un día nos marcharemos. Feacia espera, con la promesa de ser como la Tierra. ¿Miente? ¿Cuánto echaremos de menos este mundo de penurias y de triunfos? Cuatro ithagene esperaban en el extremo del sendero. Usaban cota de malla y sus filosas alabardas ganchudas relucían. Constituían una guardia de honor, o eso pensó Aliyat. Respetuosos, se dividieron para precederla y seguirla por el sinuoso camino que cruzaba la pared del fiordo y llegaba al río. En el muelle flotante, el enviado aguardaba en la nave que los había traído. Larga y grácilmente curvada en la proa y la popa, se parecía poco a las dos embarcaciones de construcción humana amarradas allí cerca. Pero tampoco había remeros, ni los mástiles tenían velas. Se valía de un generoso obsequio de los terrícolas, un motor confeccionado por los robots fabricantes. Constantes suministros de combustible lo mantenían en marcha.

Los humanos a menudo se preguntaban qué le estaban haciendo a esa civilización, para bien o para mal, y en última instancia, a ese mundo.

Aliyat reconoció a S'saa. No podía pronunciarlo mejor. Hizo lo posible con una frase que en Hestia interpretaban como un saludo formal y una plegaria. «Lo» respondió de la misma manera. («Lo, le, la»: ¿ Qué se podía hacer cuando había tres sexos y ninguno se correspondía exactamente con el masculino, el femenino y el neutro, y el idioma carecía de géneros?) Ella y su escolta abordaron la nave, un tripulante la apartó del muelle, otro cogió el timón, el motor ronroneó y avanzaron corriente arriba.

—¿Me puedes contar ahora que deseáis? —preguntó Aliyat.

—El problema es demasiado grave para mencionarlo en otra parte que no sea el Halidom —respondió S'saa—. Cantaremos sobre él.

Notas aguzadas para fijar un tono emocional, para preparar el cuerpo y la mente. Aliyat oía angustia, furia, temor, desconcierto, determinación. Sin duda perdía muchos matices, pero en los dos últimos años había empezado a comprender y sentir esa música, de un modo en que no había comprendido muchas músicas terrícolas. Peregrino y Macandal estaban experimentando con adaptaciones de los sonidos, componiendo canciones de sereno e inquietante poder.

Nadie hubiera pensado que esos seres fueran artistas. Torsos de tonel, algunos con ciento cincuenta centímetros de altura sobre cuatro piernas regordetas, cubiertas con escarnas pardas y correosas que se podían levantar para mostrar una suave superficie rosada destinada a la entrada de fluidos, la excreción, la sensación; no tenían cabeza, sino un bulto arriba, con una boca bajo una escama y cuatro tallos ópticos retráctiles; debajo cuatro tentáculos, cada cual terminado en cuatro dígitos, que se podían endurecer a voluntad. ¿Pero no parecería repulsivo un cuerpo tan exento de escamas como un cadáver desollado? Los humanos tomaban la precaución de andar totalmente vestidos entre los habitantes de Xenogea.

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