Bob Shaw - Los mundos fugitivos

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Al inicio de
, Toller Maraquine II, nieto del protagonista de
y
, lamenta el hecho de que la vida en los gemelos Land y Overland es demasiado tediosa y plácida comparada con los acontecimientos excitantes de la época en que vivió su ilustre antepasado. Entonces, mientras volaba en globo entre mundos, hizo su asombroso descubrimiento: un disco de cristal enorme, con miles de millas de extensión, crecía rápidamente, creando una barrera entre ellos. Impulsado por razones personales a investigar el enigmático fenómeno, Toller, sin más armas que su espada y su valor ilimitado, llegó a ser una figura destacada en los sucesos que decidirían el futuro de los planetas y sus civilizaciones.

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Un ligero aliento frío atravesó su mente, una imperceptible sacudida de inquietud tan diminuta y fugaz que bien podía haber sido producto de su imaginación. Levantó la cabeza, tomando distancia de la conversación, y pasó revista a los alrededores. Nada parecía haber cambiado. La pradera llegaba hasta el horizonte, que se volvía irregular por las bajas colinas del norte; a poca distancia, la cubierta del impulsor resplandecía plácidamente en la luz grisácea del temprano amanecer. Incluso el incongruente grupo de dussarranos y humanos tenía exactamente el mismo aspecto que antes, pero sin embargo se sintió vagamente alarmado.

En un impulso levantó la vista al cielo, y allí, centrado sobre Land y casi tocando el límite del lado oscuro del planeta, había una parpadeante estrella amarilla. Supo en seguida que lo que veía era el Xa, situado a miles de kilómetros más arriba.

Acababa de identificarlo, cuando llegó hasta él una débil voz telepática, tensa, debilitada, torturada, descendiendo desde el cenit:

—¿Por qué me estás haciendo esto, Amado Creador? Por favor, por favor, no me mates…

Con la extraña sensación de un intruso, Toller habló a Greturk en voz baja.

—El Xa es… desgraciado.

—Fue una suerte para todos que la complejidad creciente del Xa nos permitiese…

De repente Greturk se encogió, experimentando un espasmo de dolor, y se volvió hacia el este. Los otros dussarranos hicieron lo mismo. Toller siguió sus miradas, y su corazón tembló al ver que la pradera que antes estaba vacía era ahora el escenario de unas cincuenta figuras vestidas de blanco. Estaban a unos cuatrocientos metros de ellos, y por encima había una elipse de luz verde que se desvanecía con rapidez.

—¡Los vadavaks vienen por nosotros! — Greturk retrocedió inútilmente un paso—. ¡Y están muy cerca!

Toller miró a Greturk.

—¿Están armados?

—¿Armados?

—¡Sí, armados! ¿Llevan armas?

Greturk empezó a temblar, pero su respuesta telepática fue clara y controlada:

—Los vadavaks están armados con enervadores, unos instrumentos de corrección social especialmente diseñados por el Director Zunnunun. Los enervadores son unas barras azules con la punta roja incandescente. El más leve contacto con una de esas puntas causa un dolor intenso, y paraliza durante varios minutos.

—He oído hablar de armas más temibles —dijo Toller desdeñosamente, apretando la mano de Vantara antes de soltarla y apoyando un brazo alentador en el hombro de Steenameert—. ¿Qué opinas, Baten? ¿Les damos una lección a esos pigmeos presuntuosos?

—El contacto con una barra enervadora causa dolor y parálisis — añadió Greturk—. Los vadavaks llevan un enervador en cada mano. El contacto con las dos barras causa la muerte.

—Eso es ya un asunto más serio —dijo Toller con sobriedad, observando la mancha blanca borrosa sobre el fondo verde pardo, que era la única manifestación del enemigo hasta el momento—. ¿Cuánto tiempo para que se produzca la muerte?

—Cinco segundos, quizá diez. Depende principalmente de la envergadura y la fuerza del individuo.

—En diez segundos se puede hacer mucho —replico Toller, secándose la boca al ver que los vadavaks ya habían empezado a avanzar—. Es sólo…

—Tu espada esta en poder del Director Zunnunun, y nunca podrás recuperarla; pero uno de los nuestros la reprodujo con bastante similitud — Greturk hizo una seña con la cabeza a uno de los dussarranos, que se adelantó arrastrando un saco hecho de una tela gris sin costuras—. Esperábamos que los vadavaks no llegasen a ponerse en contacto con nosotros, en cuyo caso habríamos destruido estas armas sin mostrártelas; pero ahora no tenemos otra alternativa.

El dussarrano abrió el saco y Toller sintió una oleada de feroz alegría al ver que contenía siete espadas de característico diseño kolkorronés. Se arrodilló y extendió las manos ansiosamente hacia las familiares armas.

—¡Cuidado! — advirtió Greturk—. Sobre todo, no toquéis las hojas con las manos desnudas. Tienen bordes monomoleculares que nunca pueden mellarse, y penetrarían en vuestra carne como si fuese nieve recién caída.

—¡Espadas! —las facciones de Jerene adquirieron una expresión de enojo, al tiempo que se adelantaba—. ¿Qué quieres que hagamos con esa colección de antigüedades? ¿No podíais haber copiado nuestras pistolas?

Greturk sacudió la cabeza otra vez.

No hubo tiempo… sus mecanismos interiores no son fácilmente visibles para nosotros… Lo único que pudimos hacer en tan poco tiempo fue fabricar cinco espadas de menor tamaño para vosotras las mujeres, más livianas y de menor envergadura.

—Qué considerados —exclamó Jerene sarcásticamente—. Pero tal vez os interese saber que cualquier mujer de las que estamos aquí…

—¡El enemigo ya ha invadido el campo! —gritó Toller con toda la fuerza de sus pulmones—. ¿Vamos a quedarnos discutiendo entre nosotros… o vamos a ir a luchar?

Señaló hacia donde las fulgurantes motas blancas de los vadavaks se extendían sobre el campo de visión, haciéndose mayores colectiva e individualmente, materializándose en cada mancha brazos y piernas, un rostro, y la capacidad de infligir la muerte. En el horizonte detrás de los vadavaks, el sol estaba apareciendo como una rociada de fuego deslumbrante, proyectando un resplandor fatídico y melodramático sobre la arena natural en la que se decidirían los destinos de los tres planetas.

Toller extrajo una espada del saco y la sopesó en la mano, para asegurarse de que el equilibrio no hubiera sido alterado por las maquinaciones de los alienígenas. El tacto de la familiar arma le resultó confortante —el espíritu de su abuelo de nuevo estaba con él—, pero fue menos tranquilizador de lo que esperaba y ansiaba. Siete humanos, de los cuales sólo uno estaba entrenado para manejar la espada, iban a enfrentarse al menos a unos cincuenta alienígenas bien armados. En cualquier caso, su legendario homónimo se habría enorgullecido de tal situación; pero en cualquiera de las versiones de la batalla que Toller pudiera representarse en su mente, no había ninguna en la que no viese muertos entre sus compañeros. Algunos de ellos —si no todos— morirían sin duda; y Toller no encontraba ninguna gloria en ese hecho. Era degradante, brutal, deprimente, obsceno, aterrador…

Pero al mismo tiempo que esos adjetivos desfilaban por su mente, tuvo que reconocer un hecho clarísimo: a menos que la máquina de los dussarranos fuese defendida durante tres o cuatro minutos más, hasta que realizase su vital tarea, todos los hombres, mujeres y niños de Overland serían aniquilados por una descarga inimaginable de energía. Eso, por encima de todo lo demás, debía ser el motivo que gobernase sus acciones en la prueba que se le presentaba.

Contempló su pequeño grupo de guerreros, preguntándose si su cara estaría tan pálida como la de ellos. Sostenían en sus manos las espadas y le miraban con expresiones que parecían transmitir una fe absoluta en su líder. Su confianza era probablemente un legado de aquella época en que Toller fanfarroneaba y se vanagloriaba de su valor en el combate, y ahora estaba desconcertado por la responsabilidad que habían hecho recaer sobre él. Sabían que iban a enfrentarse a la muerte y tenían miedo, y en ese momento de última tribulación se volvían hacia la única fuente de esperanza que podían encontrar. Era bastante probable que ahora considerasen a Toller como un pilar de fuerza y, al darse cuenta éste de su endeblez para jugar ese papel, se sentía aturdido por la culpa y el arrepentimiento.

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