—Demasiado. —El robusto cuerpo de Tu Shan tembló—. Ven, querida. Quiero un momento de ternura y humanidad. ¿Tú no? —Ella lo acompañó afuera.
—¿Con qué sociedad probaremos luego? —preguntó Svoboda. Se volvió hacia Peregrino—. Las que tú conociste debían de resultar igualmente extrañas para el resto de nosotros.
—Sin duda —replicó él de mal talante—. A su debido tiempo, sí, las visitaremos. Pero primero un ámbito más… racional. ¿China, Rusia? —Tenemos mucho tiempo —dijo Patulcio—. Será mejor digerir esto antes de pensar en otra cosa. ¡Kyrie eleison, haber presenciado a los dioses actuando! —Cogió la manga de Macandal—. Estoy extenuado. Un buen trago, un largo sueño y varios días de ocio.
—De acuerdo. —Ella sonreía con menos entusiasmo que de costumbre. Se marcharon.
Peregrino y Svoboda parecían excitados. Sus miradas se encendieron. Ella se ruborizó. Él respiraba agitadamente y también se marcharon.
Hanno hizo un esfuerzo para no mirarlos. Aliyat le había cogido la mano. Se la soltó.
—Bien, ¿cómo ha sido para ti? —le preguntó Hanno con voz opaca.
—Terror, éxtasis y… una especie de bienvenida —dijo Aliyat con un hilo de voz.
El asintió.
—Sí, aunque empezaste tu vida como cristiana, no ha de ser del todo extraño para ti. De hecho, sospecho que el programa usó algunos recuerdos tuyos como información cuando los míos no eran suficientes.
—Vaya extravagancia.
Hanno miró a lo lejos.
—Un sueño dentro de un sueño —murmuró, como si hablara solo.
—¿A qué te refieres?
—Svoboda entendería. Una vez ella y yo imaginamos qué clase de futuro habría si nos atrevíamos a revelar lo que éramos. —Hanno sacudió la cabeza—. No importa. Buenas noches.
Ella le cogió el brazo.
—No, espera.
Hanno se detuvo, enarcó las cejas, la miró con cautela y fatiga. Aliyat le cogió de nuevo la mano.
—Llévame contigo.
—¿Eh?
—Estás demasiado solo. Yo también. Volvamos a estar juntos.
—¿Te has cansado de subsistir con las sobras que dejan Svoboda y Corinne? —dijo Hanno con voz hiriente.
Por un instante ella palideció y soltó la mano.
—Sí —admitió luego, ruborizándose—. Tú y yo no somos la primera opción mutua, ¿verdad? Y nunca me perdonaste lo de Constantinopla.
—Vaya —dijo él sorprendido—, te dije que te perdoné. Una y otra vez. Esperaba que mis actos demostraran…
—Bien, simplemente no permitas que eso interfiera. ¿De qué vale vivir tantos siglos si no crecemos al menos un poco? Hanno, te ofrezco lo que nadie te ofrecerá todavía en esta nave. Quizá no te lo ofrezcan nunca. Pero estamos recobrando parte de lo que teníamos. Entre nosotros, tú y yo podríamos contribuir a la curación. —Irguió la cabeza—. Si no estás dispuesto a intentar, a ceder el turno, bien, buenas noches y al cuerno contigo.
—¡No! —Hanno la cogió por la cintura—. Aliyat, desde luego yo…, estoy abrumado…
—Claro que no estás abrumado, pillo calculador, y bien que lo sé. —Se le acercó y se abrazaron. Agitada y desaliñada, Aliyat añadió—: Claro que yo también soy mañosa. Supongo que siempre lo seré. Pero he aprendido mucho acerca de ti, Hanno. Esto no fue un sueño, sino que fue tan real como…, no, más real que estas malditas paredes. Tú te enfrentaste a los dioses, los burlaste y lograste que nos aceptaran, como nadie más lo habría hecho. Tú eres el capitán.
Aliyat alzó la cara. Le brillaban los ojos por las lágrimas, pero sonreía con picardía. —Ellos no me amedrentaron. Ésa es tu especialidad. Y si no podemos profesarnos una plena confianza mutua, si nuestro rencor no muere del todo…, vaya, ¿no le añade cierto sabor eso?
En los últimos meses, mientras la Piteas avanzaba cada vez más despacio hacia su destino, el universo volvió a ser familiar. Resultaba extraño que una noche cuajada de estrellas brillantes que no parpadeaban, ceñidas por la escarchada ruta de la galaxia, donde las nebulosas horneaban nuevos soles y mundos mientras monstruosas energías radiaban alrededor de los que morían, donde la luz de otros fuegos de artificio había partido antes del nacimiento de la humanidad, diera una sensación de hogar. Allí delante, Tritos tenía apenas la mitad del brillo de Sol, un tono amarillo que evocaba otoños en la Tierra. Pero también era un hogar.
Los instrumentos escrutaban la menguante distancia. Había diez planetas en órbita, cinco de ellos gigantes gaseosos. El segundo a partir del sol se desplazaba a un radio de menos de una unidad astronómica. Poseía un satélite cuya trayectoria excéntrica indicaba que la masa primaria equivalía a dos y un tercio de la terrícola. Pero esa esfera, aunque más cálida, presentaba temperaturas razonables, y su espectro atmosférico revelaba los desequilibrios químicos propios de la vida.
Semana tras semana, y luego día tras día, la excitación creció en la nave. No había modo de aplacarla, y pronto hasta Tu Shan y Patulcio desistieron de intentarlo. Estaban entusiasmados; quizá los aguardaran maravillas, y llegaban por fin, al menos temporalmente, al fin de la travesía.
Las paces con Hanno, que cada cual había establecido en sus propios términos, no desembocaron en la camaradería de otros tiempos. Ahora existía cierta cautela. ¿Qué nueva exigencia impondría él, y cómo reaccionarían los demás? Había prometido que al final seguirían viaje a Feacia. ¿Pero cuándo sería eso, si llegaba a ocurrir? ¿Podría traicionarlos? Nadie hacía acusaciones, ni siquiera cavilaban mucho sobre el asunto. La conversación solía ser despreocupada, cuando no íntima, y él volvió a participar en algunos pasatiempos, aunque ya no intervino en sueños compartidos una vez que se cumplió el propósito de adiestramiento. Seguía siendo un extraño en quien nadie confiaba, salvo Aliyat, y poco, excepto corporalmente.
Hanno no intentó hacerles cambiar de actitud. Sabía que era inútil, y además sabía cómo pasar el tiempo entre gente extraña.
Tritos se aproximaba.
La Piteas emitió señales: radio, láser, neutrinos. Sin duda, los alloi habían detectado la nave desde lejos, cuando hendía el polvo y el gas del espacio, cuando frenaba con las llamas que escupía el motor. Los receptores no captaban ninguna respuesta.
—¿ Adonde se han ido ? —preguntó Macandal—. ¿Hemos viajado tanto para nada?
—Aún estamos a muchas horas-luz —le recordó Peregrino, con paciencia de cazador—. No es fácil comunicarse. Es imposible con ondas electromagnéticas, mientras lanzamos ese chorro de llamas a proa. Y… yo observaría a un recién llegado, antes de abandonar mi refugio.
Ella meneó la cabeza con enfado.
—Olvida la Edad de Piedra. La guerra o la piratería entre las estrellas no sólo serían obscenas, sino absurdas.
—¿Estás segura? Además, nosotros podríamos ser peligrosos para ellos, o ellos para nosotros, de modos que ninguno de ambos ha logrado imaginar.
Tritos resplandecía. Sin magnificación, sólo con la luz detenida, contemplaban el disco, las manchas, las llamaradas. Cerca de la estrella flotaba una chispa color blanco azulado, el segundo planeta. La espectroscopia daba detalles de las superficies terrestres y acuáticas. El aire consistía principalmente en nitrógeno y oxígeno. Los viajeros cambiaron de curso para interceptarlo y lo bautizaron Xenogea.
Al fin la Piteas anunció:
—¡Atención, atención! Se detectan señales en código.
Los ocho se apiñaron en la sala de mando, lo cual no era físicamente necesario. Podrían haber participado desde sus cabinas. Simplemente, les resultaba imposible no estar codo con codo, compartiendo la respiración.
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