El mensaje empleaba el mismo sistema básico de los robots —doce años atrás en tiempo de a bordo, tres siglos y medio cósmicos— excepto por ajustes relativistas que ya no se requerían. Les llegó por radio UHF, desde popa, sorteando una ionización que ya no era enorme pero podía interferir.
—La fuente es un oojeto relativamente pequeño a un millón de kilómetros de distancia —informó la Piteas. Presumo que lo han puesto en órbita aguardando nuestra aproximación. Ahora está acelerando para concordar con nuestros vectores. La radiación es débil, lo cual indica alta eficiencia.
—¿Un bote? —preguntó Hanno—. ¿Tiene nave madre?
La Piteas ensambló las imágenes recibidas, que cobraron vivida existencia. Primero apareció un paisaje estelar, luego la inequívoca Tritos (similar a la imagen que ofrecía una de las pantallas), luego una toma vertiginosa de acercamiento: formas, colores, un objeto que giraba alrededor de otro más grande.
—Eso ha de ser Xenogea —dijo Patulcio en medio del silencio—. Allí han de estar.
—Creo que nos están preparando para el próximo paso —dijo Yukiko.
La representación se esfumó. Apareció una forma nueva.
Al principio no pudieron discernirla. Los contornos y las dimensiones matemáticas eran demasiado exóticos, demasiado desconcertantes. Así había sido para Svoboda y Peregrino cuando vieron por primera vez montañas altas: nubes de nieve, un cielo rugoso… ¿qué?
—¿Más arte? —preguntó Tu Shan—. No crean imágenes como las que crean los humanos. Creo que no tienen los mismos sentidos.
—No —dijo Hanno—, esto debe de ser un holograma directo. —Sentía la carne de gallina—. Quizá no saben cómo vemos nosotros, pero la realidad es la misma para todos…, espero.
La forma se desplazó en una lenta pirueta que la revelaba desde todos los ángulos. Abandonó la escena y regresó con un terrón blando. Procedió a modelarlo dándole varias formas geométricas: esfera, cubo, cono, pirámide, anillos entrelazados.
—Nos está diciendo que es inteligente —susurró Aliyat, al tiempo que se persignaba sin pensarlo.
La visión empezaba a adaptarse. Si la forma era de tamaño natural, el original tenía ciento cuarenta centímetros de altura. En el centro había un tallo verde que relucía y titilaba, apoyado en dos miembros delgados y flexibles o multiarticulados, los cuales terminaban en varios dígitos bifurcados. De la parte superior brotaban dos brazos similares. Éstos se bifurcaban y subdividían dendríticamente, hasta que los observadores no pudieron contar la cantidad de delicados «dedos» arácnidos. Desde los flancos salían un par de alas o membranas, con una envergadura igual a la altura. Parecían hechas de nácar y polvo de diamantes, pero ondeaban como la seda.
Al cabo de un largo rato, Tu Shan murmuró:
—Si esto es lo que son, ¿cómo podremos conocerlos?
—Como conocimos a los espíritus, tal vez —respondió Peregrino en voz baja—. Recuerdo las danzas kachina.
—Por el amor de Dios —exclamó Svoboda—, pero ¿qué estamos esperando? ¡Mostremos nuestra imagen!
—Desde luego —asintió Hanno.
Las naves continuaron juntas hacia el mundo viviente.
Así llegó la Piteas a puerto, y se puso en órbita alrededor de Xenogea.
Eso requirió cierto cuidado. Otros cuerpos ofrecían un posible refugio. El principal era la luna. Árida y cenicienta como la luna terrícola, tenía sólo un décimo de su masa, pero su trayectoria la acercaba a un tercio de distancia lunar de su cuerpo primario, y luego la alejaba a tres quintos. Tal vez era consecuencia de un accidente cósmico más reciente que los impactos que habían formado el planeta.
Varios satélites artificiales evolucionaban en su propio curso. Ninguno se parecía a nada del Sistema Solar. Los botes, como los había bautizado Hanno, iban y venían. Los viajeros no sabían cuántos eran, pues no había dos que parecieran iguales; poco a poco comprendieron que la forma cambiaba según la misión, y que esos cambios se relacionaban con campos de fuerza más que con cristal o con fibra.
La nave madre (otro término humano) de los alloi estaba en órbita más allá de la luna. Parecía tener una forma fija, un cilindroide de casi diez kilómetros de longitud y dos de diámetro, que rotaba majestuosamente sobre su largo eje, iridiscente como madreperla. A popa (?) haoía un complejo de miembros esbeltos y curvados que quizá constituían el generador de impulso; Hanno evocó diseños entrelazados que había visto en piedras rúnicas nórdicas y en evangelios irlandeses.
A proa (?) el casco se ahusaba y terminaba en punta. Patulcio y Svoboda evocaron un minarete o la aguja de una iglesia. Yukiko se preguntó qué edad tendría. Un millón de años no era una cifra inconcebible.
—Tal vez vivan a bordo —opinó Peregrino—. ¿Qué peso brinda esa rotación?
—Sesenta y siete por ciento de la gravedad terrícola estándar —respondió la nave.
—Sí, parecen venir de esa clase de medio ambiente. Veamos, nos dijiste que la gravedad de Xenogea equivale a uno punto cuatro veces la terrícola, así que para ellos…, no, no, déjame lucirme —rió Peregrino—. Es el doble de la que acostumbran soportar. ¿Pueden aguantarla?
—Nosotros podríamos, si tuviéramos que hacerlo —dijo Macandal—. Pero los alloi parecen frágiles —titubeó—. Como cristal, o como un árbol desnudo cubierto de escarcha en un claro día de invierno. Son muy bellos, una vez que uno aprende cómo mirarlos. —Creo que tendremos que hacerlo —rezongó Tu Shan—. Me refiero a soportar cuarenta kilos más por cada cien.
Todos miraron la pantalla de la sala común donde brillaba una imagen de Xenogea. Estaban pasando frente al lado diurno, y el planeta estaba en su fase llena. Era más brillante que la Tierra, pues tenía más nubes. La blancura ondeaba y se arremolinaba, marmolada con el azul de los océanos, manchada con retazos de tierra verde y parda. Aunque el eje tenía una inclinación de treinta y un grados, ningún polo tenía casquete; la nieve relucía sólo en las montañas más altas.
Aliyat tembló, soltando el canto de la mesa por un instante, y echó a volar. Hanno la aferró. Ella le apretó la mano.
—¿Debemos bajar allá? —preguntó Aliyat.
—Sabes que la falta de peso no es saludable —le recordó Hanno—. Nosotros resistimos más que los que nacieron mortales, y tenemos medicamentos que ayudan, pero al fin nuestros músculos y huesos encogen también, y nuestros sistemas de inmunidad se debilitan.
—Sí, sí, sí. ¿Pero hasta allá?
—Necesitamos un peso mínimo. Esta nave no tiene tamaño suficiente para crearlo con su rotación. Demasiada variación radial, demasiada fuerza de Coriolis.
Ella lo miró enfurecida a través de las lágrimas.
—No soy idiota. No lo he olvidado. Ni he olvidado que los robots pueden arreglarlo.
—Sí, separar los sectores de carga y motores, enlazarlos con un cable largo y luego nacerlos rotar. El problema es que eso inmovilizará a la Piteas hasta que esté ensamblada nuevamente. Creo que convendrás en que es mejor disponer de sus aptitudes, así como de los botes, al menos hasta que sepamos un poco más. —¿Buscaremos refugio en el primer planeta? —preguntó Tu Shan—. Un infierno calcinado. El tercero no es tan grande, pero es una estepa escarchada y yerma, al igual que todas las lunas exteriores y asteroides.
Svoboda aún miraba Xenogea.
— Aquí hay vida —dijo—. El cuarenta por ciento de peso adicional no nos molestará, dada nuestra resistencia innata. Nos acostumbraremos.
—Nos acostumbramos a cargas más pesadas en el pasado —observó Macandal con serenidad.
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