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Poul Anderson: La nave de un millón de años

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Poul Anderson La nave de un millón de años

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Desde las primitivas tribus escandinavas, desde la antigua China y la Grecia clásica, hasta nuestros días y todavía más allá, hacia un tuturo de miles y miles de años, pasando por el Japón Imperial, la Francia de Richelieu, la América indígena y la Rusia estalinista... La nave de un millón de años

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—¿No te interesa? ¿Por qué demonios diste tu consentimiento?

—Lo lamentamos —intervino Yukiko—. Estábamos tan excitados que olvidamos todo lo demás. Perdona.

La otra mujer hizo una mueca burlona.

—¿Él lo lamenta?

—Aguarda —dijo Hanno—. Cometí un error. Pero esto que sucede…

Svoboda lo interrumpió.

—Sí, es importante. Igual que tu arrogancia. Olvidas que tú, sentado allá en el cielo, no eres Dios Todopoderoso.

—Por favor —suplicó Yukiko.

Hanno habló con frialdad.

—Soy el capitán. Exijo respeto.

Svoboda meneó la cabeza. Un rizo rubio le rozó la sien.

—Eso ha cambiado. Ya nadie es indispensable. Aceptaremos el líder que necesitemos, si juzgamos que esa persona nos servirá bien. —Hizo una pausa—. Alguien llamará mañana, cuando hayamos deliberado, y hará los arreglos necesarios. —Con una sonrisa—: Yukiko, no es tu culpa. Todos lo sabemos. Buenas noches. —La pantalla se apagó.

Hanno se quedó mirándola.

Yukiko se plantó detrás de él apoyándole una mano en el hombro.

—No lo tomes a mal. Estaba fatigada, y por lo tanto de mal humor. Cuando haya descansado, lo olvidará.

Él meneó la cabeza.

—No, es algo más profundo. No lo había advertido, porque hemos estado alejados mucho tiempo. En el fondo aún están resentidos.

—No, lo juro. Ya no. Tú los trajiste, nos trajiste, hacia algo mucho más maravilloso de lo que nos atrevíamos a esperar. Es verdad, ahora no eres vitalmente necesario. Nadie cuestiona tu valor como capitán. Y actuaste irreflexivamente. Pero esa herida sanará por la mañana.

—Algunas cosas no sanan nunca. —Hanno se levantó—. Bien, no tiene caso amargarse. —Arqueó los labios—. ¿Qué dices de esa taza de té?

Yukiko lo miró en silencio.

—Vosotros dos aún podéis lastimaros, ¿verdad? —dijo con un hilo de voz.

—¿Con cuánta frecuencia echas de menos a Tu Shan? —replicó él con brusquedad. La abrazó—. Aun así, estos años han sido buenos para mí. Gracias.

Ella le apoyó la mejilla en el pecho.

—Y para mí.

—Repito… ¿Qué ocurrió con el té? —esbozó una sonrisa forzada.

32

Las primeras luces agrisaron el este, transformaron el arroyo en plata opaca. Negras montañas se perfilaron en el oeste y la bruma desdibujó la enorme luna. La cascada se precipitó ruidosamente al río, que gorjeaba y murmuraba. Soplaba una brisa fría y salobre. Hanno y Peregrino se hallaban en el muelle. Les costaba hablar.

—Bien —dijo Peregrino—, diviértete.

—También tú —replicó Hanno—. ¿Cuánto tiempo dijiste que te irías?

—No lo sé con certeza. Tres, cuatro días. Pero ven a casa esta noche, ¿me oyes?

—Desde luego. Los fenicios nunca pasamos una noche en el mar si podemos evitarlo.

El sombrío semblante de Peregrino se ensombreció aún más.

—Ojalá no fueras. Y menos solo.

—Ya te he oído antes. Tú también vas solo, y ni siquiera llevas un comunicador.

—Es distinto. Yo conozco esos bosques. Pero ninguno de nosotros conoce esas aguas. Tan sólo hemos navegado un poco con los botes o viajado con los nativos, y eso era para estudiar a los tripulantes, no su pericia marinera.

—Mira, Peregrino, sé perfectamente que las condiciones no son iguales a las de la Tierra. Las he inspeccionado, ¿recuerdas? También recuerda que yo navegaba en naves más frágiles dos mil años antes de tu nacimiento. La segunda ley del mar es siempre: «Cuídate.»

—¿Cual es la primera?

—«¡Quédate en la sentina!»

Rieron juntos.

—De acuerdo —dijo Peregrino—. Ambos necesitamos deambular, cada cual a su modo. Sospecho que lo mismo ocurre con Corinne. No tenía por qué conferenciar con la Trinidad precisamente a esta hora. —Tácitamente: Escape, alivio, aflojar la tensión que ha crecido en nosotros en estos días de trajín. ¿Nos quedaremos aquí, acompañaremos a los alloi cuando partan, o qué? Buscar dentro de nosotros nuestros verdaderos deseos. Aún nos quedan años para decidir, pero nuestras divisiones han durado más tiempo y han sido más amargas de lo que pensábamos.

—Gracias por tu ayuda —dijo Hanno.

—De nada, amigo. —Se dieron la mano. Era el apretón más cálido que Hanno había dado o recibido en Hestia. No podía preguntar directamente, pero creía que Peregrino lo había perdonado del todo. Bien, la brecha que se hubiera abierto no afectaba algo fundamental en la vida de ese hombre, como en el caso de otros; y desde el punto de vista de Peregrino, los acontecimientos habían vindicado a su viejo amigo. En los últimos cónclaves de los ocho, habían estado del mismo bando.

No ocurría así con Macandal, Patulcio, Aliyat, Tu Shan, Svoboda… Svoboda. Oh, ella lo tomó grácilmente; a fin de cuentas, en principio ella también favorecía la exploración. Pero, por acuerdo tácito, ella y Yukiko se quedaron en la cama mientras sus hombres se levantaban para llevar el equipo hasta el bote espacial.

Peregrino dio media vuelta. Sus pasos apenas fueron un susurro en el muelle, su alta forma se alejó y se perdió en la oscuridad. Hanno subió a bordo. Pronto descubrió y desplegó la vela mayor, sacó el foque, izó ambas, afianzó las escotas y zarpó. La tela resplandeció como un fantasma frente al alba, flameó, recibió el viento, se hinchó. La Ariadna se inclinó hendiendo la corriente.

Era una buena nave, una balandra de seis metros (en la Tierra habría corrido regatas en otros tiempos, pero ya nadie navegaba), construida en momentos libres por Tu Shan con ayuda de los robots, según planos de la base de datos. Tu Shan había querido fabricar algo bello, además de útil. Resultó que nadie tenía tiempo para usarla demasiado. Los ithagenê estaban intrigados, pero el diseño no congeniaba con ellos. Hanno dio unas palmaditas sobre la cubierta.

—Pobrecilla —dijo—. ¿Llorabas de noche, siempre sola? Hoy cabalgaremos de verdad, te lo prometo. —Sorprendido, notó que había hablado en púnico. ¿Cuándo había sido la última vez?

El estuario se ensanchaba. La brisa soplaba con fuerza desde tierra, impulsando a Hanno junto con la corriente y la marea. La bajamar terminaría cuando Hanno llegara al mar; para la transición eran convenientes aguas más remansadas.

Las ondas y surcos, todas las turbulencias, eran más fuertes y veloces en Xenogea, menos previsibles que en la Tierra, dada la gravedad.

El sol se elevó, oscurecido y enrojecido por las nubes, no tan lejos a estribor como habría estado en la Tierra en esa latitud y esa época del año. Aunque el planeta rotaba más deprisa, la inclinación axial prometía un largo día de verano. Turbios bancos de nubes se elevaban al sur. Hanno esperaba que no se desplazaran al norte y lo sorprendieran con una borrasca. La temporada más húmeda había pasado, pero nunca se sabía. La meteorología de Xenogea se basaba principalmente en conjeturas. Los parámetros eran exóticos; los humanos y sus ordenadores tenían cosas mucho más interesantes en qué ocuparse. Además, el tiempo era muy inestable. El caos, en el sentido en que los físicos usaban la palabra, predominaba tempranamente en cualquier secuencia.

Bien, esa nave era resistente; él y Peregrino le habían instalado un motor fuera borda; si Hanno se veía en apuros, llamaría y un avión iría a recogerlo. Detestaba esa idea.

Decidió pensar en cosas más agradables. Navegar de nuevo entre los astros… No, eso le afectaba mucho. Eso era lo que dividía la casa de los supervivientes contra Hanno. No podía culpar a los que deseaban quedarse. Habían trabajado, sufrido, luchado; este mundo era su nuevo hogar, el cosmos de sus hijos. En cuanto a los que querían explorar, Minoa con sus muchos reinos era apenas un continente en todo un mundo. Para quienes deseaban morar cerca de seres no humanos, una nueva raza se aproximaba. ¿Qué más podían desear?

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