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Bob Shaw: Los mundos fugitivos

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Bob Shaw Los mundos fugitivos

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Al inicio de , Toller Maraquine II, nieto del protagonista de y , lamenta el hecho de que la vida en los gemelos Land y Overland es demasiado tediosa y plácida comparada con los acontecimientos excitantes de la época en que vivió su ilustre antepasado. Entonces, mientras volaba en globo entre mundos, hizo su asombroso descubrimiento: un disco de cristal enorme, con miles de millas de extensión, crecía rápidamente, creando una barrera entre ellos. Impulsado por razones personales a investigar el enigmático fenómeno, Toller, sin más armas que su espada y su valor ilimitado, llegó a ser una figura destacada en los sucesos que decidirían el futuro de los planetas y sus civilizaciones.

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Los madrugadores que se encontraban en el exterior en el momento crucial fueron extremadamente gráficos en sus relatos. Habían hablado del pavoroso momento inicial durante el cual una fuente feroz de luz amarilla, como un sol en miniatura, había aparecido en el cenit, centrada en el disco de Land. Apenas se había acostumbrado el ojo al intruso cósmico cuando múltiples capas de luminosidad, concéntricas hacia diferentes fuentes, habían irrumpido en un conflicto palpitante en el cielo del amanecer.

Y después, como increíble último acto del drama cósmico, el cielo había… muerto.

La misma palabra —muerto— se había empleado una y otra vez. Brotaba espontáneamente de los labios de observadores incultos que se habían pasado sus vidas bajo un cielo lleno de extravagantes configuraciones de luz, derramándose en adornos astronómicos de todo tipo.

El cielo pareció morir cuando de golpe Land se apagó, y lo mismo ocurrió con la Gran Rueda y un montón de espirales plateadas, miles de estrellas incontables, de las cuales las más brillantes formaban la constelación del Árbol, los riachuelos irregulares de nebulosa radiación que se extendían por las galaxias como delicados bucles, los cometas cuyas colas ahusadas y resplandecientes dividían el universo, los meteoros fugaces que animaban la cúpula de la noche, uniendo durante unos instantes una estrella con otra… Todo eso había desaparecido en un instante, y ahora el cielo parecía muerto…, más que nada por esos puntos de luz fríos, apartados e infinitamente remotos que, en vez de iluminar el cielo, servían solamente para enfatizar su falta de luz.

Toller Maraquine observaba la puesta de sol desde un balcón de su casa orientado hacia el sur, apoyado en sus muletas. Tenía ante él una bebida caliente sobre la ancha balaustrada de piedra, pero de momento la había olvidado mientras contemplaba el cielo, que adquiría unos colores aún más oscuros y sombríos. Reprimió un estremecimiento cuando la extrañeza de la oscura cúpula celestial se hizo más y más evidente.

No era sólo la ausencia del planeta hermano lo que le transtornaba; había pasado gran parte de su vida «fuera» de Overland, donde había contemplado la detallada convexidad del otro planeta suspendido sobre ellos —algo que la mayoría de los habitantes eran incapaces siquiera de imaginar—, y se acostumbraba con rapidez a los cambios del entorno. Su sensación de desconcierto, tenía que admitirlo, provenía del desolado vacío de la noche nocturna. Esforzándose al máximo por ser pragmático, sereno y racional, había tratado de sacudirse la sensación. ¿Qué más daba —se había preguntado— que el irrelevante cielo nocturno contuviese un billón de estrellas o simplemente unas cuantas? ¿Afectaría esa condición a la producción de una cosecha en un sólo grano? No.

Pero el problema era que la tranquilizadora respuesta negativa no era capaz de proporcionar tranquilidad suficiente. No tenía la menor idea sobre qué destino habrían seguido Land o Dussarra —por lo que él sabía, era como si esos planetas ya no existiesen en ninguna parte—, pero comprendía con una exactitud desoladora y estéril que Overland había sido, usando las palabras de Steenameert, «despedido». Ésta era una región extraña del continuo espacio-tiempo. Tenía esa cualidad estremecedora. De algún modo, en un abrir y cerrar de ojos, Overland había sido proyectado a un universo decadente que se había vuelto viejo y frío…, y la pregunta fundamental seguía planteada: ¿podría la vida humana, individual y colectiva, seguir igual que antes?

Físicamente, no parecía haber ningún obstáculo que impidiese que los hombres y mujeres de Kolkorron pudieran vivir sus vidas como sus antecesores habían hecho desde el comienzo de la historia. Pero ¿sería posible que la horrible sensación de aislamiento, de habitar un punto apartado en los negros desiertos del infinito, pudiera alterar el futuro de la raza?

Land y Overland —dos planetas hermanos tan próximos entre sí que estaban unidos por un puente de aire— podían haber sido la obra de un Diseñador cósmico para persuadir y atraer a sus habitantes a realizar viajes interplanetarios. Y, una vez dado el primer paso crítico, el universo había parecido provisto de tesoros astronómicos tan cargados por las fuerzas de la vida, que al aventurero le habría resultado imposible volverse atrás.

El pueblo de Toller había estado predispuesto por su entorno espacial a mirar hacia fuera, y a creer que su futuro se basaba en moverse hacia fuera en un universo fértil y acogedor. ¿Cómo se sentirían ahora? ¿Aparecería alguna vez un héroe con la suficiente visión y coraje, la suficiente talla como para mirar a las estrellas remotas y heladas del nuevo y desolado cielo de Overland, y proponerse conquistarlas?

Harto ya de abstracciones, Toller dio la espalda a la puesta de sol rojo-dorada y tomó un sorbo de su coñac caliente. Además de calentado, el licor había sido aderezado con especias y mantequilla para contrarrestar el frío del aire del crepúsculo. Encontró su familiar calor enormemente reconfortante, mientras observaba a su padre y a Bartan Drumme moverse nerviosamente alrededor de los telescopios instalados en el balcón. A sus ojos, los dos hombres mayores se habían convertido en pilares graníticos de fortaleza intelectual y sentido común en un universo móvil, y su respeto hacia ellos había crecido más allá de toda medida. Estaban comentando una extraña anomalía científica, una curiosa lesión en el tejido de la nueva realidad, que hasta el momento había sido advertida por relativamente poca gente.

—Es bastante irónico —decía Cassyll Maraquine—. No sería una exageración decir que, sumando todas las fábricas estatales, hay un considerable número de ingenieros y técnicos altamente calificados bajo mis órdenes. Pasan la mayor parte del tiempo investigando con los instrumentos de medida más exactos que pudimos inventar, pero sin embargo ninguno de ellos vio nada.

—Sé justo —murmuró Bartan—. No hay ningún cambio en la forma en que los círculos se relacionan con los círculos, y casi todos vosotros…

Cassyll sacudió su canosa cabeza.

—¡No hay excusa, amigo mío! Hizo falta que un simple empleado de la cervecería de Cardapin, ¡un barrilero!, se abriera camino hasta mí a través de todas las malditas barreras que los burócratas insisten en levantar a pesar de los tenaces esfuerzos que uno hace por impedirlas. Desde entonces he sacado al hombre de su modesta ocupación y le he dado un puesto en mi equipo personal, donde…

—Dime una cosa, padre —le interrumpió Toller, en quien había crecido la curiosidad—. ¿Qué es todo este lío de los anillos y los círculos y las ruedas y eso que tanto os desconcierta? ¿Qué puede haber que sea tan intrigante y extraño en un círculo corriente?

—Un círculo siempre ha tenido ciertas propiedades fijas, al igual que las otras figuras geométricas, y ahora esas propiedades han sufrido un cambio repentino —dijo Cassyll, en un tono solemne—. Hasta ahora, como bien sabes, la circunferencia de un círculo ha sido exactamente igual a tres veces su diámetro. Ahora, sin embargo, si hicieses la prueba, descubrirías que la proporción de la circunferencia respecto al diámetro es ligeramente mayor que tres.

—Pero… —Toller trató de asimilar la idea, pero su mente se negó a ello—. ¿Qué significa eso?

—Quiere decir que estamos muy lejos de donde estábamos —comentó Drumme con una mueca en los labios que insinuaba que lo que había dicho era muy profundo.

—Sí, pero… ¿qué importancia tiene eso para nuestras vidas?

Cassyll resopló mientras quitaba la tapa del ocular de un telescopio.

—¡Se nota que habla un hombre que nunca ha tenido que ganarse el pan con los negocios o la industria! Diseñar y calibrar de nuevo cierta clase de maquinaria va a costar al estado una verdadera fortuna. Y además habrá gastos de oficina, de contabilidad y…

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