En un vuelo masivo había siempre el riesgo de colisión entre dos naves que ascendían o descendían a distintas velocidades. Como era imposible para un piloto ver nada que estuviese directamente sobre él, a causa del globo, la regla era que la aeronave que estaba más arriba tenía la responsabilidad de emprender alguna acción para evitar a la de abajo. Ésa era la teoría, pero Toller tenía sus dudas al respecto, porque casi la única opción posible en la fase de ascenso era subir más deprisa y por tanto incrementar el riesgo de alcanzar a una tercera nave. Ese riesgo hubiera sido mínimo si la flota hubiese partido de acuerdo con el plan, pero ahora sabía que formaban parte de un enjambre colocado verticalmente.
Al ganar altura, la escena que se desarrollaba abajo, en tierra, se fue revelando en toda su complejidad.
Los globos, inflados o estirados sobre la hierba, eran el factor dominante en un fondo de senderos y carriles para los vagones, depósitos de provisiones, carretas, animales y miles de personas arremolinándose en actividades sin un objetivo aparente. Toller los veía casi como insectos comunales que trabajaban para salvar a las envanecidas reinas de alguna catástrofe inminente. Hacia el sur, las multitudes formaban una masa abigarrada en la entrada principal de la base, pero la distancia imposibilitaba para decir si la lucha había estallado de nuevo entre las unidades militares enfrentadas.
Líneas discontinuas de gente, presumiblemente emigrantes decididos, convergían en la zona de lanzamiento desde distintos puntos del perímetro del campo. Y más atrás, los incendios que ahora se extendían con rapidez en Ro-Atabri, ayudados por la brisa, despojaban a la ciudad de sus protecciones contra los pterthas. En contraste con la hirviente confusión engendrada por los seres humanos y sus pertenencias, la bahía de Arle y el golfo de Tronom formaban un plácido telón de fondo turquesa y añil. Un bidimensional monte Opelmer flotaba en la brumosa distancia, sereno e imperturbable.
Toller, manejando el quemador mediante la palanca extensible, permanecía de pie en el lateral de la barquilla e intentaba asimilar el hecho de que abandonaba aquel lugar para siempre, pero dentro de él sólo había una voz trémula, casi una inquietud subconsciente, que le hablaba de emociones reprimidas. Habían ocurrido demasiadas cosas en el transcurso de un solo antedía. ¡Mi hermano está muerto!, y el dolor y el pesar permanecían contenidos, esperando surgir cuando llegasen las primeras horas de calma.
Chakkell también miraba hacia fuera desde su compartimento, rodeando con sus brazos a Daseene y a su hija, que debía de tener unos doce años. Toller, que lo consideraba un hombre motivado sólo por la ambición, se preguntó si debería replantearse su concepto. La facilidad con que lo había coaccionado en el asunto de Gesalla indicaba una preocupación avasalladora por su familia.
En las barandas de las otras dos naves reales podían verse espectadores: el rey Prad y sus ayudantes personales en una, el reservado príncipe Pouche y sus criados en la otra. Sólo Leddravohr, que parecía haber decidido viajar aislado, no estaba a la vista. Zavotle, una figura solitaria en los controles de la nave de Leddravohr, saludó a Toller con el brazo, después empezó a acortar y a fijar los montantes de aceleración. Como su nave era la menos cargada de las cuatro, podía dejar el quemador durante largos ratos y aún así seguir ascendiendo a la misma velocidad que los demás.
Toller, que se había estabilizado en un ritmo de dos — veinte, no mantenía la misma altura. Como resultado de lo aprendido en el vuelo de prueba, se había decidido que las naves de la migración podían ser manejadas por pilotos sin ayudantes, permitiendo así más capacidad de ascenso para los pasajeros y la carga. Durante sus períodos de descanso, el piloto podía confiar el quemador o el chorro propulsor a un pasajero, aunque siguiera controlando el ritmo.
— La noche breve ya está llegado, príncipe — dijo Toller, en tono cortés para compensar su anterior insubordinación —. Quisiera asegurar los montantes antes, de modo que debo solicitar que me releve en el quemador.
— Muy bien.
Chakkell parecía casi complacido por tener algo útil que hacer cuando tomó la palanca extensible. Sus hijos, de oscuros cabellos, que aún lanzaban miradas tímidas a Toller, se acercaron a él y escucharon atentamente su explicación sobre el funcionamiento de la maquinaria. Mientras Toller tensaba y ataba los montantes a las esquinas de la barquilla, Chakkell enseñaba a sus hijos a medir el ritmo del quemador cantando, como si fuera un juego.
Viendo que los tres estaban muy ocupados, Toller fue al departamento donde yacía Gesalla. Sus ojos estaban alerta y la expresión tensa había desaparecido de su rostro. Extendió una mano y le ofreció una venda enrollada que debía de haber sacado del fardo que constituía su equipaje.
Se arrodilló junto a ella sobre el lecho de blandos edredones, reprochándose por su momentánea excitación sexual anterior, y tomó la venda.
— ¿Cómo estás? — le preguntó en voz baja.
— No creo que ninguna de mis costillas esté rota, pero será mejor vendarlas para que pueda hacer el trabajo que me corresponde. Ayúdame a levantarme. — Asistida por Toller se irguió cautelosamente hasta quedarse de rodillas. Dio media vuelta y se levantó la blusa gris para descubrir un gran cardenal que había a un costado de sus costillas inferiores —. ¿Qué te parece?
— Debe vendarse — dijo, sin saber bien lo que esperaba de él.
— Bueno, ¿por qué no empiezas?
— Ya voy.
Pasó la venda a su alrededor y empezó a envolverla ajustadamente, pero el chaleco y la camisa recogida entorpecían su tarea. Una y otra vez, a pesar de su esfuerzo por evitarlo, sus nudillos la rozaban y la sensación que le producía era como descargas que aumentaban su confusión.
Gesalla lanzó un suspiro.
— Eres un inútil, Taller. Espera. — Se desabrochó la camisa y se la quitó junto con el chaleco con un solo movimiento. Su delgadez quedó expuesta de cintura para arriba —. Continúa ahora.
El recuerdo del cuerpo encapuchado de Lain, lo convirtió en una máquina insensible. Acabó de vendarla con la eficiencia y energía de un cirujano en el campo de batalla, y dejó que sus manos cayesen a los costados. Gesalla permaneció inmóvil durante varios segundos, con la mirada cálida y solemne, antes de coger la camisa y ponérsela de nuevo.
— Gracias — dijo; después alargó una mano y le rozó levemente los labios.
Se produjo una llamarada con los colores del arco iris y de repente la nave se sumió en la oscuridad. En el otro compartimento de pasajeros, Daseene o su hija gimoteaba asustada. Toller se levantó y miró por el costado. La orlada sombra curva de Overland se desplazaba a toda velocidad hacia el horizonte del este, y casi directamente bajo la nave, Ro-Atabri era una maraña de hilos de ardiente color naranja atrapados en un amplio estanque de brea.
Cuando volvió la luz del día, las cuatro naves del vuelo real habían llegado a una altura de unos treinta kilómetros; y estaban acompañadas por un grupo de pterthas.
Toller escrutó el cielo que los rodeaba y vio que una de las burbujas estaba sólo a treinta metros, en el norte. Fue inmediatamente hacia uno de los dos cañones montados a cada lado sobre la baranda, apuntó y soltó el pasador que destrozó el doble recipiente de vidrio en la recámara del arma. Hubo una pausa mientras que las cargas de pikon y halvell se mezclaron, reaccionaron y explotaron. El proyectil recorrió una trayectoria borrosa, seguido de un resplandor de fragmentos de vidrio, extendiendo sus brazos radiales en el vuelo. Atravesó al ptertha, aniquilándolo, liberándose una nube de polvo púrpura que se disipó con rapidez.
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